Desde joven sufro esta dolencia. Ha sido fuente de desilusiones, enemistades, tristeza. Ha sido, también, una pálida compañía de la cual es imposible desprenderme. Menos que una adicción y más que un vicio.
Desde joven fui capaz de escuchar. De entender ambos argumentos en una disputa, de poder ponerme en el lugar del otro (con cierta preferencia por el más débil o el más golpeado), de abrir mis certezas a otras certezas igual de posibles.
No es que careciera e ideas propias o de convicciones. Las tuve y las tengo, pero aún las más preciadas caen, no puedo evitarlo, bajo el escrutinio de la razón, son asediadas por los argumentos contrarios, dejo que sean probadas por el disolvente ácido de la crítica.
Esto, claro está, me ha valido sinsabores varios. Por empezar me impidió dedicarme al comercio; ¿cómo ponderar las virtudes de, digamos, una nueva lustraspiradora si era capaz de ver, también, sus falencias? ¿cómo decir que ese crédito a sola firma, aquel libro con todas las respuestas, cierta milagrosa solución a todos los problemas eran lo que proclamaban su reclamos, si,a la vez, sabía que eran una estafa bien urdida, un juego de palabras o un imposible porque los milagros no existen? Dedicarme a la religión de manera profesional tampoco era una opción; ¿podía predcar todos los domingos sobre la acción de Dios en la Historia y añadir, como nota al pie, "pero quizás no"í? Ni el marketing, ni el coaching ontológico, ni el fundamentalismo, ni siquiera el ateísmo podían ser posibles para alguien que padeciera, como yo, tal manáitica obsesión con la duda, con la crítica, con las puertas abiertas a otras ideas.
Por supuesto que fracasé en la militancia política. Del peronismo veía sus logros, pero era consciente de sus miserias, del radicalismo, bueno no es que tuviera tantos logros, pero en la tibieza no tiene sentido disentir. ¿La izquierda?, bueno, ya hablé de la religión. La derecha en sus diversas variantes era tan dogmática como su opuesta. El liberalismo me gustaba por temperamento, pero lo llevaba hasta sus últimas consecuencias y terminaba siendo marxista, que es la única posiblidad. El anarquismo, pintoresco y todo, se me antojaba un hermoso cuento de hadas.
No, nunca pude poner mi cabeza en una caja y dejar de pensar.
Critico a todos y todas con ecuménica amplitud. Ni los refranes se salvan, porque (como me enseñó mi viejo) siempre hay uno que contradice al otro.
El resultado es que los anti K me creen un furibundo defensor de Cristina porque señalo los logros económicos y sociales de su gestión (que sólo un necio podría negar) y los K sospechan que no soy "del palo" porque a veces dejo entender que el kirchenirsmo cometió más de un par de errores y que la líder a veces se equivoca, lo cual me parece que es más que evidente. Ambos, sin embargo, me desprecian porque pienso que la divisoria K y anti K es una de las mayores pelotudeces de este siglo pródigo en ellas.
Y eso que omito, por vergüenza, decir por este medio algunas cosas que pienso que van a contramano de los más entrañables mitos argentinos.
La duda es la jactancia de los intelectuales, dijo uno de los más cobardes milicos argentinos (¡y hay que hacer méritos para eso!); sospecho que ni él mismo sabía lo que queria decir esta peregrina frase que (era militar, vamos...) debió haber copiado de algún lado. Lo cierto es que la duda es mi forma de ser en el mundo, el Sitz im Leben (diria un exégeta... alemán) de todo cuanto pienso, digo, hago, maquino y escribo. Dudo de mí mismo, dudo de mis certezas, dudo de las tuyas y dudo de mi propia duda. Escepticismo se llama. O gataflorismo.
Algunos, los que no lo padecen,dicen que es una virtud.