¿Delacroix?,
repetí alelado (hacía rato que quería usar esa palabra), ¿Eugene
Delacroix, el pintor?
Asintió.
Mentiroso,
mentiroso porque no estuve en las barricadas de los Tres Gloriosos
pero me pinté igual, guiado por la Libertad, linda mina por otra
parte,
y me guiñó el ojo. Vos
te las das de escritor, o sea, de mentiroso profesional, y andás
buscando la paja en el ojo ajeno...
Y se largó una carcajada que pareció resonar por toda la
habitación.
La piba seguía sonriendo, ¡esa sonrisa!, ¿dónde
había visto yo esa sonrisa?, pero ahora más divertida que atenta a
mis reacciones.
No
entiendo,
dije, ¿esto
es una broma?, ¿un espectáculo montado para los turistas?, ¿la
mala copia de una película de Hollywood?
Ni la piba, ni Eugenio, respondieron.
La
puerta volvió a abrirse y entraron, en tropel, una multitud de
minas en bolas,
digo de mujeres con
escasa ropa, tan teatral era
aquel despliegue que las reconocí de inmediato; Las Sabinas,
dije.
Ellas
sonrieron y se pusieron en pose frente a la ventana. En eso,
apresurado, entró un tipo de rostro serio, con un lápiz en la mano
derecha.
David,
me susurró Delacroix.
¿El
peluquero?,
pregunté tontamente; todavía recordaba las vidrieras que había
visto con mi compañera.
David
dio algunas indicaciones, trazó unos bocetos y se fue a completar su
trabajo a un cuarto vecino. De inmediato las chicas se relajaron,
unas se vistieron, hacía frío, otras se pusieran a jugar con otros
chicos, un par comenzó a charlar animadamente (señalaban a una
tercera en un claro indicio, más allá de los tiempos y lugares, de
chisme) y algunas empezaron a tejer.
Me
extrañó que personajes clásicos se comportaran de esa manera pero,
cuando iba a comentarlo con Eugenio o con la piba, entró
un joven dios. Impresionante, mayestático, con paso elástico y
mirada olímpica. Era
griego, sin dudas, pero lucía un extraño atavío egipcio.
Al
verme sintió curiosidad y me hizo señas de que me acercara. Me
aproximé con comprensible temor, medía casi dos metros, mientras él
me hacía un gesto de calma. Me preguntó por mí, por mi patria, mis
costumbres... circunstancias que el lector conoce o que no tienen por
qué interesarle. Por su parte me dijo que era un griego de Asia, que
era esclavo del Emperador (¿pero no lo somos todos?, agregó) y que
había tenido la desdicha de ser bien parecido. El gobernante del
mundo, continuó, se había enamorado de él y desde entonces su vida
había sido un paraíso y un infierno (¿no lo son todas, acaso?).
Había momentos, me dijo, en que no podía imaginar la vida sin él,
sin su Adriano, momentos en que tanto amor era insoportable. Y una
noche, en el Nilo, él, Antinoo, griego y hermoso, decidió que nunca
envejecería, o que no se expondría a perder ese amor, o que no
podía
continuar al lado de un ser tan voluble y poderoso. Las aguas del río
curaron todos sus males... para
siempre.
Hubiese
querido seguir hablando con él, pero otros más entraban a la sala.
Mujeres,
niños, guerreros, artesanos, ceramistas, pintores, campesinos,
mercaderes, sacerdotisas, pescadores, esclavas, pastores...
Ningún
rey, ningún dios auténtico, ningún “personaje célebre de la
Historia Universal”, salvo uno o dos con historias tan tristes como
la de Antinoo.
Se
lo comenté a Delacroix quien se encogió de hombros. Al fin y al
cabo él sí volvía a la vida y era demasiado burgués para
preocuparse por otros. Cada
uno en lo suyo...
pareció decir y se fue a conversar con Ingres y Leonardo.
La
pibita, la joven que me había guiado, fue quien habló.
¿Sorprendido?
¿Pensaste
que las pinturas, esculturas y todo eso volverían a la vida?
No,
estimado, no es así. Ellas tienen su propia inmortalidad; mudas,
estáticas, idénticas a sí mismas, siempre. Es su destino, ni un
premio, ni un castigo.
¿Entonces
no eran reales..?,
comencé.
¡Claro
que sí!
Tan
reales como las modelos que David eligió para sus cuadros, o los
sentimientos profundos que hicieron que Antinoo siguiese habitando
ese cuerpo de mármol, o el amor que pusieron quienes hicieron los
miles de objetos, muertos, que están en estas salas. Ellos, ellas,
las personas son quienes permanecen.
Miré
entonces a mi alrededor.
El
Museo estaba lleno de gente, turistas, hubiera dicho un observador
superficial.
Una
mirada más atenta, una mirada reposada, descubría otra cosa.
Egipcios
de la primera dinastía, o antes quizás, con su faldellín y sus
cabezas rapadas, cocinando ante una chimenea rococó.
Sumerios
de cabello negro enseñando sus tablillas de barro a rudos guerreros
asirios.
Levantinos
abigarrados, circunspectos camelleros que conocieron a Bahira y a
Mohammed, dignos funcionarios bizantinos, curanderas de las montañas
de Cilicia, cruzados, asesinos de Alamut y mercaderes de Brujas
endosándose letras de cambio de los templarios.
Un sacerdote de
Tikal mostrándole sus cuentas a Hipatía de Alejandría. El
quipucamayoc de Tiahuanaco relatando una historia a un joven esclavo
yoruba...
Obreros
del París revolucionario, tejedores de Silesia y leñadores de
Renania discutiendo en un apasionado mitín al pie de la, inmóvil,
pintura de Luis XIV. Tres alemanes, uno de ellos fumaba
prodigiosamente, los escuchaban con atención.
Eran
ellas y ellos. Los artesanos, los que guisaron la cena del
victorioso, las que vendaron las heridas del hoplita derrotado, los
que figuraron en el desfile de la victoria, los números de las
crónicas, los hacedores.
Ellas
y ellos los escogidos, los que recuperaban el Museo que era suyo por
derecho de creación.
Y
se acercaban.
Y
hablábamos en un lengua hecha de sueños y deseos y frustraciones y
pequeños triunfos.
Y
si los turistas japoneses o los nuevos rico rusos se extasiaban ante
los clásicos, este proletario sudamericano tenía el raro privilegio
de conversar, mano a mano, con los verdaderos personajes históricos.
Aquellos que los libros no recuerdan.
Beatriz,
dijo alguien y entonces reconocí a la chica, se hace tarde. El
viajero debe volver y, además, Dante y Virgilio te esperan...
Ella
asintió, con esa sonrisa que Leonardo hubiera querido captar, y me
tomó de la mano.
Me
despedí de un maestro de escuela que deploraba la política
educativa de Ptolomeo y alcé por última vez a un niño de Judea
muerto en el siglo I ante la indiferencia de su dios.
Me
alejé llevado por Beatriz.
Caminé
por los pasadizos subterráneos.
Ella
me dio un suave beso en la mejilla y desapareció.
Trepé
el parapeto y parpadeé, perplejo, ante la luz; a mi lado una pareja
se prodigaba caricias que fingí no ver.
La
noche había llegado.
Dejé
el Louvre por calles de nombre desconocido, que brillaban bajo la
persistente llovizna.
Después
de caminar sin rumbo me dirigí a un pequeño restaurante argentino,
donde me esperaban una buena amiga, su esposo y mi compañera.
Cenamos unas riquísimas empanadas.
¿Qué
tal el museo?,
me preguntaron.
Me
perdí,
dije...
1 comentario:
Como soy un amante del arte trato de ir a distintos museos para poder apreciar el trabajo de artistas reconocidos de todas partes del mundo. Me gustaría poder conseguir pasajes a paris para poder ir al Louvre que es uno de los museos mas reconocidos
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