El bus se llamaba X95, nombre de proyecto secreto o de marca
de ropa para talles especiales. El chofer, un tipo joven, nos hizo seña de que
subiéramos sin más preguntas. Así lo hacemos en parte por el deseo de llegar a
destino, pero mucho más por la cara de loco del muchacho. Historias de ira
helénica, desde aquella de Aquiles hasta las últimas manifestaciones, vienen a
mi cabeza mientras el vehículo se lanza a toda velocidad por una moderna
autopista.
Decir que el tránsito ateniense es caótico es una manifiesta
injusticia. Es un kilombo sólo comparable al endemoniado tráfico rosarino.
Magnificado por las pendientes, las calles zigzagueantes y la regla básica del
conductor ático: Δεν με νοιάζει (denmeniazhi o algo así, en italiano
diríamos me ne frego…)
Nuestro aqueo de blonda cabellera, cual personaje de la
Ilíada, se unió a la alocada embestida en una épica trayectoria de cuarenta o
cuarenta y cinco minutos desde el Aeropuerto hasta el centro de la ciudad. Las
colinas áticas, verdes a pesar del invierno, brillaban bajo un sol que jugaba a
las escondidas; nombres que sólo conocía como referencias librescas se
convertían en carteles indicadores: Himeto, Eleusis, Cefiso, Falero, Academia…
¡pero qué demonios es eso, en nombre de Zeus!
Todo el colectivo, doble coche, articulado, se detuvo. Un
embotellamiento particularmente intenso, pensamos. Gritos, imprecaciones,
invocaciones y maldiciones resonaron en el aire frío. Un carro, perdón, un
pequeño automóvil conducido por una digna dama ateniense ensayaba un retroceso
imposible según las leyes de la física. El ómnibus avanzó sin miedo por un
carril estrecho como el paso en el cual Edipo matara a Layo y la señora, como
la Esfinge, hizo un gesto críptico de carácter apotropaico. Sin importarle nada
la maldición de la señora, el conductor arremetió hacia adelante y un sonido,
como el γεγονα χαλκος ηχων η κυμβαλον αλαλαζον que dice
San Pablo, estremeció a todo el pasaje. A los pasajeros, quiero decir, porque el
conductor no se dio por enterado
mientras arrastraba una tira de tintineantes conos de color naranja por
la autopista…
Tras varias maniobras parecidas, casi
sin esperarlo, entramos por una gran avenida, un parque que ya conocía gracias
a Google Maps y, por fin, la Plaza
Syntagma (Sindagma pronuncian acá y significa Constitución). Nada más doblar,
estuvimos a punto de demostrar un teorema de manera elegante: dados tres
vectores de origen A, B y C su concurrencia simultánea en un mismo plano
provocan una intersección que determina un punto de encuentro. Nuestro ómnibus
fue parte de la demostración aludida junto a otro que venía por una diagonal
adyacente y un tercero que no alcancé a identificar. Fue tal la alegría, el
entusiasmo y la vehemencia de los conductores que de inmediato prorrumpieron en
coloridos gritos, de júbilo supongo aunque Sabrina insiste en que eran insultos…
De como llegamos al hotel, de las vueltas
que dimos, de la comprobación de que todos los caminos conducen a un mismo
punto… en especial si se camina en círculos, lo comentaré otro día.
Tras haber experimentado el avión,
decidimos ir a Santorini, una isla del Mar Egeo, utilizando otro medio de
transporte; el ferry.
“Don’t pay more”, nos dijo el señor de
la agencia donde compramos el pasaje y agregó; “the ferry is empty at winter”. Así que
adquirimos el pasaje más barato, después de caminar comparando precios, y el
lunes 14 de diciembre por la mañana nos levantamos temprano, dejamos nuestras
valijas en el hotel (eran dos entonces, ¡qué tiempos aquellos!) y partimos en
Metro hacia el puerto del Pireo.
El Pireo, el puerto más nuevo de Atenas (en efecto sólo comenzó
a ser usado en el siglo V antes de Cristo) y se trata en realidad de una ciudad
aparte que, por cierto, está hermanada con Rosario… otro famoso puerto, dicen.
Eran las siete de la mañana, invierno, y esperábamos encontrar
un ambiente sórdido, muelles solitarios, figuras embozadas y camiones con las
luces altas traficando quién sabe qué cosa… Un antiguo barco oscuro y dudoso oscilando
en un malecón húmedo y un capitán borracho
y barbudo como Haddock…
En su lugar salimos de una estación que parecía una versión
reducida y pulcra de Retiro (de paso, los Metros atenienses están entre los más
limpios del mundo), cruzamos un callejón oscuro y nos encontramos con una
moderna avenida, plenamente iluminada, flanqueada por panaderías repletas de
delicias helénicas; en especial unos maravillosos bastoncitos de queso. Tomamos
un café, compramos unas pocas provisiones y llegamos al muelle.
El Delos, así se llamaba, nos mostraba su popa. Tres
impresionantes portones que se abrían como bocas para recibir a los pasajeros y
vehículos que transporta por las islas Cícladas. A su lado estaba su hermano
gemelo, el Patmos, exhibiendo sus 145 metros de eslora (o sea de largo) y sus
23 metros de manga, es decir, de ancho. Ocho pisos de altura, capacidad para
2500 personas y casi 150 automóviles, o algunos menos cuando transporta enormes
camiones cargados, entre otras cosas, de árboles.
Nos aproximamos a uno de los portones, el más chico, y de
inmediato nos recibió el personal de a bordo, impecablemente vestidos, como en
un hotel, y nos invitaron a subir,
después del consabido kalispera (buenos días), por las escaleras mecánicas.
Después de dos tramos accedimos al lobby, donde se alineaban cómodos sillones y
los escasos pasajeros conversaban o deambulaban.
Nuestros pasajes nos daban derecho a sentarnos en las
butacas. Se encuentran ubicadas en uno de los costados del barco (estribor, o
sea a la derecha mirando hacia la proa), separadas por un mamparo con puertas y
dispuestas en filas de cuatro o cinco, como si fuera la cabina de un avión.
Unas pantallas pasan la televisión griega, en nada diferente a la nuestra,
salvo el idioma. Pasillo por medio está la boutique, que también vende perfumes
y libros, y más allá un restaurante de comida rápida llamado Goody’s (estilo Mc
Donalds pero más caro) y la sección “business” con otro resturant y butacas más
caras pero casi idénticas a las nuestras. A proa, un ventanal mostraba el mar,
todavía oscuro.
Recorrimos los dos pisos accesibles a los pasajeros, los
demás se reservan a las maquinarias y al transporte de vehículos y mercaderías,
paseamos por las cubiertas de los camarotes, por la cubierta superior y,
finalmente, por la popa donde se concentraban gran parte de los escasos
viajeros.
Observar el momento de la partida fue toda una experiencia.
Los camiones entrando, los portones que se elevaban, un pasajero que llegó
tarde (¡y no éramos nosotros!) y debió brincar sobre la rampa en movimiento, el
sonido de sirenas anunciando que zarpábamos… Las hélices agitaban el mar. Una estela
más clara, casi celeste, de espuma y agua se dibujaba detrás del buque. La
Aurora de sonrosados dedos acariciaba las cumbres del Himeto cuando salimos del puerto y comenzamos
a navegar las aguas del Golfo Sarónico.
Dejamos la bendita Salamina, y el islote de Psitalia, a la
derecha, Egina se deslizó frente a nosotros y bordeamos la península del Ática
con rumbo sur sureste.
Navegamos toda mañana. Después de un par de largos días en
Atenas, aprovechamos para descansar. Cuando despertamos, habíamos llegado a
Naxos, la mayor de las Cícladas, donde Teseo abandonó a Ariadna y ella,
solitaria, aceptó el cortejo frenético de Dionisos. La isla se mostraba en toda
su belleza, las colinas bañadas en el sol invernal, el puerto de aguas
intensamente azules, las casas blancas colgando en farallones vertiginosos y la
calma, la serenidad de un día cualquiera en aquel mar sin tiempo.
Paros fue nuestra siguiente escala. Nos recibieron las
ruinas de un templo, una puerta solitaria en la cima de un promontorio, y otra
vez las casas brillantes. El sol, ahora, jugaba a las escondidas detrás de
nubes cada vez más espesas. Y seguíamos ahora con rumbo decididamente sur.
Y entonces, después de un tiempo que no quisimos medir,
apareció ella. La isla de los muchos nombres; Strongyle, la redonda, Kalliste,
la hermosa, Qera, parece, para los súbditos de Minos, Thera en los tiempos de
la colonización dórica, Santorini, para los señores del ducado de Naxos durante
el Medioevo y miles de años antes, quizás Atlantis, ese esquivo sueño
platónico.
Una isla rocosa, oscura, larga a babor. Un precipicio
cortado a pique, blanco hasta la mitad, negro sobre rojo al caer en el mar,
casas deslumbrantes, blancas, e iglesias de cúpulas azules, a estribor. El mar,
oscuro, profundo, sereno que iba quedando encerrado por esos dos brazos que
forman la entrada a la caldera de la isla.
Porque eso es Santorini. Un volcán en medio del Mediterráneo.
Cuatrocientos metros por debajo de nosotros el mar oculta fuegos subterráneos,
chimeneas de magma y la posibilidad de un súbito estallido que vuelva a
partirla en tres como lo hizo hace tres mil seiscientos años atrás. Frente a
nosotros se alzaba la prueba de que el monstruo sólo duerme: dos islas formadas
de escoria, piedra pómez y lava; Nea Kameni, aparecida en el siglo XVIII, y
Palea Kameni, que data de comienzos de nuestra era.
El barco navegó con la seguridad y la calma de un trayecto
realizado cientos de veces, pero evitó con respeto el anillo de boyas que
marcan el sitio del naufragio de un fastuoso crucero en 2007.
Atracamos en el puerto de Athinion; un pequeño espacio entre
el mar y los acantilados que se alzan a trescientos metros de altura. Allí
subimos a un colectivo que, por caminos de cornisa sobre el mar, nos condujo a
la ciudad de Fira, capital de la isla. Aferrada a la cámara, Sabrina recordaba con
afecto a la madre de nuestro digno, obeso y pelado chofer.
El regreso, después de tres días maravillosos, fue al
atardecer; en el automóvil de Vasilis, nuestro anfitrión en el Hotel Georgia.
Silencioso y a gran velocidad descendió en pocos minutos en vistosos zig zags
que, siempre, terminaban con un auto (a veces un camión) viniendo en sentido
contrario al cual esquivaba a tan corta distancia que podrían haberse
estrechado las manos. En el muelle no encontró otro lugar donde estacionarse
que no fuera justo a pocos centímetros del borde, un poco más y abríamos la
puerta directamente sobre el mar.
Y así, después de abordar una vez más el ferry, navegar de
noche con el mar un tanto intranquilo, cenar en Goody’s y descubrir que incluso
un barco tan imponente se mece al capricho de Poseidón, volvimos a Atenas.
Nuestro regreso en Metro estuvo marcado por una transgresión involuntaria: nos
colamos sin pagar… pero esa es una historia que contaré otro día.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario