Habla de desgranamiento escolar, de baja de matrícula, de pibes expulsados del sistema educativo. Ensaya, más bien afirma con cierta suficiencia, diagnósticos y respuestas.
El militante, de origen cristiano, nos dice que la escuela proscribe las diferencias de las chicas y chicos “pobres”, exige de ellos el cumplimiento de ciertas obligaciones que son incapaces de cumplir, los somete a exigencias imposibles y termina por lanzarlos a la calle, provocando que abandonen esa institución, la escuela, incapaz de comprender las diferencias. La imagen es conmovedora; los chicos huyen de las aulas, espacios cerrados, no democráticos, tristes y represivos. “"No pueden soportar la exigencia de la excelencia y se quedan en el camino”, nos dice otro militante de la misma cantera ideológica, “Son los chicos que están en los bordes, en el costado y en realidad son incluidos pero no integrados”, apunta en una frase tan cierta como vacía de contenido.
El militante resume claramente su postura; la escuela no los comprende; son los pobres.
El pobre es una categoría de raigambre cristiana.
Ya en tiempos del Nuevo Testamento se lo menciona y resurge de tiempo en tiempo en el discurso religioso católico.
El pobre es aquel que es centro de la predilección divina, aquel que ha sido despojado, “humillado y ofendido”, y que no tiene otro vindicador que el Señor.
El pobre es aquel que se pone en las manos divinas y espera todo de Él.
El pobre es quien salvaguarda ciertos valores que los otros, los no pobres, han perdido al adquirir riquezas.
El pobre es el elegido.
El pobre es, también, el otro que interpela a la sociedad satisfecha.
Objeto y no sujeto del accionar de las buenas gentes; llámense Damas de la Caridad o Promotores Sociales. El pobre es alguien que padece, alguien incapaz, alguien careciente, diferente y víctima a la vez. Inocente, inimputable, eje de la acción de las conciencias que se remuerden.
En los años formativos de este militante social, años de utopías y esperanzas, el cristianismo elaboró una ideología en la cual la imagen socialista del proletario se convertía en El Pobre. Con derroche de erudición, multiplicando las citas de la Biblia (y ocultando aquellas que revelan lo que decía Don Ata: “que Dios almuerza en la mesa del Patrón”), buscando apoyo en el marxismo europeo, en la antropología y en las corrientes más profundas del pensamiento latinoamericano; los “cristianuchis” (como les decían los militantes agnósticos) construyeron un poderoso mito; la Teología de la Liberación. La aceptación por parte de la izquierda de estos “compañeros de ruta” y la furibunda crítica de la derecha, expresada en fulminantes sentencias de la Santa Sede, contribuyeron a su prestigio. El indudable valor de que hicieron gala sus mejores cuadros, su entereza y su entrega que llegó hasta dar la vida, la aureolaron de una más que merecida estimación que trascendía su endeble estructura.
Durante todo este tiempo no era de buen tono criticar a estas mujeres y hombres, militantes, comprometidos con las causas populares. Durante muchos años vivieron a la sombra de un bien ganado respeto; su solo nombre era, muchas veces, garantía para un subsidio estatal o aval para crear un centro comunitario. Amigos de los pobres, como en aquellos viejos eslóganes de las revoluciones premodernas, comprometidos con el pueblo, heroicos, maravillosos… pero también autoritarios, ilustres y mesiánicos.
En el discurso de estos militantes el pobre es un objeto de piedad, no importa que invoquen a la promoción social, la conciencia de clase o, últimamente, la construcción de ciudadanía, el pobre es un careciente, una persona que debe ser ayudada, pues ha caído, un ser incapaz de valerse por sí mismo. Ellos, identificados con lo que llaman la kénosis de su Mesías quien “se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y … se humilló a sí mismo”, han descendido desde su lugar social para acercarse al pobre, para defenderlo, para protegerlo, para indicarle, también, cuál es el camino que debe seguir “para ser salvo”.
Ellos le enseñan al pobre su pobreza, le muestran su opresión y le instan a terminar con esta situación de injusticia. Lo invitan a formar aburridas comunidades donde leerán la Biblia en clave social, comentarán lo mal que se vive y se irán a su casa sin el incentivo que ofrecen los pentecostales de, al menos, esperar un milagro. Lo saturarán de información, pero desgarrados entre su pertenencia a una Iglesia que los desprecia y una lúcida conciencia social, no serán capaces de instarlos a participar neta y claramente en procesos de cambio. Son Mesías sin un Reino de los Cielos que prometer.
El pobre es, para este militante, alguien que está por debajo de él; nunca lo escogería como amigo y ni siquiera sabe como hablarle, aunque es capaz de dictar cátedra a otros acerca del tema. Vive en el barrio como una opción, imponiendo su presencia ajena y marcando su generosidad. Es heroico, claro, pero vacío.
El pobre es, también, objeto de su misericordia, no hay verdadero amor, no existe legítima igualdad, por el contrario, hay compasión, lástima, vergüenza e ingenuidad. Y con razón se ha dicho que son “los misericordiosos los que cometen las mayores necedades”.
Respecto de la escuela el militante mantiene una posición ambigua
En el fondo la desprecia porque es característico de cierta corriente cristiana el odio a la inteligencia, y esto es más que manifiesto en aquellos que han llegado a ser intelectuales dentro de la Iglesia ligada a los sectores populares. Se sienten culpables y proclaman su desconfianza hacia toda sabiduría como un modo de expiar de esa culpa original; el saber. No en vano el árbol prohibido era el del Conocimiento.
Por otro lado reconoce el valor de la escuela como lugar de reunión social que supera, obligatoriedad mediante, a la capilla del barrio o al centro comunitario. En la escuela encuentra público para su prédica, colaboradores de su cruzada y un ámbito para congregar al redil. No es, tampoco, casual, que la imagen del cristiano sea una mansa oveja.
Así pues la escuela no es el lugar donde se construye conocimiento, porque el pobre, argumenta, no necesita conocimiento sino revelación. El pobre debe recibir ciertas verdades dogmáticas que, dice, son más importantes que cualquier saber instrumental. En la escuela hay que trasmitir valores de solidaridad, cooperación, abnegación y misericordia; la matemática, la lengua, las ciencias son, a lo sumo, molestos complementos de esa tarea fundamental: la liberación del pobre.
La escuela debe parecerse a un patio de juegos sin reglas, a un lugar donde la bondad natural del pobre “sin pecado concebido” aflorará espontáneamente… y si no lo hace allí están los militantes sociales para, sermón mediante, conducirlo a la buena senda.
La escuela debe ser un lugar de reunión para todos los excluidos, a los que debe tratar como lo que son; carecientes, discapacitados, objetos de piedad e irresponsables de sus actos.
La escuela, en fin, debe estar compuesta por docentes a los que no les preocupe la enseñanza de contenidos científicos, que desprecien profundamente el saber y que, esgrimiendo un supuesto discurso crítico, trasmitan la buena nueva a los pobres.
En una mirada superficial la praxis del militante parece progresista.
Habla en el mismo lenguaje de los filósofos críticos, de aquellos que aspiran a transformar el mundo, y semeja tener la misma meta: el Hombre Nuevo.
Denuncia la injusticia.
Promueve la equidad.
Defiende los Derechos Humanos.
Canta versiones cristianas de las viejas consignas de los revolucionarios y hace un lugarcito para Marx y el Che en el altar de la capilla.
Nada más lejos, sin embargo, de un compromiso revolucionario. Él, seguramente, no lo sabe, pero su accionar termina siendo tradicionalista en las formas y reaccionario en los objetivos.
No busca mujeres y hombres libres, sino mujeres y hombres que actúen según su particular visión de lo que debe ser, no pretende fomentar una conciencia crítica (por el contrario, y como buen religioso, no soporta el disenso) sino conciencias moldeadas por una prédica moral, no quiere personas capaces de tomar su destino en sus propias manos, sino adultos siempre dependientes de la palabra del otro, que casualmente es él mismo.
Por supuesto que no son estos sus objetivos declarados, claro que negará enfáticamente que le quepa esta descripción, evidentemente refutará estas conclusiones y, con todo, no hay nada más evidente.
El pobre, nos dice, huye o es expulsado de la escuela. Es que la escuela quiere enseñar y el pobre no necesita otra enseñanza que la de los valores. La escuela exige un rendimiento, pero el pobre no puede rendir porque es un discapacitado, la escuela proclama un método, pero el método es fruto de la inteligencia, y el pobre no posee inteligencia, o posee otra, de orden diferente, que debe ser contemplada con misericordia, la escuela, en fin, pretende el esfuerzo personal, pero el pobre, ya suficientemente castigado, no es capaz de esforzarse porque carece hasta de fuerza.
Es así que el militante se explaya contra la escuela expulsiva y hace uso, y abuso, de los viejos mitos populistas. Es así que el militante, cuando hay un pobre que descuella por su inteligencia, su capacidad, o su esfuerzo, intenta captarlo para su causa, haciendo que abandone el estudio a favor de la militancia, o lo deja de lado pues él, como Cristo, ha sido enviado a rescatar a la oveja perdida… que las demás se arreglen como puedan.
Y lo más terrible de todo esto es que su solicitud con la “oveja” no genera más que resentimiento en ella, a nadie le gusta ser objeto, ni siquiera objeto de la solicitud de otro.
Alguna vez el militante social debería preguntarse qué papel cumple su paternalismo en la violencia cotidiana… sospecho que, como es inteligente, se sorprendería de la respuesta.
Nada más lejos de todo esto que el ideario socialista.
Un ideario que rechaza, por igual, dogmatismos y sermones. Un ideario que habla tanto al corazón, indignado ante la injusticia, como a la inteligencia (“Estudien mucho para poder dominar la técnica” decía el Che), un ideario, en fin, democrático, que no proclama la piedad o la compasión, sino la justicia, que no habla de “pobres”, sino de trabajadores, que no necesita dioses, mucho menos salvadores, sino protagonistas.
POST DATA
No ha sido agradable escribir este artículo.
Alguna vez fui parte de aquella gente y aprendí mucho de ellos. Luego dejé de lado dioses y mitos, con los que ahora, tal vez, ajusto cuentas.
Si los que participan de este modo de pensar llegan a leer estas palabras sin duda se indignarán, con su característico autoritarismo (el gen católico romano pesa demasiado) intentarán imponerme sus sanciones, muchos buscarán sus términos favoritos para motejarme y podrán preguntar, con sorna, ¿de dónde viene éste a darnos lecciones?
De antemano digo que tienen razón, no pienso defenderme porque lo sé inútil, un debate tal vez sería interesante pero dudo mucho que quieran tenerlo, su idea de intercambio de ideas es la rendición absoluta del otro; la conversión… y yo no soy bueno haciendo el papel de Galileo.
Que quede claro, sí, que los respeto muchísimo; han hecho mucho bien y la vida ha sido mejor donde ellos han estado. Han sido heroicos y abnegados, comprometidos hasta límites a los que pocos somos capaces de llegar (yo no, desde luego) y han debido sacrificar demasiadas cosas en el camino, quizás por eso son tan intolerantes con los que no queremos hacer nuestra kénosis. No obstante todo mi aprecio, debo decir que en poco han contribuido a la liberación de los “pobres”; no han hecho más que remachar sus cadenas.