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viernes, abril 16, 2010

Escépticos


La semana pasada Mario Bunge estuvo en la Argentina. Con su habitual desenfado se explayó sobre sus temas favoritos e impugnó, como acostumbra, lo que él denomina pseudociencias. Atacó, en especial, al psicoanálisis; al cual califica de “macana” y dejó caer unas cuantas ironías sobre su vigencia en un país como el nuestro.
Bunge y el psicoanálisis, por supuesto, son sólo una excusa.
Un pretexto para hablar de aquellos que, como él, se han atrevido a levantar la voz contra ciertas unanimidades.
Ante la caterva de magos, ocultistas, charlatantes y deshonestos que andan por este mundo nuestro vendiendo sus falsos misterios, muchos han reaccionado enérgicamente para decir: ¡un momento!, ¿qué pruebas tienes para afirmar cosas tan extraordinarias
O, más directamente; ¡dejá de batirla, che!
Estas personas, valientes para desafiar las convenciones y tenaces como todo aquel que está convencido de su misión, son conocidas como escépticos.
Un escéptico es alguien que duda.
No se trata de un negador sistemático, de un pesimista ni, mucho menos, de alguien de mente estrecha.
Es un hombre, o una mujer, que considera que la razón debería ser una guía para investigar el mundo.
Es un curioso que no se convence fácilmente.
Un inspector de ideas, si así lo prefieren.
Se ha dicho que el padre de la ciencia es el asombro, y es verdad, pero el asombro puede dar lugar a muy diversas conclusiones. La madre de la ciencia, única como toda madre, es la duda. Sin el asombro tendríamos una ciencia de lo obvio, de la banalidad, sin la duda tendríamos saberes vagabundos, incapaces de formar una trama coherente.
El escéptico recupera la tradición científica de dudar y hace bien. Suele, una lástima, olvidarse del asombro y allí está su límite.
Como don Mario, valiente sembrador de dudas, pero receloso ante la hierba de lo nunca antes imaginado.

lunes, abril 05, 2010

Patria indígena


En estos días he vuelto a leer nuestra Historia. Exigencias de la docencia, pero también el placer de reconocerme en ese pasado común.


No creo en los nacionalismos extremos, mucho menos en esas historias sesgadas que están de moda donde, so pretexto de oír la "voz de los vencidos", se los aisla del resto de la humanidad, se proyecta sobre ellos ideales anacrónicos o se les atribuyen hechos y actitudes que no existieron. 

Nuestros ancestros indígenas ¿quien puede asegurar que no posee alguno? no fueron siempre héroes, no tuvieron esa especie de aura "ecológica" que muchos les atribuyen, aunque ciertamente respetaban mucho más que nosotros la Naturaleza, siquiera por temores mágicos, no formaron una entidad cultural única, ni se opusieron sistemáticamente a la invasión. Eran mujeres y hombres que vivieron, como nosotros, una historia que no pudieron elegir y, frente a ella, se posicionaron; resistiendo, contemporizando, escondiendo o luchando...

En el nacimiento de la Nación Argentina, una nación inexistente entonces, una nación creada, una nación que es multiétnica y plural, la presencia nativa fue permanente y, en muchos casos, fundamental.

Acostumbramos a pensar en el Virreinato del Río de la Plata como un gran mapa compuesto por los territorios de cuatro repúblicas actuales; Bolivia, entonces el Alto Perú, Paraguay, Uruguay y Argentina más algunas regiones del Brasil (Río Grande, Paraná) y Chile (Antofagasta).
Sin embargo nada más lejos de la realidad; el Virreinato era un territorio rodeado, por el norte y por el sur, por extensos dominios ocupados por los pueblos originarios. 

Existían tratados formales, algunos se remontaban al siglo XVII, que reconocían a los pueblos originarios unos territorios bajo su exclusivo dominio.
La presencia del indígena, tanto el sometido como el libre, fue una constante durante el periodo colonial.

Los "indios" encomendados del Noroeste estuvieron desde el principio, como artesanos y campesinos explotados. Algunos de ellos perdieron sus marcas de identidad, otros las conservaron en la oscuridad, muchos las recuperaron en estos últimos años.

Los guaraníes, colaboradores entusiastas del mestizaje, fueron la base poblacional del Paraguay y la fuerza de trabajo que hizo posible el surgimiento y apogeo de las Misiones Jesuíticas.


Los comenchingones fueron habituales en las ciudades de la intendencia de Córdoba y los huarpes y pehuenches en las de la región cuyana.

Los libres del norte; abipones, qom, wichí eran el terror de los vecinos santafesinos pero también una presencia familiar en la imensidad del Chaco.

Los libres del sur; mapuches y pampas  eran frecuentes visitantes de la nueva capital del Virreinato, la ciudad puerto de Buenos Aires, donde estuvieron en 1806, ofreciendo sus servicios contra los británicos y en 1810 donde, dice el propio Virrey depuesto, estuvieron en el Cabildo Abierto del día 22.  El mismo 25 los lonkos Quintelén, Negro, Epugner, Errepuento y Vitoriano firmaron, junto al winka, el petitorio que pedía la renuncia definitiva de Cisneros. Fueron tan protagonistas de la Revolución como Berutti, Castelli o Rodríguez Peña...

En la Guerra de Independencia hubo una constante presencia de los pueblos originarios entre las tropas patriotas.

San Martín, casi sin dudas mestizo, requirió para sus granaderos la presencia de guaraníes de las misiones, descendientes de los que enfrentaran la entrega de sus tierras ancestrales a los portugueses. Para el Libertador los "indios" eran "nuestros paisanos"; un ejemplo para la lucha por la liberación sudamericana.

El ejército del Norte, aquel que sufrió las mayores privaciones en la dura campaña del Alto Perú, contaba en sus filas con guaraníes y collas.

No en vano nuestra Bandera ostenta al Inti del Tawantinsuyu, nuestro himno menciona a las tumbas del Inca y nos considera sus hijos. No sin motivo los dos primeros cañones de la Patria llevaron los nombres de Mangoré y Túpac Amaru.

No fue, tampoco, un detalle pintoresco de Belgrano la propuesta de un soberano de la estirpe incaica; el Congreso de las Provincias Unidas en Sudamérica (no de la chiquita y esquiva Argentina que vino después) ya había hecho pública la declaración de la Independencia tanto en castellano como en qeshwa y aymara. 

Otorgarle el poder a un descendiente de Túpac Amaru y hacer del Cusco la sede de gobierno de la "nueva y gloriosa nación" hubiese sido, quizás, la consumación lógica de aquella política americanista.


Antes de ello, en la que fue nuestra primera declaración de Independencia; el Congreso de Arroyo de la China convocado por Artigas, también habían hecho acto de presencia los pueblos indígenas. Los guaraníes de Andresito lucharon con valor por una libertad y una justicia que, todavía, les está siendo negada a sus descendientes.























Los años que siguieron cambiaron muchas cosas. 
Las divisiones existentes se hicieron más hondas, la guerra civil se abatió sobre los campos del desmembrado Virreinato y las esperanzas de aquella primavera, cuando criollos e indios pelearon juntos por la misma Patria, se helaron bajo las frías razones de los "civilizados". El indígena, marginado, se encerró en su propios reductos contentándose con el saqueo y el retorno a las costumbres de antaño. Ni uno, ni otro quisieron, o pudieron, aprender del otro.

Hubo, no obstante, intercambios permanentes y alianzas esporádicas. Rosas combatió a algunos y pactó amistad con otros. Muchos gauchos, no solo Fierro, buscaron el amparo de la toldería así como parcialidades enteras se "asilaron" en territorios bajo el control del winka. Poco a poco, sin embargo, la incomprensión mutua hizo de las suyas; el gaucho exiliado no entendía las costumbres nativas, el "indio" asentado se resistía a los requerimientos del naciente Estado.
Así se llegó a la guerra.
Guerra civil, por muchos motivos, durante la cual el indígena sufrió la misma suerte del gaucho. Fue derrotado y terminó como un extranjero en su propia tierra. Recuerdo pintoresco de estampas populares, domesticado santito de la casas humildes, lectura obligatoria de libro de primaria, nombres a memorizar del pasado remoto.

Hoy los pueblos indígenas, preexistentes a la artificiales divisiones de la Patria Americana, se levantan nuevamente. No sólo reclaman, pretenden ser partícipes con su cultura, su lengua, sus tradiciones de una sociedad que creció dándoles la espalda.
Nosotros también nos levantamos y nos reconocemos como sus hermanos, como parte de una misma realidad multiétnica, como descendientes de una misma sangre como herederos de 10.000 años de historia argentina.


Las fotos que ilustran esta entrada fueron tomadas de la muestra
Huellas de Gaby Herbstein

jueves, abril 01, 2010

Afinidades (más o menos) electivas.

Soy donde no pienso, dice J. L en algún sitio.
Hay paisajes, lugares mentales, gustos espirituales, aromas del alma, que nos definen más allá de la conciencia, más acá del sentimiento.
Resultados de elecciones que no siempre fueron racionales, esos afectos personales nos habitan.
De ellos quiero hablar.
Ahora.

En estos días recuerdo, especialmente, mi predilección por el judaísmo. La cultura, la historia, la religión de ese pueblo (con el cual, que yo sepa al menos, no tengo vínculos genéticos) me fascinan. Visito con frecuencia sitios judíos en la Red, escucho su música, intento leer su lengua.
Es notable, o tal vez no lo sea tanto, esta predilección pues rechazo al sionismo y en especial, la existencia del Estado de Israel tal como fue establecido. Estoy convencido, sin embargo, de que Medinat Yisra'el es en muchos aspectos la negación de del judaísmo; todo cuanto de noble tiene esta cultura tres veces milenaria resulta traicionado por la existencia de ese estado que, en la práctica, defiende valores políticos casi fascistas.
Los sentimientos, claro, no saben de racionalidad, por eso la Hatikvah me conmueve y no pierdo las esperanzas, ateo y goy, de participar alguna vez del séder de Pesaj…

Mi amor por este pueblo tiene sus raíces en la adolescencia.

Entonces era cristiano y me esforzaba por leer la Biblia en sus lenguas originales. Estudié, torpemente, la gramática hebrea y no perdí oportunidad de hacerme con libros escritos en el idioma de Moisés, de Isaías, de Amós. Ansiaba tener el “típico” amigo judío y hasta jugué imaginariamente con volverme un גיור‎.

Aún conservo el diccionario hebreo que escribí entonces, el tocho indigerible de una proyectada historia hebrea y mis apuntes gramaticales con el nifal, el pataj furtivo y las matres lectionis (no estudiaba neo hebreo, sino hebreo bíblico, por supuesto).












Los años pasaron, conocí hermosas personas de ese pueblo, y quedaron lindos recuerdos de ellas en mi corazón.
Políticamente defiendo la causa palestina y desearía, a pesar de todas las dificultades del caso, que pudiera establecerse un estado laico y binacional en la región; pero aún me emociono, hasta las lágrimas, con el ירושלים של זהב (Yerushalayim Shel Zahav).




Inglaterra es otro de mis hogares espirituales.
En este caso tiene que ver con la literatura inglesa que pude leer, casi siempre en traducciones, con Sir Walter Scott y su mito del “Norman yoke”, con Robert Graves y su persuasiva prosa, con G. K. Chesterton y, en especial, con this jewel among englishmen; J.R.T. Tolkien.

Ellos me hicieron conocer esa Merry England, que nunca existió, me llevaron de la mano por los páramos de las Middlans y los sombríos inviernos de Northumbria.

Luego llegaron Shakespeare, Milton, Blake y el entrañable Hobsbawm, cuya prosa inglesa soy incapaz de juzgar pero que está lleno de esa mezcla de audacia y sensatez que constituye la clave del carácter de los isleños.

Allí, quizás, reside mi afecto por el pueblo inglés, por su cultura, por su literatura sobre todo; en la sencillez, la manera convincente de encadenar el razonamiento.

El common sense anglosajón me "puede"; un placer a la vez estético y lógico. Los alemanes son más precisos a la hora de razonar, pesados, minuciosos, no dejan nada librado al azar; los ingleses, en cambio, confían en que la idea penetre lentamente en nuestro sistema, la destilan, la diluyen si cabe la expresión, y la hacen parecer tan natural como la caída de las hojas en otoño. Y siempre, sin excepción, encuentro en sus palabras esa nota de humorismo no exento de ironía que nos dice, silbando:


Life's a laugh and death's a joke, it's true.
You'll see it's all a show,
Keep 'em laughing as you go.
Just remember that the last laugh is on you.






Me gustan, pues, los ingleses.
Me gustaron aún más cuando, solos, enfrentaron a los nazis, cuando resistieron las bombas asesinas, cuando marcharon al Continente para derrotar a Sauron.


Y eso no quiere decir que olvide nuestra historia, ligada al Imperio Británico para bien y para mal.

Y eso no me impide reconocer su cinismo a la hora de explotar al resto del mundo en su propio beneficio.

Y eso, en fin, no significa que no me enorgullezca al recordar aquellas fallidas invasiones de Popham, que no asome una sonrisa cuando un buen irlandés les patea el trasero o que no haya delirado cuando, un día en México, Dios jugó al fútbol con la camiseta argentina.



Siempre digo que el hogar de mis ancestros es Europa y que soy un hijo de Occidente con todo lo que eso representa.

Mi lengua es europea, mis lecturas son europeas, mi filosofía y muchos de mis maestros lo son. No digo que eso sea mejor, o peor, que otros orígenes pero uno necesita raíces y las mías están en torno al Mediterráneo.

Por eso me siento a gusto en una piazza de Italia, en un café de París o en el Rastro de Sevilla…
¡ y eso que no he estado nunca en ellos sino en mis sueños!

Pequeños afectos también para Italia y sus maravillas, que son mías y de i mío nonni,
                                                         para Grecia y sus islas pobladas de náyades (otra lengua, el griego, que amo y he intentado estudiar),
                                                                           para Francia, madre de la libertad y cuna de los valores de la Modernidad que son los míos propios,
                                                                                            para la petite et héroïque Belgique que, por encima de sus históricos beffrois, del amicale Hercule Poirot, es la patria de aquella que ama mi corazón…


Europeo de estirpe, occidental por cultura, soy americano por nacimiento y, a esta altura de mi vida, opción. Alguna vez me han preguntado si, a semejanza de tantos compatriotas, reclamaría la ciudadanía italiana; mi respuesta, casi instintiva, ha sido ¡no!, yo soy argentino.

Argentino y de Rosario.
Argentino y no porteño.
Argentino nacido y criado en los años 60 y 70.
Argentino que vivió su adolescencia en los estupendos 80.
Argentino que recorrió mil veces la historia y los paisajes de su tierra en las páginas de un libro y, ahora, en las rutas argentinas hasta el fin.



Amo mi país (a mi generación le cuesta decir patria), y me indigno cuando mis compatriotas lo motejan con epítetos escatológicos;

o sea cuando dicen: ¡qué país de mierda! (en criollo) frase que, más que argenta, me parece porteña, deleznablemente porteña.


Amo su historia y amo sus mitos aún no contados.
Amo su lengua. Su música (últimamente hasta el tango). Su diversidad.
No tengo, que sepa, ancestros indígenas; pero no puedo dejar de pensar en una Argentina de diez mil años de antigüedad, de miles de lenguas, de cientos de historias que me hablan al oído y me reivindican como suyo, a mí, que llegué exiliado desde las tierras del Viejo Mundo.

Argentina, América (toda, todita), el Nuevo Mundo y, ya que estamos, el Hombre Nuevo son también parte de mis afinidades electivas. Y de ellas hablaré otro día…