II
Me
dí vuelta murmurando una excusa en una lamentable caricatura de
argentino, inglés y francés... Desolé,
ye ne sé pá que estaba forbidden acá...
La mano pertenecía a una chica, rubia, menuda, con el
trajecito azul del personal del museo. No tendría más de dieciocho
años y, me tranquilizó, sonreía. Se llevó el índice a los labios
y me indicó que guardara silencio. Comenzó a caminar por la galería
y, sin saber por qué, la seguí. Supuse, supongo todavía, que era
una estudiante realizando una pasantía. Creí, pero me equivocaba,
que me llevaría con un superior para explicar mi inconducta...
Atravesamos salas donde cada vez había menos gente. El
museo tiene algunas secciones en reparación y gruesas puertas marcan
esos límites, mi guía las atravesó sin problemas, con un ligero
empuje de manos, observé que sus dedos eran largos y finos, y yo la
seguí. Cada tanto se daba vuelta, volvía a sonreír, de manera
infantil, como si fuera un juego, y se detenía hasta que yo llegaba
a su lado, luego retomaba su paso ágil, seguro.
Al final se detuvo en una sala despojada de todo adorno
y carente de cuadros, esculturas o vitrinas.
Las ventanas mostraban
la lluvia sobre el Sena, la tarde que se deshacía en nubes rosadas,
el brillo de
las luces sobre la “rive gauche”...
En la sala, austera y todo, había un sillón de alguno
de esos estilos que no conozco, pongamos Luis XV, y la chica me
indicó que me sentara.
Bueno,
pensé, ahora
viene el director del museo y me clava una flor de multa. ¿Aceptarán
la tarjeta? Porque,
rebusqué en la billetera, de
efectivo no me quedan más que cinco euros... y en monedas de veinte
centavos...
No vino nadie.
Pasó un largo rato, la piba me miraba con curiosidad y
algo más que no podía percibir. Yo evitaba cruzarme con esa mirada,
jugaba con el celular, miraba las molduras del sillón, sonreía y
hasta intentaba decirle algo en alguna de las muchas lenguas que
hablo... mal.
Ella nada. Su sonrisa era extraña, entre desvaída y
ausente, me recordaba otra sonrisa que, tampoco, era capaz de
recordar.
Frustrado, hice un gesto como si fuera a incorporarme y
cambié la sonrisa por una de mis dos expresiones de enojo, la
correspondiente a: maestro retando a los alumnos, nivel uno.
Ella
dejó de sonreír y se movió, como dejándome libre la puerta. Sin
otro gesto era, sin embargo, una clara invitación; podía retirarme,
si quería. Entonces me dí cuenta de que era ese “algo” que se
sumaba a su curiosidad; me estaba midiendo, quería saber hasta donde
era capaz de llegar, como si fuera una prueba para andá
a saber qué...
Puse
en stand
by
la cara de enojo y me acerqué a la piba, me aclaré la garganta como
para dar comienzo a un discurso cuando ella, en un castellano casi
sin acento, pero que me recordaba al italiano me dijo, con una voz
suave y algo pretenciosa:
Nadie
te creerá, pero eso no importa ¿verdad?
Comencé a decir que no sabía de que hablaba, que qué
se proponían (no sé por qué usé el plural), que llamaría a la
embajada o algunas otras frases que expresaran claramente mi,
injustificada, indignación, cuando ella giró la cabeza hacia la
puerta que se abría. Por el rabillo del ojo vi que hacía un gesto
de aprobación, pero la figura que entraba me hizo olvidar cualquier
otra consideración que no fuera la sorpresa.
¡Así
que me trataste de mentiroso!, sí, Gustavo, a vos te hablo.
¡Mentiroso! ¿En
qué revolución estuvise, para decir esas cosas de mí?
El tipo, era un tipo, que entraba tendría poco menos de
treinta años, apenas un esbozo de barba, un elegante bigote,el cabello revuelto y patillas de otra época.
Tanto como su traje...y la galera que dejó sobre un escritorio.
A pesar de sus palabras (dichas en puro
argentino), se reía y estaba claro que se burlaba, amigablemente,
de mi sorpresa.
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