I
El Museo
del Louvre no es grande, ni siquiera inmenso, majestuoso o
deslumbrante. Estas son palabras vanas que no alcanzan a dar cuenta
de ese universo múltiple que es aquel antiguo palacio en el centro
de París.
Desde
que era un solitario
adolescente en permanente diálogo con gente que sólo vivía en los
libros solía detenerme en las imágenes del
piadoso Gudea, de
los fieles Horacios,
del
mentiroso Delacroix o de La Bella Gallerani, y
leer, en el epígrafe, su
ubicación en el mundo: París,
Louvre. Estar en la
misma ciudad que ellos y no visitarlos no era sólo una descortesía
sino también un despropósito.
No
relataré el paseo, apenas interrumpido por un café con dos masitas
que eran una obra de arte a
juzgar por el precio, sino
apenas un episodio de cuya duración no puedo estar seguro.
Debajo
del museo, que una vez fue palacio, están las ruinas del castillo
medieval; foso, bases de los torreones, cisternas que quien sabe
dónde conduzcan... Transgrediendo las normas, aproveché la ausencia
de guardias, el punto ciego de una cámara de vigilancia y un hueco
entre las barandillas para explorar un poco más.
Crucé
una arcada, piedras de ocho siglos, y seguí un muro apenas
iluminado. Giré, no sé muy bien donde, prendí el celular para ver
mejor y creí distinguir unas personas a la distancia. Me dije que
debían ser visitantes en el Ala Denon, ubicada a mi derecha según
me parecía, y decidí ir hacia ellas, terminada mi exploración no
autorizada. Con mi mejor cara de inocente saldría al pasillo, me
sumaría a los turistas y “aquí no ha pasado nada”.
No
era tan simple. En un área arqueológica no hay pisos pavimentados,
los túneles suelen ser engañosos, el sentido de la orientación se
pierde cuando se está debajo de la tierra, lo que sea. Demoré una
eternidad en llegar a donde estaban las personas y, cuando iba a
salir a la luz, una mano se posó sobre mi hombro.
Continuará...
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