Segunda parte:
Las islas son mías, sont à
moi, are mine…
Lo habían perdido todo. La Guerra de los Siete Años no
sólo despojó a Francia de su imperio colonial, sino que dejó a muchos colonos
sin hogar. Los hijos y nietos de franceses de la región de Acadia, en Canadá,
estaban entre ellos. En lo que puede calificarse como limpieza étnica”; más de
doce mil acadianos fueron expulsados de sus casas, quemadas, y de sus tierras,
confiscadas por el ejército británico. Los exiliados se dispersaron.
Entre ellos, algunos recalaron
en Bretaña, cerca de Saint Maló. Allí se encontraron con Louis-Antoine de
Bougainville, navegante, estudioso, uno de esos típicos productos franceses de
la era de la Ilustración. De
este encuentro surgió una idea y esa idea se convirtió en un proyecto:
colonizar unas islas deshabitadas en el extremo sur del Atlántico.
Una fragata y una corbeta, con
colonos de Saint Malo y tres familias acadianas, llegó a las islas en enero de
1764, pero no fue hasta el 5 de marzo que pudieron fundar su pequeño
establecimiento; Port Saint Louis, en la isla Soledad.
Un año después el francés
Boungainville regresó con más colonos. Así, en 1765, las islas contaban con más
de cien habitantes y una incipiente vida social. Un pequeño pueblo con un
obelisco en el medio de la plaza, según un plano cuidadosamente delineado.
La
ganadería, pues también trajeron vacas, ovejas y caballos, era su principal
medio de subsistencia. Sin olvidar la caza y la pesca. Última escala en mares
tormentosos y puerto seguro para balleneros en problemas, los colonos
aguardaban un próspero porvenir a pesar de la dureza del clima y el
aislamiento.
Aislamiento que no era tal,
porque en la otra isla…
En la otra isla, Gran Malvina,
justo un año después de la llegada de los franceses, había desembarcado el
comandante Byron, abuelo del célebre poeta. Byron iba comisionado por el
Almirantazgo para dar la vuelta al mundo aunque tan deportivo propósito era un
disfraz para encontrar las esquivas islas Pepys y reclamar las Falklands antes
que los odiados franceses.
Byron no halló las Pepys, lo
cual era lógico porque no existían, pero sí llegó a Malvinas; sin saber que ya estaban
ocupadas por sus enemigos del otro lado del Canal. Tampoco se molestó en
explorar; izó la Union Jack
en la isla Trinidad, al noroeste de la Gran
Malvina (en el otro extremo del archipiélago). Como buen
inglés, plantó un jardín y construyó un pequeño refugio donde dejó algunas
provisiones; bautizó al sitio Port Egmont, en homenaje a John Perceval, segundo
conde de Egmont y Primer Lord del Almirantazgo y después…
Después siguió su viaje; otra
expedición estaba en camino y ella se ocuparía de todo.
La nueva expedición inglesa,
mandada por John McBride, llegó a las islas el 8 de enero de 1766, dos años después que los franceses. Apenas
explorado el territorio se encontraron con los acadianos ya convertidos en
malvineros.
¿No había dicho el tunante de
Byron que estaban deshabitadas?
Mc Bride se hace el duro. Intima
el desalojo, amenaza, grita un poco… y se retira.
jugó a las escondidas con los colonos durante
un par de años. Unos en el este, otros en el oeste, se amenazaban, se medían y
permanecían en sus puestos.
“¿Islas?, ¿qué islas, ¿dónde?”,
debe haber dicho su Católica Majestad, Carlos III (el mismo de La Puerta de Alcalá) al
enterarse. Estas colonias, a las que había que aprovechar, sólo daban problemas,
pensó. Sin embargo, como todavía no habían inventado aquello de “el mal que nos
aqueja es la extensión”, decidió que, pequeñas y alejadas, las islas eran tan
parte de los dominios españoles como cualquiera. De inmediato cursó la
correspondencia a su primo de Francia, ambos eran Borbones, Luis XVI quien,
entretenido con María Antonieta, los gastos del Trianón y las minucias de la
relojería se sorprendió de que, todavía, les quedasen algunas colonias…
El asunto se resolvió de manera
expeditiva y amigable.
La colonia era entregada a
España, quien se ocuparía de fortificarla en previsión de un ataque inglés, y
Boungainville, como titular de la
Compagnie de Saint-Maló, recibiría una indemnización de más
de seiscientas mil libras francesas; bastante menos que cierto famoso collar
contemporáneo.
En las notas diplomáticas ambas
partes reconocen que las islas, ya Malvinas para siempre, eran posesión del rey
de España.
Port Saint Louis, ahora Puerto
Soledad, recibe a su comandante español. Todo estaba resuelto.
Bueno, todo no.
Como en esas historias
familiares de herencias, pleitos y derechos mal habidos, las islas seguían
siendo objeto de disputa.
Los ingleses seguían allí, en el
borde de la isla más occidental, obstinados en mantener el precario fuerte, y
jardín, de Port Egmont.
Para ellos, en palabras del
propio Lord Egmont, impulsor del asentamiento: “…estas islas son la llave
del Océano Pacífico…”; el comercio (contrabando) y la eventual guerra contra la
odiada España dependían de ello.
El gobernador de Buenos Aires, Francisco de Paula Bucarelli, se cabrea.
¡Quién se creen que son estos herejes!, y ordena una expedición formidable. Mil
quinientos hombres y cinco naves parten desde Montevideo hacia la fortaleza
extranjera, protegida por la fragata Favorite.
El capitán Madariaga, al mando, intima la rendición y promete respetar
las vidas de los soldados.
Somos británicos, le responden, we rule
the waves; Britons never will be slaves!
Madariaga, poco impresionado, ordena el ataque. Tres naves; la Santa Bárbara,
la Santa Catalina
y el pequeño Andaluz, abren fuego sobre el navío inglés. En tanto la Santa Rosa y la Industria, desembarcan cañones y tropa para sitiar al
fuerte… La batalla, empero, dura menos de lo esperado, una bandera blanca
tremola en lo alto del mástil de Port Egmont. Los británicos se han rendido. Es
el 10 de junio de 1770.
Los ingleses vuelven a casa y dan una versión ligeramente diferente del
asunto; cosa de salvar el honor. No sirve de mucho, la opinión pública se
indigna y el principal opositor del Primer Ministro se restriega las manos,
satisfecho.
En España tampoco están felices. Una guerra contra Gran Bretaña ¿justo en
ese momento? Consultan a Francia, el rey Luis les dice que no, ni soñarlo, con
los gastos que ha tenido redecorando Versailles… monsieurs, n' essayez pas.
Nadie quiere ir a la guerra,
nadie quiere ceder, nadie quiere perder el honor en esos tiempos tan diferentes
a los de ahora. Aunque no tan diferentes, después de todo; el Primer Ministro
inglés le dice al embajador español, en estricto secreto, que hay una manera de
arreglar el asunto sin guerras y sin tormentas políticas.
En 1771 ambos embajadores, el ibérico
y el británico, cruzan sendas notas.
El Rey Católico rechaza lo hecho
por Bucarelli y devuelve Port Egmont con sus mercancías y, supongo las plantas
del jardín, al Rey de la Gran Bretaña.
Aclara, sin embargo, que esto no significa un reconocimiento de derechos; las
Malvinas siguen siendo españolas… no sea que pase lo mismo que con el Peñón.
El embajador inglés, a nombre de
Jorge III (el mismo que perdería las colonias de Norteamérica y terminaría sus días
ciego, sordo y loco) acepta las
disculpas, no hace ninguna objeción y todos se estrechan las manos felices como
buenos diplomáticos que son.
Los ingleses vuelven a Port Egmont
pero no por mucho tiempo.
Tres años más tarde, la ya
reducida guarnición es evacuada por motivos de economía. Nadie, en esos
momentos, quería correr con los gastos de mantener una estación naval en el
extremo del mundo.
Precavidos, dejan una placa
recordatoria reservando ulteriores derechos sobre la isla, o las islas, que
nadie sabe bien lo que decía. Dicha placa fue llevada a Buenos Aires, robada
por Beresford en la Primera
(sería la Segunda
si contamos la que estamos relatando, la enésima si historiamos las guerras
entre ingleses y españoles) Invasión Inglesa y se perdió para la historia.
Se ha hablado, y hay documentos
que lo prueban hasta donde esto es posible, de un acuerdo secreto. Gran Bretaña
sólo había pretendido defender su honor y España, sin deseos de ir a la guerra,
aceptó el juego con la promesa de que, cuando todo se calmase, la base
extranjera sería desmantelada. Lo cierto es que el gobierno inglés acudió al ensayista
Samuel Johnson para minimizar la importancia de las islas y enfatizar que el
honor y los principios habían sido salvaguardados.
Puerto Egmont fue destruido por
orden del Virrey Vértiz y hoy es un sitio desolado, sembrado de cardos y propiedad
(como toda la isla Trinidad que ellos llaman Saunders) de una familia isleña;
los Pole-Evans.
Abundan los pingüinos, los
caranchos y, por supuesto, las ovejas. La población total de la isla asciende a…
4 personas, pero en verano son… 5 (¡es en serio!).
Aceptan turistas, desde ₤ 20 la
noche, y pueden visitarse las ruinas del fuerte, los corrales y avistar aves.
En 1776, sin embargo, las islas
eran una indiscutida posesión de España y la única colonia, Puerto Soledad veía
crecer su población hasta 150 personas.
Continuará.
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