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jueves, diciembre 31, 2015

Navidad en Florencia.

Me mintieron. Disney, Hollywood y todas las canciones. No hay ni una pizca, ni un copo, ni un solo cristal hexagonal salvo en las vidrieras. La "blanca Navidad" son los padres...
Las fiestas de Navidad y Año Nuevo que vivimos acá, son diferentes y parecidas a las nuestras. Por empezar la decoración, no hay pueblito perdido que no llene sus calles de luces; estrellas, regalos, arbolitos y copos de nieve (los únicos que ha visto, ¡ay!). Las vidrieras brillan con ofertas, reclamos, invitaciones para festejar, canastas navideñas de todo tipo. En las galerías comerciales de Italia y Grecia no cesaban de pasar canciones sobre estas fechas, todas en inglés, casi todas americanas (no hay que resignarse pero, acá, América es la del norte... México y Canadá excluidos), al principio agradables... después insoportables.

Mucha gente en la calle, las vacaciones varían de un país a otro, pero suelen empezar el 24 y terminar los primeros días de enero (de paso, conté y hay más feriados en que Argentina, digo ya que quieren copiar todo...). Como anochece temprano, entre las seis y las ocho es la hora pico, la del "happy hour", el aperitivo, las compras. A las nueve, lo más tarde, ya están cenando.
Nuestra Nochebuena fue en Florencia.




Después de un agotador, (tal cual), recorrido por la Galleria degli Ufizzi y un carísimo café con vista a la Piazza della Singoria, decidimos volver al hotel.
La propuesta era simple, un buen baño y salir a cenar. El problema era que, a una cuadra del alojamiento, está el Mercado Central y nos demoramos para comprar un sobrecito de peperoncinno... ademas de picar unos deliciosos quesos en la planta alta.

En fin, que salimos a cenar pasadas las nueve ante la sorpresa de la señora del Hotel quien ya pensaba que nos habíamos ido a dormir.
Elegimos un café y restaurante que se llama La Bottega di Giotto, con buenos precios y frente al
Baptisterio. No había mucha gente, en su mayoría eran turistas, y nos atendieron con la cordialidad local que, a veces, resulta demasiado insistente.
Era nuestra última noche en Florencia, una ciudad cuyo centro histórico combina la belleza de la arquitectura renacentista con el movimiento de una ciudad moderna y el buen gusto italiano. Queríamos, por ello, que esta Navidad fuera inolvidable.
Tanto cine, tanto libro, tanto relato hacen que uno, de pronto, sienta que está viviendo las escenas de alguna ficción. 
Y no era para menos, miraba hacia afuera y no me encontraba con la familiar (y cuasi fascista) silueta del Monumento o los edificios sin gracia de la Avenida Pellegrini. Al contrario, me saludaban con dignidad las paredes del Batisterio, que están ahí desde el siglo XIII, con sus mármoles verde oscuro y blanco. Volvía la vista al interior y el bello rostro de Sabrina se recortaba en un fondo de bóvedas de crucería ojivales que hacían pensar que ese lugar había sido, realmente, la bottega de quien,  como dijo Bocaccio, tradujo la pintura del griego al latín...
El nombre del autor del Decamerón me recuerda el delicioso menú de esa noche. La gente acá come como, diría Daniel, si no hubiera un mañana. O más bien, como quienes padecieron hace dos generaciones el hambre y la guerra y ahora, herederos del Welfare State y la Acumulación Originaria, se desquitan de lo lindo. Entrada, primer plato de pastas y los dos rosarinos, que no se caracterizan por su frugalidad, ya no daban más. Il dolce tuvo que esperar a mejores momentos.
Conversamos, nos reímos, escuchamos indiscretamente a nuestros vecinos, nos miramos y...
¡Nos fuimos a misa!
Sí, a la Misa de Gallo. En la bellísima catedral de Florencia, la tercera más grande de la Cristiandad. No podíamos perdernos esa ceremonia. 
Caminamos por la plaza y llegamos al pie de un pino ornamentado con miles de luces y lises (la flor de lis es el emblema de Florencia, aparecía en sus monedas; los florines). Más adelante, en el atrio, un pesebre, algo más que una decoración,  una verdadera tradición, que mostraba todavía vacía la cuna para el Niño.
Seguimos caminando, pasamos junto a un policía porque todo está muy vigilado, y de pronto el pesebre y el árbol pleno de luces quedaron atrás porque nos recibía la portada de la iglesia, con sus rosetones, sus mármoles y los emblemas de las


corporaciones medievales que nos recordaban que, aquí, nació la burguesía. La burguesía que era, entonces, la clase revolucionaria y demostraba su poder dedicando a Dios y a Su Madre esta catedral; exquisitamente ornamentada por fuera y sorprendentemente austera por dentro.
De pie, detrás de un cordón, escuchamos el Adeste Fideles, nos impregnamos del aroma a incienso y asistimos a la mayor parte de la ceremonia, oficiada por el cardenal arzobispo Giuseppe Betori.
No es necesario ser religioso, ni siquiera creyente, para participar de esta celebración. Los cristianos, sin duda, sentirán su alma llena de fe; para los demás, el canto, el ritual y las alusiones a la esperanza, al nuevo comienzo, al Reino de los Cielos (que uno quiere en la tierra) son más que suficientes para que se llenen los ojos de lágrimas y un beso diga lo que no pueden las palabras.
 A poco de comenzar la homilía decidimos retirarnos. En el pesebre el Niño, ajeno a todo lo que provocaría Su Venida, dormitaba. Lo miramos con ternura.
Caminamos un poco y echamos la última mirada al Baptisterio y a la Piazza.
-¿Vamos?- dijo ella.
- Vamos- le respondí.
Y tomados de la mano, nos perdimos por las calles de una Florencia que se iba despoblando poco a poco.
 

domingo, diciembre 27, 2015

Pasajeros en tránsito… la tercera no es la vencida.


El bus se llamaba X95, nombre de proyecto secreto o de marca de ropa para talles especiales. El chofer, un tipo joven, nos hizo seña de que subiéramos sin más preguntas. Así lo hacemos en parte por el deseo de llegar a destino, pero mucho más por la cara de loco del muchacho. Historias de ira helénica, desde aquella de Aquiles hasta las últimas manifestaciones, vienen a mi cabeza mientras el vehículo se lanza a toda velocidad por una moderna autopista.
Decir que el tránsito ateniense es caótico es una manifiesta injusticia. Es un kilombo sólo comparable al endemoniado tráfico rosarino. Magnificado por las pendientes, las calles zigzagueantes y la regla básica del conductor ático: Δεν με νοιάζει (denmeniazhi o algo así, en italiano diríamos me ne frego…)
Nuestro aqueo de blonda cabellera, cual personaje de la Ilíada, se unió a la alocada embestida en una épica trayectoria de cuarenta o cuarenta y cinco minutos desde el Aeropuerto hasta el centro de la ciudad. Las colinas áticas, verdes a pesar del invierno, brillaban bajo un sol que jugaba a las escondidas; nombres que sólo conocía como referencias librescas se convertían en carteles indicadores: Himeto, Eleusis, Cefiso, Falero, Academia… ¡pero qué demonios es eso, en nombre de Zeus!
Todo el colectivo, doble coche, articulado, se detuvo. Un embotellamiento particularmente intenso, pensamos. Gritos, imprecaciones, invocaciones y maldiciones resonaron en el aire frío. Un carro, perdón, un pequeño automóvil conducido por una digna dama ateniense ensayaba un retroceso imposible según las leyes de la física. El ómnibus avanzó sin miedo por un carril estrecho como el paso en el cual Edipo matara a Layo y la señora, como la Esfinge, hizo un gesto críptico de carácter apotropaico. Sin importarle nada la maldición de la señora, el conductor arremetió hacia adelante y un sonido, como el γεγονα χαλκος ηχων η κυμβαλον αλαλαζον que dice San Pablo, estremeció a todo el pasaje. A los pasajeros, quiero decir, porque el conductor no se dio por enterado  mientras arrastraba una tira de tintineantes conos de color naranja por la autopista…
Tras varias maniobras parecidas, casi sin esperarlo, entramos por una gran avenida, un parque que ya conocía gracias a Google Maps y, por fin,  la Plaza Syntagma (Sindagma pronuncian acá y significa Constitución). Nada más doblar, estuvimos a punto de demostrar un teorema de manera elegante: dados tres vectores de origen A, B y C su concurrencia simultánea en un mismo plano provocan una intersección que determina un punto de encuentro. Nuestro ómnibus fue parte de la demostración aludida junto a otro que venía por una diagonal adyacente y un tercero que no alcancé a identificar. Fue tal la alegría, el entusiasmo y la vehemencia de los conductores que de inmediato prorrumpieron en coloridos gritos, de júbilo supongo aunque Sabrina insiste en que eran insultos…
De como llegamos al hotel, de las vueltas que dimos, de la comprobación de que todos los caminos conducen a un mismo punto… en especial si se camina en círculos, lo comentaré otro día.
Tras haber experimentado el avión, decidimos ir a Santorini, una isla del Mar Egeo, utilizando otro medio de transporte; el ferry.
“Don’t pay more”, nos dijo el señor de la agencia donde compramos el pasaje y agregó; “the ferry is empty at winter”. Así que adquirimos el pasaje más barato, después de caminar comparando precios, y el lunes 14 de diciembre por la mañana nos levantamos temprano, dejamos nuestras valijas en el hotel (eran dos entonces, ¡qué tiempos aquellos!) y partimos en Metro hacia el puerto del Pireo.
El Pireo, el puerto más nuevo de Atenas (en efecto sólo comenzó a ser usado en el siglo V antes de Cristo) y se trata en realidad de una ciudad aparte que, por cierto, está hermanada con Rosario… otro famoso puerto, dicen.
Eran las siete de la mañana, invierno, y esperábamos encontrar un ambiente sórdido, muelles solitarios, figuras embozadas y camiones con las luces altas traficando quién sabe qué cosa… Un antiguo barco oscuro y dudoso oscilando en un malecón húmedo y  un capitán borracho y barbudo como Haddock…
En su lugar salimos de una estación que parecía una versión reducida y pulcra de Retiro (de paso, los Metros atenienses están entre los más limpios del mundo), cruzamos un callejón oscuro y nos encontramos con una moderna avenida, plenamente iluminada, flanqueada por panaderías repletas de delicias helénicas; en especial unos maravillosos bastoncitos de queso. Tomamos un café, compramos unas pocas provisiones y llegamos al muelle.
El Delos, así se llamaba, nos mostraba su popa. Tres impresionantes portones que se abrían como bocas para recibir a los pasajeros y vehículos que transporta por las islas Cícladas. A su lado estaba su hermano gemelo, el Patmos, exhibiendo sus 145 metros de eslora (o sea de largo) y sus 23 metros de manga, es decir, de ancho. Ocho pisos de altura, capacidad para 2500 personas y casi 150 automóviles, o algunos menos cuando transporta enormes camiones cargados, entre otras cosas, de árboles.
Nos aproximamos a uno de los portones, el más chico, y de inmediato nos recibió el personal de a bordo, impecablemente vestidos, como en un hotel, y  nos invitaron a subir, después del consabido kalispera (buenos días), por las escaleras mecánicas. Después de dos tramos accedimos al lobby, donde se alineaban cómodos sillones y los escasos pasajeros conversaban o deambulaban.
Nuestros pasajes nos daban derecho a sentarnos en las butacas. Se encuentran ubicadas en uno de los costados del barco (estribor, o sea a la derecha mirando hacia la proa), separadas por un mamparo con puertas y dispuestas en filas de cuatro o cinco, como si fuera la cabina de un avión. Unas pantallas pasan la televisión griega, en nada diferente a la nuestra, salvo el idioma. Pasillo por medio está la boutique, que también vende perfumes y libros, y más allá un restaurante de comida rápida llamado Goody’s (estilo Mc Donalds pero más caro) y la sección “business” con otro resturant y butacas más caras pero casi idénticas a las nuestras. A proa, un ventanal mostraba el mar, todavía oscuro.
Recorrimos los dos pisos accesibles a los pasajeros, los demás se reservan a las maquinarias y al transporte de vehículos y mercaderías, paseamos por las cubiertas de los camarotes, por la cubierta superior y, finalmente, por la popa donde se concentraban gran parte de los escasos viajeros.
Observar el momento de la partida fue toda una experiencia. Los camiones entrando, los portones que se elevaban, un pasajero que llegó tarde (¡y no éramos nosotros!) y debió brincar sobre la rampa en movimiento, el sonido de sirenas anunciando que zarpábamos… Las hélices agitaban el mar. Una estela más clara, casi celeste, de espuma y agua se dibujaba detrás del buque. La Aurora de sonrosados dedos acariciaba las cumbres del  Himeto cuando salimos del puerto y comenzamos a navegar las aguas del Golfo Sarónico.

Dejamos la bendita Salamina, y el islote de Psitalia, a la derecha, Egina se deslizó frente a nosotros y bordeamos la península del Ática con rumbo sur sureste.
Navegamos toda mañana. Después de un par de largos días en Atenas, aprovechamos para descansar. Cuando despertamos, habíamos llegado a Naxos, la mayor de las Cícladas, donde Teseo abandonó a Ariadna y ella, solitaria, aceptó el cortejo frenético de Dionisos. La isla se mostraba en toda su belleza, las colinas bañadas en el sol invernal, el puerto de aguas intensamente azules, las casas blancas colgando en farallones vertiginosos y la calma, la serenidad de un día cualquiera en aquel mar sin tiempo.
Paros fue nuestra siguiente escala. Nos recibieron las ruinas de un templo, una puerta solitaria en la cima de un promontorio, y otra vez las casas brillantes. El sol, ahora, jugaba a las escondidas detrás de nubes cada vez más espesas. Y seguíamos ahora con rumbo decididamente sur.
Y entonces, después de un tiempo que no quisimos medir, apareció ella. La isla de los muchos nombres; Strongyle, la redonda, Kalliste, la hermosa, Qera, parece, para los súbditos de Minos, Thera en los tiempos de la colonización dórica, Santorini, para los señores del ducado de Naxos durante el Medioevo y miles de años antes, quizás Atlantis, ese esquivo sueño platónico.

Una isla rocosa, oscura, larga a babor. Un precipicio cortado a pique, blanco hasta la mitad, negro sobre rojo al caer en el mar, casas deslumbrantes, blancas, e iglesias de cúpulas azules, a estribor. El mar, oscuro, profundo, sereno que iba quedando encerrado por esos dos brazos que forman la entrada a la caldera de la isla.
Porque eso es Santorini. Un volcán en medio del Mediterráneo. Cuatrocientos metros por debajo de nosotros el mar oculta fuegos subterráneos, chimeneas de magma y la posibilidad de un súbito estallido que vuelva a partirla en tres como lo hizo hace tres mil seiscientos años atrás. Frente a nosotros se alzaba la prueba de que el monstruo sólo duerme: dos islas formadas de escoria, piedra pómez y lava; Nea Kameni, aparecida en el siglo XVIII, y Palea Kameni, que data de comienzos de nuestra era.
El barco navegó con la seguridad y la calma de un trayecto realizado cientos de veces, pero evitó con respeto el anillo de boyas que marcan el sitio del naufragio de un fastuoso crucero en 2007.
Atracamos en el puerto de Athinion; un pequeño espacio entre el mar y los acantilados que se alzan a trescientos metros de altura. Allí subimos a un colectivo que, por caminos de cornisa sobre el mar, nos condujo a la ciudad de Fira, capital de la isla. Aferrada a la cámara, Sabrina recordaba con afecto a la madre de nuestro digno, obeso y pelado chofer.
El regreso, después de tres días maravillosos, fue al atardecer; en el automóvil de Vasilis, nuestro anfitrión en el Hotel Georgia. Silencioso y a gran velocidad descendió en pocos minutos en vistosos zig zags que, siempre, terminaban con un auto (a veces un camión) viniendo en sentido contrario al cual esquivaba a tan corta distancia que podrían haberse estrechado las manos. En el muelle no encontró otro lugar donde estacionarse que no fuera justo a pocos centímetros del borde, un poco más y abríamos la puerta directamente sobre el mar.

Y así, después de abordar una vez más el ferry, navegar de noche con el mar un tanto intranquilo, cenar en Goody’s y descubrir que incluso un barco tan imponente se mece al capricho de Poseidón, volvimos a Atenas. Nuestro regreso en Metro estuvo marcado por una transgresión involuntaria: nos colamos sin pagar… pero esa es una historia que contaré otro día.

miércoles, diciembre 23, 2015

Pasajeros en tránsito. Se va la segunda...

Caminé por la pista hacia el destacamento. Un amable oficial de la Aeroportuaria me interrogó: ¿Esta valija es suya?
En la pantalla brillaba la imagen de rayos X mostrando un bonito dibujo en brillantes colores; la imagen de nuestra ropa, con el arco de un corpiño que resaltaba cual islámica medialuna. En un ángulo; dos parelepípedos mostraban los robustos paquetes de yerba.
Tragué saliva y contesté: Sí, bueno, mía, lo que se dice mía, en fin...
- ¿Es suya?
- Sí- asentí- ¿algún problema...?
No respondió y me invitó a abrirla.
- ¿Abrirla? ¡Con el trabajo que nos dio cerrarla ¿Es realmente necesario? Mire que a mi esposa le gusta que todo quede ordenado y...
- Ábrala- ordenó.
Y así lo hice. La ropa, prolijamente colocada dentro de una bolsa al vacío. apareció como recién planchada. Que era el caso.
El oficial llamó a su superior.
Otra vez la pregunta y la mirada.
- ¿Y esto?
El avión ya se preparaba en la pista. Sabrina ignoraba donde me encontraba. La policía parecía sospechar de mis intenciones. Y yo me sentía como el protagonista de Expreso de Medianoche, pero sin la música de Alan Parsons.
Le expliqué a los dignos representantes de la ley que armar las valijas siempre era un problema, que la ropa se resistía a entrar en las maletas más que los criminales en la cárcel, que nuestra pareja estuvo varias veces al borde de la ruptura por causa de estos menesteres y que, por favor, no me hiciera desarmar el orden tan meticulosamente logrado por mi esposa legítima. Que después de enoja...
No hubo caso. Tuve que abrir la bolsa y dejar entrar el aire. Un sabueso, literalmente, es decir un perro entrenado para detectar droga, fue invitado a olisquear mis calzoncillos y medias cuidadosamente embalados.
El can trepó de un salto sobre la valija (Segue, comprada hace dos años en Roma Termini a 45 euros, ¡una ganga!) y caminó sobre ella dejando el rastro indeleble de su presencia física. Olió perezosamente nuestras prendas y miró con cara de fastidio e interrogación al policía humano. Parecía decirle: ¡Acá no hay merca, amigo! ¿Para qué me trajiste?
Me animé a sonreír. Gesto a todas luces apresurado, porque el digno oficial de la ley me invitó a extraer alguna prenda, la cual tomó con delicadeza y acercó a su colega canino.
El animal, es decir el perro, bostezó y se echó al suelo; indiferente.
Después vinieron las explicaciones. Que los paquetes son sospechosos, "es yerba, che, viste que en Europa no se consigue", que los rayos X "puchos, amigo, en Italia cuestan un ojo de la cara...", que los narcotraficantes suelen "almidonar" la ropa con droga y así..."pero no, hermano. Es una idea de mi jermu y mi hermana, para ahorrar espacio..."
Sonrisas, apretón de mano, buen viaje y  "puede salir, nomás..."
Regresé donde mi esposa, quien estaba un poco preocupada hasta el punto de haber salido del Free Shop y la tranquilicé con un comprensivo y amoroso: "¡vos y tus geniales ideas de poner la ropa al vacío!
Minutos después el incidente estaba, si no olvidado, al menos desechado como irrelevante. Ya estábamos a bordo del avión de TAM rumbo a Sao Paulo, primera escala del viaje.
El aeropuerto de Guarulhos es grande, inmenso diría, y lo atravesamos con la alegría de sabernos en marcha hacia nuestra luna de miel, visita a los primos, casamiento de Alex y Vanesa y tantos proyectos elaborados en tardes de mate y noches de insomnio.
Hasta que llegamos a la inevitable revisión de equipaje.
La valija grande no era problema; despachada en Rosario, llevaba, además de las huellas de un ovejero alemán, el visto bueno de la policía aeroportuaria argentina; toda una garantía de salubridad y apego a las leyes. La valija de mano era otra cosa.
Una dama brasileña la miró con suspicacia e insistió en abrirla.
Acostumbrado y seguro de mí mismo lo hice.
- ¿Qué es esto?-  ladró más que dijo en un castellano balbuceante.
- Dulce de leche- respondí- y pimentón extra dulce para hacer empa...
- ¿Free shop?- inquirió la brasilera, que ya no era tan dama.
- ¡Por supuesto!
- Boleta...- solicitó. Mientras quien escribe buscaba el recibo, que a decir verdad era sólo del pimentón, la mirada de la guardia paulista se posó sobre los alfajores Havanna.
De inmediato se acercó a una superior y le mostró su hallazgo.
Comprensiva, la oficial a cargo, la miró con cara de: no rompas las pelotas (en portugués: nao rompas as bolinhas) y le ordenó que nos dejara pasar.
Así lo hizo la hermana brasileña, no sin antes revisar el bolso de Sabrina, quitarle el encendedor (mirá donde había ido a parar, pensé) y, en un acto de crueldad que ya nuestra nueva canciller denunciará ante la ONU pues viola todas las convenciones de Derechos Humanos, le arrebató el agua Vichy que usa para refrescar el rostro. Sabrina, indignada, soportó estoicamente el gesto de la brasuca hija de su buena madre, en pos de la unidad latinoamericana.
Los argentinos sabemos hacer sacrificios si la causa lo merece como ya lo demostraron nuestros próceres ¡qué tanto!
Pero ojalá que se la ponga en la cara y le provoque alergia...
Finalmente el vuelo a Italia estuvo listo y nos alejamos de la ingrata tierra de quienes quedaron afuera del Mundial...
Tras doce horas de vuelo habíamos cruzado el Atlántico, el Ecuador, España, el golfo de León y los Alpes para llegar a Milán en un opaco mediodía de diciembre.
Aterrizamos sin novedades en el aeropuerto internacional de Malpensa, visaron nuestros pasaportes, buscamos la maleta aún marcada por las indelebles huellas de un canis familiaris, tomamos el Malpensa Express, el Metro y tras una breve passegiatta arribamos al hostel cual dos mochileros un poco pasados de edad...
Omití mencionar, me recuerda mi digna y memoriosa cónyuge, que en el aeropuerto milanés un poliziotto de civil nos preguntó por  nuestro viaje, "viaggio di nozze" le dijo Sabrina mostrando nuestras lindas alianzas. Acto seguido quiso saber nuestro itinerario y profesión; todo lo cual fue respondido en una correctísima versión de la "lingua di Dante" por Sabrina quien, si es por hablar, habla hasta en jeroglíficos... Una vez que se enteró que era "profesoressa de francese", que iríamos a Atenas, dopo a l' Italia e dopo a Belgio; ¡nos hizo abrir una vez más la valija!

El contenido de la misma quedó esparcido sobre uno de los bancos de la aeroestación.
"Questa é yerba, para preparare il mate, una infuzione tradicionale..." explicó mi media naranja, ya a punto de explicarle que el Papa mismo toma mate en el Vaticano mientras ora por la Paz Mundial...
"E questo sono cigaretti, per consumo personale. Non somo traficanti... Má en Europa é troppo..."
"Va bene, va bene", dijo el émulo milanés del Comisario Montalbano. Y nos dejó que ordenáramos una vez más el contenido, cuya entropía había sido irremediablemente arruinada, de la maleta.

Quedará para otra ocasión el relato de nuestras visitas al Duomo, la Galería Vittorio Emanuele y Mac Donalds. También nuestras conversaciones con Mihai, un amable rumano radicado en Italia, quien no podía entender la vocación de los argentinos por las crisis cíclicas... encima elegidas libremente. Nosotros tampoco, le dijimos.

A las cinco de la mañana del día siguiente, sin dormir casi, estábamos en un taxi rumbo al aeropuerto milanés de Linate, Milán tiene dos aeropuertos y, para conocerlos a ambos, arribamos a uno y partimos del otro.
De Milán a Roma demoramos menos de una hora, en Fiumicino, aeropuerto romano, esperamos otro tanto (el tiempo justo para un pis y acomodar en lo posible... ¡el equipaje!) , y a media mañana volvimos a subir a un avión (el cuarto en menos de 24 horas) con destino a Atenas.
Sí, en Rosario parecía una buena idea...

Una vez más el relato de nuestra visita a la cuna de la cultura occidental, la filosofía y el souvlaki será objeto de otra entrada. Aquí soy el cronista de los viajes.





En el aeropuerto Elefterios Venizelos, a 30 km de Atenas recuérdese este dato, casi abrimos la valija por propia voluntad. La oficial ateniense apenas si se interesó por los dos cartones de cigarrillos y creo que quiso pedirnos uno pero, en pos de mantener el turismo, se abstuvo.
Antes de partir habíamos leído varios blogs, diarios de viaje, anecdotarios, comentarios de Trip Advisor y guías Michelin del siglo pasado. Yo había leído también a Platón, Jenofonte y Pausanias, pero resultaban un poco desactualizados... Uno de esos blogs, obra de un tal Matt, comentaba con perspicacia yanqui que en Atenas, en especial en el aeropuerto, abundaban los pickpockets, es decir, los carteristas, y que para ir a la ciudad era casi un suicidio tomar el metro o el bus. Mejor, añadía, era un taxi o... un gentil servicio disponible en su blog por el módico precio de...
Nos reímos de buena gana de los consejos del "americano", en especial el de llevar el dinero en un portavalores (disponible en el siguiente enlace...) o de colocar una trampa para ratones en el bolso de las señoras... sin mencionar el intento de darle un escarmiento a los amigos de lo ajeno colocando dinero falso (o billetes argentinos post Macri que es casi lo mismo) y fotos de gente enferma o mutilada en una billetera señuelo... para que los cacos reflexionen sobre su mal camino.
Como sea, risa o no, noticias alarmantes sobre la crisis griega, cansancio del viaje, lo cierto es que atravesamos (en especial quien escribe) el aeropuerto como la proverbial exhalación.
- Mirá, amor, una oficina de informes... ¿no querés que pregunte?...
- Dejá, ya tomé este folleto, dice todo lo necesario...
- Pero está en griego, mi cielo...
- Apurate, que ese tipo no me gusta nada...
- Creo es el chofer del
colectivo, mi vida.

Y subimos nomás al bus.

viernes, diciembre 11, 2015

Bitácora_de_vuelo: Pasajeros en tránsito

Bitácora_de_vuelo: Pasajeros en tránsito

Pasajeros en tránsito

Finalmente, todo estuvo listo. La ropa cuidadosamente empaquetada y sellada casi al vacío, los productos cosméticos de Sabrina, cargadores y adaptadores, las camperas para el frío de las tierras septentrionales (¿no parece parte de El Señor de los Anillos?), los alfajores Havanna, los infaltables kilos de yerba, el termo, el mate, la cámara...
Una vez más nos poníamos en marcha. Una vez más partiríamos rumbo a otro mundo, diferente y similar al nuestro.
Cierto temor nos acechaba. Cuando hicimos el viaje anterior no teníamos dudas sobre la situación económica, sabíamos las reglas del juego, los recargos por el uso de tarjetas y los plazos de pago. En esta ocasión es diferente; los azares de la voluntad mayoritaria nos imponen un gobierno de dudosa confiabilidad y precedido de una reputación poco favorable a aventuras como la nuestra. En especial para dos trabajadores. La política influye en nuestra vida más allá de nuestra voluntad individual.
Sin embargo, no nos falta audacia y si acometimos locuras mayores, como encarar juntos un proyecto de vida; ¡cómo no atrevernos a cruzar el océano rumbo a Europa!
Y ahora estábamos a punto de partir.

El armado de valijas, por raro azar o resignación, suele dividirse entre Sabrina y quien escribe. A cargo de ella está elegir la ropa, acomodarla, ubicarla de acuerdo a un preciso esquema que varía de vez en vez, encontrar lugares inverosímiles para acomodar objetos de imposible geometría y dudar hasta último momento si conviene o no llevar, digamos, esa remera que tanto le gusta o, en su lugar, la indispensable plancha para el pelo. Por mi parte, la tarea consiste en molestar, refunfuñar, ubicar un objeto totalmente inadecuado en un sitio completamente desperdiciado, refunfuñar de nuevo, insistir en llevar una camisa que uso desde hace treinta años, refunfuñar con mayores decibeles, proponer la conveniencia de agregar un libro indispensable (de 745 páginas), irme dando un portazo, volver y decir "sí, mi amor" en un tono que expresa exactamente lo contrario.
En esta ocasión, sin embargo, siento mencionar que no sólo refunfuñé apenas una vez, sino colaboramos de tal modo (o sea, obedecí de tal modo) que las valijas estuvieron armadas con dieciséis horas de antelación... ¡ya no somos los mismos de antaño!

Felices y acompañados por la totalidad de los cuatro miembros de nuestra familia, nos encaminamos hacia el Aeropuerto Internacional Islas Malvinas de Rosario; ¿por qué el aeropuerto de una ciudad del país tiene el nombre de una región ubicada en el otro extremo del mismo país? es una pregunta que sólo hará quien ignore la encantadora lógica argentina... pero resulta tan extraño como si dijéramos el Aeropuerto Bariloche de Córdoba...

Los viajes aéreos tienen un ritual específico que deben seguir todos los viajeros.

Primero se compra el pasaje, por supuesto, con rutas extravagantes y complejas que tienen que ver con la predilección, impuestos mediante, de ciertas compañías por determinadas ciudades.
En nuestro caso la ruta Rosario Atenas se dibujó según un patrón laberíntico, diría Lönnrot, que partía de la Cuna de la Bandera rumbo a Sao Paulo, de allí a Milán, de Milán a Roma y de Roma a Atenas, como si fuera una clase de cultura clásica. Cuatro aviones, cinco aeropuertos, otros tantos controles de aduana, medio día de ¿descanso?, corridas, una noche en vela y cuatro, o cinco, idiomas. El precio, sin embargo, valía la pena y la perspectiva de pasar por Milán para conocer "il Duomo" nos resultaba tentadora.

Y ahí estábamos, haciendo el "check in" en el Aeropuerto Malvinas que no queda sino en Rosario.

El "check in" es el primero de los rituales del vuelo. Uno pensaría que basta comprar el pasaje, con el número de asiento asignado, llegar media hora antes a la estación aérea, subir al aparato y partir, ni más ni menos que con el tren o el ómnibus... ¡nada de eso! Uno tiene que estar dos horas antes, hacer la cola en un mostrador, presentar el pasaje y esperar a que el empleado verifique los datos y nos permita... despachar la valija. Para abordar hay que hacer otra espera.

Viajamos con el mínimo equipaje... me corrijo, partimos con el mínimo equipaje; una valija grande y una valija pequeña que llevaríamos con nosotros en la cabina. Nadie sabe con cuántas valijas, bolsos, mochilas y ropa una sobre otra volveremos a la patria.

Hicimos, pues, el "check in", tomamos algo con mi hermana, mi suegra y mis hijos, nos despedimos con latina efusividad y entramos por una puerta vedada al no viajero hacia migraciones.

Controlaron nuestros pasaportes, nos inspeccionaron el equipaje de mano, nos hicieron sacar cinturones, zapatos y todo lo que pueda sonar en el detector de metales, nos sellaron los pasaportes, depués de tomarnos una foto, y pasamos a... no al avión, todavía, sino a la sala de espera.

Allí hay un invento demasiado peligroso que las buenas gentes evitan pues conocen sus acechanzas; el Free  Shop. Una tienda repleta de cosas caras y exóticas que se ofrecen a precio menor que en nuestro país (pero mayor que en el de origen) y que despierta exclamaciones incoherentes como "mirá, no lo puedo creer", "en Falabella está el doble", "... justo el que estaba buscando..." y similares.

Mi esposa, me duele decir, cayó en tales redes y yo mismo me entusiasmé con un modelito de la Enterprise que... pero mi sangre piamontesa pudo más y me senté a esperar que nos llamaran para abordar.

En ese momento una voz femenina se oyó por todo el aeropuerto: "Señor Gustavo Bessolo, presentarse en embarque".

Miré a mi alrededor y nadie más había sido llamado. En el mostrador una simpática joven me dijo: "La Policía Aeroportuaria quiere hablar con usted..."


CONTINUARÁ.