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viernes, julio 23, 2010

Como me convertí en Héroe de la Unión Soviética Final


 Última parte del cuento.
Epílogo Regreso al Futuro

Han pasado cuarenta y ocho años desde que me fui.
El Tupolev 445 de Aeroflot me lleva con rapidez al Aeropuerto Internacional de Ezeiza, es el 23 de julio de 2010, tengo noventa años, casado, con tres hijos, seis nietos y no recuerdo cuantos bisnietos. Dos veces héroe de la Unión Soviética, ahora retirado pero consultado de tanto en tanto por los Primeros Ministros de los diversos estados socialistas (incluido el obsecuente del camarada Tony Blair), con una hermosa dacha a orillas del Egeo (mi única condición cuando Rusia obtuvo Estambul y la Turquía Europea) y rodeado del afecto de miles de camaradas en todo el mundo. Mi último viaje fue a los ex Estados Unidos, para asesorarlos en su desastrosa política económica.

Llevo cuarenta y ocho años evitando acercarme a mi patria, incluso cuando los ministros argentinos viajaron a Moscú para refinanciar la deuda externa (el FMI se trasladó a la URSS en 1990) rehusé encontrarme con ellos. Ahora no tiene importancia, ahora puedo regresar.

Hasta el aire era diferente cuando aterrizamos. Dejé que el resto de la comitiva se encontrase con el Presidente Zamora para gestionar la franquicia (desde 1970 ya no exportamos la revolución, simplemente concedemos una franquicia y ellos corren con los gastos) y me escabullí, en mi silla de ruedas, hasta una salida lateral.

¡Qué diferente la Buenos Aires de 2010, de la Buenos Aires de 2010 que yo recuerdo!
¿Mejor o peor? No puedo decirlo, son socialistas desde hace poco y los cambios suelen ser lentos. Por lo pronto no veo villas miseria, ni tampoco grandes autopistas; ¿parece bueno, no?

Un automóvil me lleva velozmente hacia el norte, busco una ciudad y una dirección que cuidadosamente he evitado desde que pude conocerla; allí podré hacer un definitivo balance de mi vida...
Pienso en todo lo sucedido en estos más de cincuenta años.

La Unión Soviética es la primera potencia mundial; una potencia, debo decirlo, no siempre justa, ni demasiado democrática, pero que es admirada (e imitada) en todo el mundo. Los valores del socialismo siguen vigentes, pese a las “cestitas festivas” y el auge de Redinter, la conexión mundial de computadoras que revolucionó la manera de comunicarse, incluso parece que la rebeldía de izquierda se potenciase a medida que pasa el tiempo. Y, después de los que creé en los años 70, tenemos nuestros propios grupos contestatarios, surgidos espontáneamente y a los que no podemos controlar. Los partidos están en descrédito, es verdad, y quizás no sea ajena a esto mi costumbre de dar regalos a sus presidentes, secretarios y demás, pero los soviets se han independizado de ellos y cada día se hacen más rebeldes a nuestras directivas.

Todavía no hice del fútbol una pasión, pero estamos en eso, desde 1978 (cuando el mundial en Rusia) tenemos periodistas deportivos perfectamente imbéciles, algo es algo...

El resto del mundo es socialista o está en vías de serlo, la Argentina, junto con Papúa y Andorra, eran los únicos estados capitalistas que quedaban y ahora los tres compraron la licencia para ser considerados oficialmente marxistas, así que por ese lado ya no hay problemas. Quedan, podrían decir, los Estados Unidos, já, por favor, ¿alguien puede pensar seriamente que esos cuarenta y pico de estados semiindependientes puede contar para algo?, tienen suerte si no se los incorpora México en un par de décadas...

Hace poco volví a ver al Che, no lo hacía desde el 68, no hablamos de política, simplemente jugamos al ajedrez, pero antes de irme me dejó flotando una pregunta:
- ¿Valió la pena todo esto, Gustavo, no hiciste del socialismo su contrario en el proceso?

Estoy llegando a Rosario, en esta calle vive un hombre de cuarenta años a quien conozco bien y de quien ignoro todo, creo que él será el único que pueda contestarme la pregunta.

FIN

viernes, julio 16, 2010

Como me convertí en Héroe de la Unión Soviética III

Tercera y cuarta parte del cuentito...



3.- Casi un héroe.
El poder es algo maravilloso, pero la propaganda es mejor. No es que critique la propaganda soviética, los tipos ya tenían sus buenos treinta años de usarla y la manejaban bastante bien, pero les faltaban tres cosas: 1) Un objetivo claro, 2) una percepción real de lo que las masas querían y 3) mucha, pero mucha imaginación.
Eran idealistas, claro, y no lo critico, sin embargo las cosas se les estaban yendo de las manos y necesitaban un buen asesor de imagen.
Y allí estaba yo, en Lublianka, manteniendo contentos a los muchachos y compartiendo amigablemente con los guardias. El caso se hizo famoso; “el argentino que está bien con todo el mundo”, titulaba Pravda y el Premier Jrúshev venía a visitar seguido la prisión. En esas visitas debatíamos amigablemente sobre todos los temas posibles, sólo de política no hablábamos porque, como yo decía, “no me interesa la política, señor Premier, soy comunista”; lo cual hacía reír al camarada Nikita, un campesino sencillo, jocoso, pero capaz de iras terribles.
Aquel día, mi amigo estaba más que preocupado, un tal Vladimir Semitchastny, general de la policía secreta, según me dijo, conspiraba para poner en su lugar a una figura que fuera más “comprensiva” con los viejos halcones de la KGB. Quería saber si yo tenía alguna idea.
-                     ¿Ideas, Nikita?- le respondí- sí, una cuantas, pero ¿vos te las bancás?
-                     ¿Qué quiere usted decir, camarada?
-                     Hay que hacer cambios, che, esto no va más.
Se asustó y repuso: -Soy un marxista consecuente, no seré yo quien destruya a la Madre Rusia.
Me gustaba cuando hablaba así, tan vehemente y mucho más cuando golpeaba el puño sobre el escritorio; verdaderamente Nikita era un figura con carisma, el sueño de cualquier publicista.
-                     Mirá- le dije- no te pido que cambiés nada...
-                     Mejor así- contestó- hay algunos tipos jóvenes que insisten con hacer una política de glasnost e implementar algo que llaman perestroika...
-                     ¿Y eso?
-                     Dos palabras rusas con las que, seguramente, usted no está familiarizado- explicó- glasnost significa transparencia y perestroika quiere decir reestructuración económica...
-                     Suenan bien- repliqué
-                     Eso dice Miguel, un joven agente de la KGB, él cree que si abrimos un poco el juego podremos superar los graves problemas económicos y sociales de Rusia. Yo no estoy tan seguro- se detuvo un momento, evidentemente no sabía muy bien como expresar sus dudas; Nikita era un flor de tipo, de hecho era el ruso común y corriente, con una perspicacia natural y a veces algo brutal, e intuía que algo no cerraba en la propuesta del joven Miguel (luego supe que se trataba de Miguel Gorbachov, alguien que en mi propio tiempo fue muy conocido)
-                     Tenés razón- le dije- por el camino de este pibe ustedes se van al cuerno... (usé otra palabra, argentina, intraducible al ruso)
-                     ¿Entonces,  camarada Gustavo?
No tenía idea, pero era la primera vez, desde mi llegada que se me ofrecía una oportunidad grande y esto, por supuesto, me excitaba. En Lublianka ya había agotado las posibilidades de hacer algo importante y me estaba aburriendo, por otro lado me había encariñado con los rusos, con sus maneras, tan parecidas y tan diferentes a las argentinas y sentía la necesidad de darles una mano...
-                     Mirá, Niki- agregué- hagamos una prueba.
Se mostró entusiasmado.
Le pedí que identificara un problema sencillo pero importante para la gente, algo menor, quizás, si bien indicativo del humor social. Por mi parte, y con algunos asistentes jóvenes (expresamente incluí a Miguel entre ellos) resolvería la cuestión y él mismo, y nadie más, juzgaría mi actuación de acuerdo a los resultados de la campaña.
Si todo estaba bien sólo le pedía manejar la cuenta publicitaria de la URSS durante unos, digamos, siete años... lo que duraba uno de los planes del Estado. Le hice ver que con la prueba no perdía nada, que siempre podía volver a prisión (aburrida y todo era mejor que el Gulag, donde hubiese debido empezar desde cero) y que de tener éxito no sería mío, sino suyo.
Hubo una última objeción.
-                     Mire, camarada- me dijo tras un silencio embarazoso- usted es un tipo de persona extraña, por supuesto no es el ideal del militante comunista, pero tampoco es un típico capitalista, yo, esteee, yo no tuve mucho contactos con argentinos, pero me parece que, si todos son como usted, resultan un tipo diferente de personas... ni socialistas, ni capitalistas, sino todo lo contrario. Si le he de ser sincero admiro su trabajo en la prisión, pero también creo que debería fusilarlo por ese mismo trabajo...
Me sonrojé.
-                     Creo que es usted un mentiroso nato, simpático, sí, pero mentiroso- agregó Nikita- y capaz de hacerle trampa al mismo diablo, como dicen en mi pueblo...
-                     Tenemos una palabra argentina para eso- respondí orgulloso- chanta...Sí, camarada premier, soy un chanta, pero pregúntese si no le conviene tener un chanta como yo a su servicio...
Obtuve el puesto.

Comenzamos con algo tan sencillo como la salsa y las salchichas del Gosplan... Todo el mundo se quejaba de ellas, de que eran iguales en toda la Unión Soviética, de su sabor, de su mala calidad... se decía que si se enviaban satélites y cosmonautas al espacio por qué no se podía hacer algo decente con la comida en las fábricas y escuelas. Un día, uno de los miembros de mi equipo trajo unas encuestas de opinión que le había solicitado pero, en lugar de reducir las respuestas a indicadores numéricos, quise que las leyéramos una por una; me impactó la tercera que encontré: una mujer de la zona de Kursk calificaba a la comida de su fábrica como “comida chatarra”. Los pibes del equipo, todos buenos comunistas, nacidos después y dentro de la Revolución, se ofendieron, a mí, por supuesto, eso me dio una idea.
Simple, casi evidente, como todas las ideas una vez que alguien las ha tenido, pero que nadie había sido capaz de ver antes.
Creamos, entonces, la Empresa Estatal de Comidas Rápidas a la cual bauticé como Tío Jósif (Tío José) en obvia alusión a Josif Stalin. Le dimos un atractivo logo; el rostro de Stalin en rojo y negro (con lo cual aprovechamos sus viejos retratos que ya nadie quería) y pusimos sucursales un poco por todas partes, comencé una agresiva campaña de promoción presentándola como lo nuevo, la comida de la era espacial (estaban encantados con ello en ese entonces) y, lo más importante, una alternativa a las comidas de la fábrica. Era, por supuesto, el mismo menú, pero presentado en forma diferente; cajas de atractivos colores, algunos símbolos soviéticos, por supuesto, promociones de dos por uno, una generosa provisión de papas fritas (bueno, fueron nabos algunas veces) y la infaltable salsa, sí, idéntica a aquella que tantas quejas suscitaba. Los locales se abarrotaron apenas abiertos y hubo necesidad de implementar turnos extras; los empleados estaban todos bajo mi control y, combinando mis lecturas del futuro con las sugerencias de los muchachos sobre incentivos morales, implementé el codiciado título de “empleado del mes”, el cual luego fue cambiado, al gusto ruso, por el de “héroe del mes” y se le agregó la “estrella roja por porciones servidas” conferido al finalizar el año. Todos los vinculados a la empresa estatal tenían un mismo uniforme, eso lo tomé de otra queja, colorido y, debo decir, algo ridículo, pero muy, demasiado, efectivo; teníamos jóvenes universitarios que dejaban su carrera para atender en los locales de Tío Jósif (yo había sugerido Mc. Jósif, pero, creo que con buen criterio, lo rechazaron).
Los estándares de calidad de la empresa eran los mismos que de las viejas compañías, pero presentados en un estilo nuevo; éramos una gran familia, un equipo donde todos aportábamos al esfuerzo común y estábamos en todo el territorio soviético. El cliente, el camarada decíamos, siempre tenía la razón... excepto en aquellos casos en que la teníamos nosotros, pero esto, agregaba siempre para el regocijo general, “nadie debía saberlo”. En el tiempo libre organicé equipos de fútbol, me proponía implementar con más fuerza ese deporte en la URSS, hasta hacerlo una pasión multitudinaria, obligando a los coordinadores y puestos medios a participar en ellos; también hice que Tío Jósif auspiciara el festival de ballet del Bolshoi aquel año, costumbre que se mantiene hasta hoy.
En fin, la campaña de la comida rápida fue un éxito total y casi sin que nos costase un solo kópek ya que la inversión estaba prevista en el Gosplan.
Una semana después de que los cosmonautas de la Sóyuz 1 aparecieran en televisión comiendo una “cestita festiva” de Tío Jósif (lo que disparó nuestras ventas), un satisfecho camarada Jrúshev se presentó en mi departamento de la perspectiva Nevski.
Katia estaba viviendo conmigo y se mostró orgullosa de la visita del jefe de estado, yo me puse las pantuflas y lo invité a tomar algo en el living; estaba mirando la final del campeonato de fútbol: “Glorias de la Madre Patria”, un evento aburridísimo, aunque todavía me preguntaba el por qué...
-                     Felicitaciones, camarada- comenzó extendiéndome la mano.
-                     Gracias, che- le correspondí- espero que la campaña haya sido de tu agrado.
-                     ¿De mi agrado?- comenzó a reír y yo no pude evitar  pensar, de nuevo,  en el carisma de ese tipo- ¡claro que sí, camarada, claro que sí! En mi visita a las Naciones Unidas todo el mundo me preguntaba por Tío Jósif, hasta los yanquis, un tal Roland, o Ronald, o algo así me escribió para pedirme datos al respecto (le contesté, pero supe que lo arrestaron por “antiamericano”), los muchachos del pacto de Varsovia quieren tener a Tío Jósif en sus países... desde el ’45 no éramos tan...¿cómo era la palabra?, ah, sí, populares en Europa...
-                     ¿Y qué dicen en el Kremlin, Nikita?
-                     Oh, bueno, ya sabés como son, camarada- ahora su tuteo era habitual- hay suspicacias y algunos creen...
-                     Creen que deben deponerlo, camarada Premier- acotó, como siempre, Katia.
El no se mostró sorprendido: - Me quieren voltear desde que asumí, mi estimada camarada. Haga lo que haga siempre hay descontentos...
-                     Arriba ese ánimo, che- dije entonces, porque ambos empezaban a entrar en esa típica melancolía rusa que sólo se cura con una botella de vodka- los tenemos donde queremos.
-                     ¿Cómo es eso, Gustavo?- preguntaron ambos
-                     Pegar, Katia, Nikita, eso es lo que hay que hacer...
-                     Lo pensé- dijo entonces el premier- una buena purga, algunos juicios sumarísmos o un tribunal popular... tal vez intervenir militarmente en Polonia...
-                     ¡No!- grité- ¡no sean brutos, cuernos!- bueno, usé la palabra argentina otra vez- Pero, che- los reconvine paternalmente- esas cosas no van más. Yo no sé, Nikita, vos sos un buen marxista y yo no leí más que el “Prólogo a la crítica a la economía política” cuando hice primer año en la Facu, y encima en el resumen de la amiga de un amigo, pero me parece que ustedes no entienden mucho de que va esto del comunismo, ¿verdad?
-                     Explícate- dijo algo mosqueado el Premier y Secretario General del Partido Comunista de la Unión Soviética; ¡nada menos que un argento venido no se sabía de dónde pretendía darle clases de teoría política...!, pero guardó la compostura.
Por lo menos hasta que terminé de exponer mi propia versión del plan septenal. Mi miró furibundo y se fue; Katia no me dirigió la palabra por una semana entera.

4.-  Dialéctica aplicada o ¡Todo el poder a los medios!

Pasada la semana nos reunimos de nuevo en mi departamento; Nikita hizo retirar a los guardias y me ofreció, en su estilo torpe y sincero, disculpas.
-                     Debo agradecerte- además- por lo que hiciste. A estas horas yo estaría en Nueva Zembla, de no ser por vos, Gustavo.
-                     Oh, no es nada- las disculpas de Katia esa mañana fueron, por supuesto, más efusivas- simplemente hablé con algunos muchachos de Pravda y les convencí de sostenerte en el poder..., por otro lado teníamos algunos ahorros en Tío Jósif que pude emplear en una buena causa...
-                     ¿Sobornaste a los generales, argentino?
-                     Miralo de este modo, Nikita- respondí- hice regalos de cumpleaños que tenía pendientes, prometí algunas cosas que, de todos modos, iba a cumplir porque era mi deber y asusté a algunos al cerrar locales en ciertos cuarteles...nada inusual. Sólo les di motivos para estar agradecidos conmigo y - lo miré a los ojos- con mi amigo el Premier...
-                     ¿Y ahora?- preguntó- acepto sugerencias...
-                     Bien, Katia, Nikita, ahora hay que actuar, en caliente. Lo que llevamos adelante es una revolución, pero ¿dónde empieza la revolución?
-                     Cuando coinciden las condiciones subjetivas con las objetivas, es decir cuando los cambios...- comenzó a recitar Katia.
-                     No cuándo, amor, sino dónde- y sin esperar respuesta añadí- aquí- golpeándome la cabeza con los nudillos.
-                     Eso, camarada, es un desviacionismo...
-                     Me excita cuando hablás así Katia, de verdad, pero concentrémonos en el asunto; ¿sí?- Nikita me miraba asombrado- la gente tiene que estar orgullosa de la revolución, sentirla parte de sí misma, amarla, excitarse con ella, para seguir con tu tema Katia... Miren la revolución es como Dios.
-                     ¡Qué?
-                     Escuchame un poco, Niki, ¿querés?; y decime; ¿cuál es la organización más completa, integral y resistente de todas?
-                     No sé, supongo que...
-                     La religión, camarada, la religión, las iglesias y, en particular, la Iglesia Católica. Fijate bien, cometen los mayores crímenes, se mandan enormes burradas (otra vez usé una palabrea argenta), estafan y utilizan a los fieles, cambian puntos esenciales de su doctrina... y siguen lo más campantes..., en serio, Nikita, los curas los van a enterrar a ustedes...
-                     Hemos tomado medidas al respecto...
-                     No me escuchaste, camarada, no te estoy diciendo que el enemigo son los curas, al contrario, te los pongo como ejemplo. Mística, che, esa es la cuestión...mística, identificarse con una causa sin saber muy bien de qué se trata pero convencidos de su bondad... Ustedes, los dirigentes de la Unión Soviética, deben ser como Dios; bueno cuando manda la lluvia y bueno también cuando manda la inundación...
Se quedaron un rato pensando, yo aproveché para machacar en caliente.
-                     Tenemos que hacer que todos quieran vivir en la Unión Soviética, tenemos que presentarnos al mundo como ellos quieren que seamos, no como somos realmente, sino podemos estar a la altura de las circunstancias, paciencia, pero al menos que nos vean y digan: “che, que bueno es ser soviético, todos los tipos tienen laburo, cada uno tiene un auto, una casa, no hay problemas raciales, ni religiosos, tendrán sus defectos, claro, por ahí invaden Hungría o deponen al gobierno de Irán, pero, ¡qué importa!, en todo lo que hacen son grandes”. Eso es lo que tienen que pensar de nosotros, y tenemos que empezar por pensarlo nosotros mismos...
-                     Bien, camarada Gustavo, justamente es lo que estamos planificando en el Buró de Propaganda...
-                     ¡Buró de Propaganda!, por favor, Niki, no me hagás reír...yo tuve que tratar con esos tipos. ¿Qué les pasó, che, en el veinte tenían buenos publicistas, pero después de la Guerra...?
Fue muy fructífera aquella reunión que terminamos, bueno, no quiero contar como terminamos con Katia, Nikita, Eliana que vino después y algunos guardias rojos...
Quedó acordado que el Buró siguiese funcionando por un tiempo para no dejar tipos en la calle y como control, pero yo y un equipo seleccionado de Tío Jósif nos encargaríamos de una nueva oficina: la EntuRev o Entusiasmo de la  Revolución. Con el nombre clave de Oktubre (me gustaban los Redonditos cuando, en el futuro, era joven) operábamos por fuera de los canales oficiales del gobierno y sin relación con el anquilosado PCUS.
La cobertura de Nikita Jrúshev era fundamental, así que mi primera tarea fue crear una imagen positiva de él afuera y adentro del país. No fue difícil, lo mostré tal como era, algo que a los rusos les encanta... creamos un par de revistas de chismes de los miembros de la Nomenklatura, el nombre popular del reducido grupo de personas que realmente dirigían la URSS, Miguel propuso actuar contra ellos, y otros pretendían negar su existencia, les dije que no a ambos, aceptamos su presencia, pero, en lugar de criticarlos, mostramos sus lujosas dachas sobre el Mar Negro y escribimos jugosos artículos sobre sus romances con miembros del equipo olímpico; las revistas se llamaron El Pueblo, con un sesgo más político, pero netamente oficialista y Rostros directamente dirigida a un público que se interesase por las vidas privadas y las residencias glamorosas. Fueron un éxito, hasta el punto que Pravda comenzó a operar contra nosotros, entonces nos dirigimos contra él, después de intentar cooptarlo claro, y creamos Hoja 24, un periódico de oposición que se hizo famoso por sus titulares irreverentes...
La segunda fase, dirigida por Miguel pero bajo mi estricta supervisión (el tipo era casi un genio, pero carecía de autoridad , todos se burlaban de él), consistía en la reforma política, ojo, yo no quería hacer alteraciones sustanciales, personalmente el liberalismo o el socialismo me son indiferentes, soy publicista y argentino ¿recuerdan?, pero esto del Partido Único, de  las elecciones con pocos candidatos, de los soviets no estaba marchando bien; ¿cómo cambiar sin que todo se fuese al mismísimo demonio?. Miguel era un radical, quería abrir el juego y, con la experiencia de Hoja 24, crítico desde la izquierda, proponía toda clase de tonterías; yo se las aceptaba, claro, pero hacía mi propio juego. Como no estaba en la Argentina la cosa era relativamente sencilla; mi talento era único, no tanto por provenir del futuro sino por los trucos que conocía, y no teniendo rivales (amén de que mi seguridad, porvenir y diversión estaban aseguradas) podía dedicar mis energías a trabajar por la Patria Soviética. Fomenté la escisión del PCUS en dos grandes partidos el Partido Comunista y el Partido Democrático; más conservador el primero, más popular el segundo. Ambos estaban de acuerdo en los puntos principales, sobre todo en mantener el sistema socialista y los soviets, pero cada uno tenia plena libertad para actuar como quisiera en los demás puntos; así el PC se apoyaba en la Nomenklatura, en el Ejército y la Flota y en los grandes burócratas, mientras que el PD reunía  a los intelectuales, los puestos medios, la mayor parte de los trabajadores industriales y un importante grupo de jóvenes; la fuerza área también simpatizaba con ellos. En los soviets la diferencia era regional, algunas repúblicas eran bastiones comunistas y otras democráticas, lo cual se reflejaba en sus delegados; un uzbeco, por caso, era habitualmente comunista, mientras que un kazaco era democrático; todos los georgianos adherían al comunismo que, después del XXV congreso, reivindicaba a Stalin. También, Miguel insistió en ello, fomentamos la aparición de otros partidos menores, incluso uno virulentamente pro estadounidense, pero yo era quien asignaba los fondos para ellos y me aseguraba de que, permanentemente, quedaran en ridículo.
La política volvió a Rusia.
En las calles se discutía animadamente y las elecciones eran seguidas con un entusiasmo desconocido desde los años veinte. Nikita, claro, seguía al frente, pero logramos renovar todos los cuadros intermedios y a los miembros más molestos de la Nomenklatura. Katia, y Eliana, querían que yo me presentase como candidato, les dije que jamás cometería ese error y en este aspecto he cumplido mi palabra; en vez de ello convencí a Nikita a afiliarse al PD y logré que el general Vladimir Semitchastny, de regreso de Siberia, se presentase como candidato del PC, ambos eran amigos míos (a Vladimir le conseguí un par de buenas amigas, amén de la reducción de penas) y se alternaron en el poder durante veinte años...
En 1965, Niki desmanteló el Pacto de Varsovia y creó una Fuerza de Paz Socialista para enfrentar a la OTAN, yo casi no intervine en ello, pero diseñé una campaña en todos los medios que la presentaba como “el resguardo de la Democracia”, por ese entonces acuñé la expresión “Mundo Libre” para referirme a los países socialistas; un publicista británico me inició una querella, pero yo había tomado la precaución de registrar la marca a nivel mundial (del mismo modo que lo hice con comunismo, socialismo, Marx, marxismo y una docena más, sin olvidar la hoz y el martillo, la estrella roja y la Internacional); ahora para usar alguna de esas palabras o emblemas debían tener la autorización de la URSS. Eso, por supuesto, me dio una idea.
Era 1967 y soplaban vientos de fronda en la República de Checoslovaquia; hablaban de un socialismo con rostro humano (Hoja 24 tuvo un excelente título ese invierno) y anticipaban que la próxima primavera, en Praga, sería diferente.
Estábamos con Katia charlando, yo había apagado el televisor, decididamente teníamos que hacer algo con el fútbol soviético, cuando ella se volvió a mí y preguntó, como retomando una conversación interrumpida:
-                     ¿Y los demás?
-                     ¿Qué hay con eso?
-                     Los otros países socialistas del mundo; Polonia, Rumania, por ejemplo, se están quedando atrás...
-                     Katia, no podemos ocuparnos de todo el mundo... ¡qué se arreglen!
-                     Estás actuando como un argento, y lo sabés Gusti- eso dolía en sus labios, debo reconocerlo- a mí me preocupa sinceramente el futuro del socialismo... hay multitudes de polacos que quieren cruzar a la URSS y no te digo nada de los alemanes del este, pero eso no es lo que me preocupa, al fin y al cabo son vecinos y están bajo nuestra influencia directa, pero... ¿qué hay de los chinos?, ¿o de los cubanos? No podemos encerrarnos en nuestras fronteras, nos necesitan allí afuera...
-                     ¿Si?- respondí tratando de dar a mis palabras el acento más neutral posible, allí, en mi propia cama, estaba comprobando la efectividad de Oktubre.
-                     Claro, Gustavo, mi camarada argentino, somos la avanzada del Mundo Libre, somos el reaseguro de la democracia contra la dictadura fascista de los Estados Unidos; nuestro destino, un destino manifiesto si me permitís la expresión, es cuidar al mundo...
Aquello me excitaba, mi propia esposa comprobaba los éxitos de mi trabajo; los soviéticos estaban orgullosos de su país, tanto que ya no miraban con deseos reprimidos hacia el oeste, por el contrario: ¡se sentían capaces de seducir al mundo!, y consideraban que las cosas ¡debían ser así!
-                     Tenés razón, como siempre amor, mañana iniciamos una nueva etapa... La URSS es sólo el comienzo...
Empezamos por el cine y la televisión, sin descuidar la radio y la prensa, pero ellas ya andaban solas. Me reuní con el Director de Filmes del Estado y le comuniqué que su departamento ahora reportaba directamente a Oktubre, no opuso resistencia y no tuve que despedirlo.
De inmediato empezamos a trabajar en tres proyectos claves: una serie de filmes sobre la vida de las familias soviéticas, debían hacerse en colores, con el formato más tradicional posible y de ellos la tercera parte serían comedias: colaboré personalmente en los guiones de varias de ellas, en casi todas el muchacho conoce a la chica y se enamora después de una serie de enredos, hay un par de personajes absurdos y casi tontos con los que el público no podía menos que encariñarse. Lo único que variaba en ellas era el decorado (el campo, el siglo XIX, el espacio exterior) y los nombres de los actores, desechamos, para este proyecto a los grandes actores nacionales y elegimos a desconocidos; los mudamos a una ciudad ucraniana llamada Chernobyl (el reactor, dije, deberían emplazarlo en otro lado) e hicimos de ella la sede de las industrias fílmicas soviéticas, en un barrio exclusivo vivían los actores y las actrices, a los que se les permitían, y festejaban con algunas cuidadosas notas de censura, todas sus extravagancias.
El otro proyecto consistió en una serie televisiva titulada “Partida hacia las Estrellas” ubicada doscientos años en el futuro, con una tripulación veladamente socialista, que exploraba el espacio a nombre de la Unión de Planetas, cuyo funcionamiento se basaba en la constitución soviética; la mayor parte de la dotación de la nave; la llamé Intrépida, era rusa, pero había incluso un oficial norteamericano, algo tonto, que hacía las delicias del publico con sus tics capitalistas..., el capitán, por su parte, un galán interplanetario y el oficial científico, un alienígena frío y racional, se convirtieron en los favoritos de la audiencia. La serie les encantaba a los cosmonautas y fomentó el interés popular en las misiones espaciales, al punto que el Premier Semitchastny anunció que, antes de 1975, enviarían un hombre a Marte (a los yanquis ya les había fallado el proyecto lunar), cosa que, realmente, se logró en 1980.
Mi tercera idea fue la creación de películas basadas en una agente secreta; Oktobriana, elegante, algo cínica, fuertemente sexual y siempre excelentemente peinada, era una espía al servicio del Kremlin como nosotros querríamos que fuese, no como son en la realidad. Sus artilugios secretos, paraguas explosivos, automóviles anfibios o helicópteros personales, se volvieron un excelente producto para incluir en las “cestitas festivas” de Tío Jósif...
Por esa época conocí al personaje histórico que, seguramente, hubiera elegido ver si alguien, antes de David Dezorzi, me hubiese propuesto viajar al pasado; Ernesto “Che” Guevara.
Lo había rescatado una misión especial en Bolivia y estaba reponiéndose en una clínica de Sebastopol. En sus visitas anteriores, deliberadamente, yo había evitado encontrarme con él, me daba cierto pudor y, además, no quería involucrarme demasiado en los asuntos de América Latina... sabía que, en ese mismo momento, un pibe, en la ciudad de Rosario, crecía ajeno a un futuro que, seguramente, no viviría nunca; quería mantenerme ajeno a la vida de ese pibe argentino.
Llegué a la puerta de su habitación y me detuve, sólo tenía unos pocos minutos, quizás el tiempo justo para una sola pregunta, y quería aprovecharlo bien.
Pasé.
-                     Así que vos sos el argentino de quien tanto se habla...
-                     Sí- respondí modestamente
-                     ¿Sos de Rosario, como yo?
Asentí.
-                     No me gusta lo que hacés, ni como lo hacés, camarada- su voz era socarrona.
-                     Hago lo mejor para la Unión Soviética- le repliqué casi cuadrándome.
-                     Dejate de boludeces- continuó- a lo mejor vos pensás que estás colaborando con el socialismo, pero a mi, che, “no me gusta el como”, diría Martín Fierro.
Hablamos largo rato, al fin, porque dos argentinos, lejos de Argentina, siempre se entienden, me dolía, aún me duelen, sus dudas acerca de mi trabajo, pero en cuanto cambiamos de tema me sentí más a gusto de lo que lo había estado por mucho tiempo, más a gusto de lo que estaba desde que llegara a la URSS.
Por fin me animé y le hice la pregunta que toda mi vida había querido hacerle, la pregunta que todo argentino querría formularle al Che, la pregunta que nadie, a ciencia cierta, había podido responder en mi tiempo:
-                     Che, Ernesto ¿de qué cuadro sos?


lunes, julio 12, 2010

Como me convertí en Héroe de la Unión Soviética II

Segunda parte del relato.

2.- Prisionero en la Unión Soviética.
La nave, es decir mi cabina apenas cerrada por dos puertas de plexiglás, parecía inmóvil. Se agitaba, eso sí, pero el efecto era similar a un viaje en tren en un asiento colocado de espaldas a la locomotora; todo lo que estaba a mi alrededor se movía hacia atrás con bruscos saltos. Dejé de ver a mi amigo, abrazaba a Viviana, creo, y pude observar, brevemente, su llegada al lugar un par de meses atrás, luego aparecieron muchos uniformes militares, rampas de lanzamiento, un pastizal y, finalmente, el mar en la distancia. Por fin las imágenes se hicieron inidentificables, simples manchones de color ocre. En el tablero el indicador de tiempo transcurrido señalaba los años corriendo al revés y el de destino seguía fijo en 1955. Según me explicase (sería mejor decir me explicaría, pero esto embarazaría la redacción) David, aún no era factible determinar el flujo temporal más allá de un año de aproximación, por lo tanto ambos indicadores no registraban meses, ni días, por no hablar de horas. Al parecer, aunque cuando me lo aclaró yo estaba comunicado con la Bolsa de Tokio (en mi tiempo hubo una Bolsa en Tokio), el dispositivo funcionaba como una honda, en la cual mi nave era el proyectil; los generadores creaban un vórtice temporal, sea lo que fuese eso, y la arrojaban hacia allí, absorbida por la hiper gravedad (creo) la nave se dejaba llevar hasta que el vórtice cesaba de actuar sobre ella, entonces caía, así lo dijo, en el tiempo deseado con una aproximación de unos seis meses, según calculaba. Bueno, al menos es lo que recuerdo, estoy seguro que su explicación fue mucho más técnica, pero las matemáticas, salvo las financieras, no son mi fuerte.
El paisaje a mi alrededor adquirió de pronto más consistencia, unos árboles se hicieron visibles y el contador del tiempo se detuvo. Suavemente, la nave dejó de zarandearse y pude sentir que la fuerza que me empujaba se había desvanecido. Me dolía la cabeza y tenia ganas de vomitar, una sensación nada diferente de una resaca de domingo por la mañana, cerré los ojos y me quedé dormido.
Me despertaron voces ásperas en un idioma desconocido. A través del plexiglás veía tres figuras con uniforme y gorro de astracán, tal vez este detalle sea un recuerdo posterior, detrás de las cuales se veía un colorido cartel que representaba, idealizada, la imagen de la base militar que David arrendaría en un lejano futuro...
¿Dónde y cuándo estaría?, me pregunté. El lugar, claro, era obvio, la misma base militar de Kazajistán, el tiempo... Miré los cuadrantes, el indicador de lapso señalaba 1957, con un desagradable mas o menos que me hizo desconfiar de las precisiones de David, evidentemente el vórtice me había llevado un par de años antes (o después) de lo previsto.
Abrí la portezuela de la derecha y saludé con una amplia sonrisa.
Dos de los hombres me gritaron algo que no entendí, pero como me apuntaban con sus ametralladoras opté por levantar las manos. El tercero me colocó unas esposas y me llevaron hasta una barraca cercana.
- Bueno- me dije- estoy en la Unión Soviética, en el año 1957... y sin un rublo en el bolsillo. Esto va a ser difícil.
Pero sabía que podría superarlo, la desagradable imagen de mi amigo David diciéndome que no podía regresar se me presentó muchas veces mientras caminábamos sobre la espesa nieve, ahora estaba seguro que me había hecho trampa (como cuando éramos jóvenes y cantaba envido con veinticinco), sin embargo no soy de llorar sobre la leche derramada y decidí que me amoldaría a la situación; puesto a elegir hubiese preferido Nueva York, Los Ángeles o incluso Rosario en los años 50, pero si era la URSS ya me las ingeniaría. Por supuesto yo tenía sólo una somera idea de la historia del siglo XX y mucho menos de la historia rusa, sabía que hasta los 90 habían sido comunistas (es decir había algo así como una dictadura que estaba en contra de la propiedad privada) y que se peleaban con los yanquis por dominar el mundo; tenían misiles, naves espaciales de mala calidad y un clima horroroso (como lo estaba comprobando en ese momento) y carecían de las comodidades de la vida moderna, incluso de las pocas existentes en esa época. No era mucho más lo que podía recordar y, por otra parte, eran conocimientos fragmentarios, como fotos fijas de un viejo noticiero.
Por empezar el idioma.
No entendía las preguntas y ellos no entendían mis respuestas. No eran demasiado locuaces, es cierto, lo cual era una ventaja ya que al cabo de un par de horas era capaz de saber que indagaban sobre mi nacionalidad y mi misión. Creían que era un espía norteamericano y que mi nave era un modelo experimental de avión observador. Les repetía que era argentino, pero ninguno de mis interrogadores parecía comprenderme. Hasta que llegó Eliana.
Eliana Fedorova Koliakov, rubia, bajita, rasgos marcadamente eslavos, una preciosura, me dije y además hablaba inglés. Lucía un lindo uniforme azul marino, con una estrella roja en la solapa, y parecía salida de una película de James Bond (una de mis fuentes sobre la cultura soviética). Recuerdo su primer gesto, frunció la nariz, tomó una palmeta que colgaba de la pared y me azotó con ella mientras me preguntaba por mi nombre, grado y número de serie. Creo que en ese momento me enamoré de ella.
- Egoeimí- respondí. Gustavo Egoeimí.
Aquí debería haberme besado, pero en su lugar repitió:
- ¿Gustav Egoiov?
- Más o menos- le respondí en inglés- soy de Argentina, ¿Sudamérica, te ubicás?
- Arguentinya, yes- dijo- at Amerrika- y agregó- ¿are you peronista?
- ¿Peronista?- pensé; bueno fui amigo de Menem y de Duhalde y no tengo problemas con los Kirchner- sí, yes- respondí- I’m peronista...
- ¡Fascist!-escupió ella y a una rápida orden suya me desvistieron por completo.
Iba a comenzar un duro interrogatorio cuando apareció en escena otra mujer; apenas más alta que Eliana, se llamaba Katia, Katia Anenkova Iskandariev, supe después, y era la comisaria del partido en la región. Una belleza morena, con algo de sangre uzbeca, o armenia quizás, ojos de almendra y brazos fuertes en su uniforme caqui. Parecía la heroína perfecta para escapar a través de las estepas. Me enamoré de ella también.
Discutieron un momento, en un ruso incomprensible, creo, hasta para un moscovita, acerca de que hacer conmigo. Al parecer Eliana pretendía remitirme a la KGB para un interrogatorio en regla, pero Katia insistía en llevarme a la sede del Partido y colocarme bajo su custodia. También discutían como podían clasificarme políticamente; Eliana decía que un peronista no era más que un fascista sudamericano, Katia, por su parte, sostenía que los peronistas habían sido derribados por un golpe de estado auspiciado por la CIA, en consecuencia eran aliados tácticos del régimen soviético (todo esto, claro está, lo supe más tarde). Recuerdo que me sorprendió el profundo conocimiento que tenían, en una perdida estepa del Asia Central, acerca de mí país, sabían cosas que yo mismo ignoraba y, si bien nunca fui muy afecto a la Historia, debía reconocer que sus argumentos (cuando me los tradujeron) resultaban igual de convincentes en uno u otro sentido.
Por fin quedó decidido, me enviarían a la infame prisión de Lublianka (lo de infame es sólo para darle cierto color local) y así lo hicieron, para mi agrado fui escoltado por ambas.
El viaje duró un par de semanas, no había trenes disponibles y nuestros papeles se perdieron en trayecto entre la base y Alma Ata.
Aproveché el tiempo disponible para aprender el idioma, con algunas variantes dialectales, ya que Eliana era azerí, de Bakú, y Katia ucraniana, de Odessa, de manera que al llegar a Moscú podía hablarlo tan bien que hasta entendía las bromas que me hacían mis dos custodias. Recuerdo que entramos riendo al edificio principal y que me llamó la atención el enorme retrato de un tipo, rostro franco y pesado, bigotes y la mirada fija en nosotros que, por supuesto, reconocí de inmediato.
Era el Gran Hermano, el gobernante (¿o era dictador?) de la novela 1984. Por cierto, aclaro que yo había leído el libro, pero sí había visto la película (¿para qué leer si todos los grandes libros están en formato DVD?) y el programa de televisión.
Allí estaba, dijo Katia, aún después de muerto seguía vigilando el destino de su pueblo, irritada, Eliana dijo que no sabía por qué no sacaban ese maldito cuadro de allí, y que ese había sido un tipo nefasto para la Unión Soviética.
Tomé nota de la discusión entre las chicas, que resolví con una amable nalgada para ambas, saludé al pasar el retrato del viejo Stalin y, como si él me iluminase, me vinieron a la mente un par de ideas; pero me dije que todavía no era el momento de llevarlas a la práctica y entré a la prisión.

No sé muy bien de donde le viene la fama de siniestra a esta cárcel; una vez que se ha visto una se las ha visto a todas. Claro, no es el lugar que yo hubiera elegido para pasar mis vacaciones pero, salvo el tamaño, no era tan diferente de la cárcel de Coronda, en Argentina. Yo la había visitado después que ganamos la licitación para mejorarla, de hecho después de terminada la obra, y no era muy distinta de Lublianka.
Los primeros dos meses en la prisión no fueron los más agradables, lo confieso, no manejaba bien el idioma y la mayor parte de las palabras que me enseñaron mis amigas no servían demasiado allí, pero el grupo humano era encantador, los evoco con cariño, ahora que muchos de ellos ya no están.
Algunos me recordaban amigos de la City porteña, pero más ingenuos, otros, los disidentes los llamaban, eran muy quejosos, pero buenos tipos, muy cultos (y yo respeto la cultura) si bien un poco idealistas. No podía seguir del todo sus intrincados argumentos ¡y en ruso!, pero deduje bastante de ellos.
A juzgar por sus palabras en Rusia se había traicionado la Revolución, ellos añoraban los viejos tiempos (aquí había muchas variantes, un par añoraban al Zar, no sé cuál de ellos, otros a un tal Kerensky, pero la mayoría a Lenín) y aspiraban a restaurarlos. Yo les decía que había que mirar las cosas positivamente, que no era bueno quejarse y que la política, en el fondo, no valía la pena, lo mejor era pensar afirmativamente.
Así que conseguimos un espejo y todas las mañanas ensayábamos afirmaciones positivas. Ya saben, cosas como, “yo soy bueno”, “el mal no existe”, “estoy en armonía con el mundo”, “todo está bien si termina bien”, “no hay espinas sin rosas” y esas cosas...
Al tiempo los muchachos, en su mayoría, dejaron de causar problemas.
Era curioso, yo me limitaba a escuchar y asentir de vez en cuando, y esto los convencía de que era un leal miembro de su causa..., para los dos zaristas yo era un monárquico, para los socialistas revolucionarios el mejor desde un tal Gotz y para otros un discípulo de Trostky que los organizaría para la toma del poder. Me ofendía un poco que pensaran así de mí, ¡yo que jamás tuve una causa!, pero los muchachos eran así.
Un día me llamaron del despacho del director de la prisión.
- ¿Usted es el tal Gustav Egoiov?- me preguntó en ruso- ¿el argentino?
- El mismo- respondí.
- Tengo informes sobre usted- y consultó un grueso legajo- ha alterado a los presos y tiene una prédica disolvente...
- Le aseguro que...- intenté responder, pero me cortó.
- ¡Silencio!, sólo responderá cuando se le interrogue; ¿está claro?
Asentí.
- Usted es extranjero, pero la embajada de su país niega conocerlo- iba a replicar pero su gesto era harto elocuente- no sabemos de donde viene, ni quién es realmente.
- Bueno, yo...
- ¡Silencio!- repitió- esto no importa. ¿Se considera un buen comunista?
- Tan bueno como cualquiera, señor, pero ¿qué es realmente un comunista?- en esos meses mi imagen del comunismo había cambiado. Oh, no es que yo viera todo rosa ahora, pero sé adaptarme, en la cárcel no la pasás bien, por supuesto, no obstante: ¿de qué servía quejarme?
- Un buen comunista acata las decisiones del Partido- respondió- un buen comunista cree en la clase obrera y en el triunfo del proletariado...
- De eso no sé mucho, señor, pero si usted quiere decir que hay que estar bien con el gobierno, criticarlo por lo bajo, proponer grandes cambios, no hacer nada sin consultar más arriba y mantenerse donde uno está, bueno, le recuerdo que soy argentino.
El director de la prisión se sonrió y me ofreció un asiento.
- Tengo algunas ideas- dijo.
Estuve dos años en Lublianka. La mayor parte del tiempo en el despacho del director, de los directores debería decir, ya que cambiaron tres mientras permanecí allí. Me volví su mano derecha; organizaba sus reuniones, llamaba a su esposa cuando él no deseaba volver a su casa, (volví a ver a Eliana por entonces, se había casado con el segundo director y alguna vez fui de visita en su lugar), armé un par de grupos de estudio con los internos, un taller de arte y una biblioteca; al fin y al cabo los tipos sólo querían ser escuchados...
En fin, que hicimos de Lublianka un lugar agradable, me enorgullezco de eso, no es que la comida fuese ahora excelente (de hecho era la misma bazofia) pero había un menú para elegir, ni que se fumigasen las camas, si bien permitimos que rotasen los colchones y así cada día los detenidos esperaban a la noche para intercambiarlos (siempre tenían la esperanza de que esa noche le tocaría uno sin chinches y si no, sería la próxima), tampoco los guardias eran mejores, pero hice correr el rumor de cambios inminentes y eso los ponía de mejor humor, a ambos.
No los aburriré con los detalles, que pueden consultarse en mi libro “Cárceles participativas, cárceles mejores”, pero me permito recordar un episodio particularmente significativo:
Habían echado a un guardia, un tipo menos brutal que los demás, según decían, si bien conmigo todos eran bastante amables, y muchos le echaban la culpa al nuevo director. Hice correr la voz, entonces, de que ese guardia había sido despedido injustamente y me permití asegurarles que, efectivamente, era culpa del funcionario recién llegado; un grupo aceptó a pie juntillas esta versión y comenzó a protestar en voz más que alta. A la vez convencí a ciertos internos de que la protesta era una maniobra del viejo director para volver a su antiguo puesto, que él había echado al guardia en cuestión y que los disconformes serían beneficiados con una conmutación de penas apenas regresara el viejo burócrata. También me entrevisté con ciertos guardias para ponerlos sobre aviso respecto de un intento de fuga encubierto por las protestas y a unos presos cuya condena casi acababa les declaré que todo estaba orquestado para frustrar su inminente liberación. Al cabo de un par de días estaban todos tan enfrascados en sus peleas internas que olvidaron el asunto del guardia y el nuevo jefe pudo hacerse cargo de sus funciones sin mayores inconvenientes. Es que la gente necesita algo en que pensar mientas está en la cárcel; ¿verdad?
Lublianka funcionaba bien, pero yo ambicionaba algo más; me había estancado y buscaba nuevos desafíos y horizontes más amplios. Entonces vino de visita mi amigo; Nikita.

viernes, julio 09, 2010

Como me convertí en Héroe de la Unión Soviética (Tal como lo escribió Gustavo Egoeimí)

Este es un relato que escribí, por primera vez, en 2005. He hecho unos pocos cambios, mayormente sintácticos, y ahora (con cierto pudor) lo publico en tres partes. Espero que les guste y espero, también, sus comentarios...


1.- En otro lugar y otro tiempo.

En 1985, con mi viejo amigo de la secundaria; David Dezorzi, quedamos muy impresionados por una película de Ciencia Ficción llamada “Volver al Futuro”. El film contaba la historia de un científico norteamericano (sí, aunque no lo crean) que construía una máquina para viajar en el tiempo; el joven asistente del científico usaba el aparato para trasladarse hasta 1955 y rectificar así su desastrosa historia familiar.
Recuerdo que durante largas noches comentamos con David los detalles de la trama. En una de esas ocasiones él, ya cursaba el primer año de la Tecnológica, mencionó que fabricar una máquina del tiempo no era algo tan descabellado como podría suponerse. Escéptico, le repliqué que sólo decía eso por ignorancia y lo desafié a intentarlo.
-¿A qué no te animás?- le dije, como si fuese un juego.
- ¿A qué sí?
- David- repliqué con voz algo pastosa (no estábamos acostumbrados a tomar) si podés construir una máquina que pueda llevar a una persona hacia atrás en el tiempo, hic, yo, tu amigo, hic, hic, ¡tu hermano! Gustavo, voy a ser el primer tipo en viajar en ella…
Fue, claro, una simple baladronada del pibe que todavía era, pero el lo cierto es que David se lo tomó en serio.
Fue hasta su escritorio, tropezó, arrancó una hoja de un cuaderno y escribió mi propuesta.
-         ¿Una firma?- dijo alargándome la birome.
-         ¡Cómo no! – dije antes de dormirme. Y estampé mi nombre al pie de la hoja.
Después olvidé el asunto, creía que para siempre.
Una tarde, hace ya muchísimos años para mí, David, con veinte años más; barbudo, desaliñado y sucio, pero con el mismo brillo inconfundible en sus ojos azules, tocó el timbre de mi departamento. Me sentí, por cierto, feliz de verlo y lo hice pasar.
Debo decir que yo aún no me había casado, lo que secretamente deploraba, y vivía en un confortable piso de la Avenida Libertador, en Buenos Aires, capital de la Argentina por entonces, disfrutando de un suculento sueldo como asesor de imagen y otros negocios menos transparentes.
-         Hola, David- le dije emocionado- hace más de...-dudé- ¿cuánto que no te veo?
-                     Diecinueve años, tres meses, veinte días y- miró su reloj- catorce horas desde que nos encontramos por última vez.
-                     ¡Qué preciso, che!, no hacía falta ser tan exacto con el tiempo.
-                     El tiempo- respondió aceptando el asiento que le ofrecía- es lo más importante para mí...
A continuación se enfrascó en un largo relato de su vida en el cual se percibía que, de verdad, el tiempo se había vuelto su obsesión personal.
No tengo nada contra las obsesiones, la mías había sido, desde que dejé la Facultad de Comunicación Social, ganar dinero, y a ella había sacrificado todo lo que poseía o podría tener; sin embargo, en el caso de David la búsqueda de las claves para viajar a través del Continuo Temporal había desplazado cualquier otro interés.
Después de dejar el Politécnico, Dezorzi estudió Ingeniería Nuclear en la UTN (y se casó con Viviana, mi novia de la Secundaria), Física Avanzada en Alemania, Teoría de las Redes en el MIT (un instituto en lo que era entonces los Estados Unidos) y Epistemología en La Sorbona. De regreso a la Argentina, después de rechazar ofertas de importantes laboratorios en Europa y Japón, consiguió un puesto de investigador en el CONICET (hasta que su programa fue cancelado por el Ministro de Economía Cavallo en 1999) y una cátedra en la Universidad de Rosario que le reportaba un sueldo de unos $700 (por debajo de la línea de pobreza), de los cuales gastaba la mitad en casa y comida y el resto en equipar su modesto laboratorio.
Debo decir que realmente me conmovieron su dedicación y esfuerzo, así como me afligió su mala suerte.
Mi vida había sido diferente y, durante los dorados años 90, había prosperado más allá de los sueños más avariciosos que pudiera tener. Tres departamentos, una casa en un Country, varias hectáreas sembradas en Buenos Aires y Santa Fe,  dos autos (uno, deportivo), un yate (pequeño; 20 metros de eslora), una próspera agencia de mercadotecnia y publicidad, con florecientes departamentos de Internet y multimedia,  y ahora, pensaba en la conveniencia de invertir parte de mis ganancias (obtenidas en el mercado de soja) en la compra de un avión particular. Algo parecido a la vergüenza, debo confesar, me asaltó ante la historia de mi amigo y, supe, más allá de las abismales diferencias, que ambos, pese a todo, estábamos tan solos como en aquellas tardes de 1985.
-                     De eso quería hablarte, Gustavo- dijo entonces David- ¿te acordás de esto?- y sacó de su guardapolvo gris un gastado trozo de papel que ostentaba, en su ángulo inferior derecho, mi propia firma de veinte años atrás.
-                     No sé que es eso, David- mentí.
-                     Sí que lo sabés- señaló, rechazando mi pretensión de ignorancia- y espero que sigás siendo el tipo que conocí, el Gustavo que nunca se volvió atrás de una promesa.
Hubiese querido decirle que, desde entonces, había quebrantado mi palabra tantas veces que en realidad no podía recordar cuando fue la última vez que dije la verdad, pero, para no perder la costumbre sólo respondí:
-                     ¡Por supuesto, che!- y agregué (¿dije ya que estaba realmente conmovido?)- ¿cuánto necesitás?
Me arrepentí al instante, pero ya era tarde, David Dezorzi se abalanzó sobre mí con la fuerza de un alud y me sepultó bajo una montaña de papeles, diagramas, diseños de computadora (había usado una vieja máquina de la Facultad, así que le regalé una vieja notebook) y fotocopias de libros en alemán, inglés, ruso y japonés que demostraban, según él, la factibilidad del viaje a través del tiempo.
-                     ¡Es posible, Gustavo, es posible!- exclamó entusiasta- las bases teóricas existen, los componentes ya han sido inventados, los riesgos son mínimos y las posibilidades- aseguró- ilimitadas.
Al oír estas palabras: “posibilidades ilimitadas” mi cerebro entrenado percibió estas otras: “ganancias fabulosas” y comencé a prestarle mayor atención.
 Ahora bien, yo era un exitoso inversionista argentino, me manejaba en el mundo real y, por supuesto, no estaba en mi naturaleza arriesgarme en un emprendimiento cualquiera, al fin y al cabo había salido indemne de la última crisis, pero hubo algo que me convenció.
-                     Vos vas a viajar, obviamente- dijo- y vas a ser muy famoso.
-                     ¿Famoso?- respondí fascinado por la palabra- yo no soy famoso- agregué, casi para mí mismo- en los 90 era bastante pibe y ahora se estila el bajo perfil pero... - me dejé llevar- salir en las revistas, ser entrevistado, tener muchos amigos en Facebook… Y además lograr una audiencia privada con el Presidente, el del Norte, claro, vender la tecnología a la NASA..., sacar una franquicia, cobrar regalías...
No recuerdo el resto de la charla, ni siquiera sé si seguí hablando con David aquella noche, pero lo cierto es que al día siguiente él tenia en su poder un cheque mío, el primero, por algo así como tres mil dólares (lo miraba como si fuese una fortuna) mientras que yo continuaba soñando con los beneficios potenciales de una “Máquina del Tiempo”.
Un mes después, cuando había olvidado el asunto y daba, no sin nostalgia, pero satisfecho de mi generosidad, por perdido el dinero, recibí una llamada por cobrar desde Kazajstán.
-                     ¿Kazajstán?- me dije- eso debe estar por Medio Oriente; ¿quién podrá ser?
Tenía, es cierto, algunos intereses en Irak desde la invasión,  pero Kazajstán, por lo que podía recordar de López Raffo, estaba más lejos... ¿no era una de esas republiquetas inestables surgidas de la caída de la Unión Soviética? (era otro tiempo, deben recordarlo).
Acepté la llamada y, me sorprendí, al escuchar desde el otro extremo del mundo la voz de mi viejo amigo David.
-                     No lo vas a poder creer, Gustavo- me dijo a guisa de saludo- pero aquí me venden tres reactores tipo IC 45 y un condensador de movimiento con relés automáticos por sólo tres millones de rublos...
-                     ¿Ah sí?- respondí haciendo un rápido cálculo en dólares - ¡ah sí!- repetí cuando el cálculo estuvo hecho- ¡son treinta y tres dólares!- exclamé- sea lo que sea eso, David, es una pichincha, ¡comprá dos!- le dije.
Me hizo caso, desde luego,  pero había un problema, el flete desde Astana hasta el puerto de Buenos Aires (la Aduana no contaba porque el comisario era amigo) nos encarecía el precio en un 900%. Lo mejor, argumentó David, era mudar todo el proyecto a las estepas cercanas a Alma Ata y operar directamente allí.
Sin saber muy bien por qué, y como mis vacaciones estaban próximas, no sólo acepté sino que nos trasladamos con laboratorio, cuatro asistentes de su equipo, un  par de estudiantes y todo (incluso, Viviana, la esposa de David quien se entusiasmó con el proyecto, o tal vez con el viaje gratis) a aquella desolada región.
Cuando llegamos nos sorprendimos al ver que David había arrendado una antigua base militar desmantelada para instalar su complejo.
Mientras mi amigo se reencontraba con sus aparatejos y sus alumnos, Vivi y yo nos entretuvimos paseando por el lecho seco del mar de Aral u organizando excursiones al Tarbagai. Y nos hicimos muy amigos, debo decir.
De cuando en cuando dejábamos nuestra habitación en el hotel para visitar a mi amigo y “supervisar”, como él decía, su trabajo.
Mi mayor interés era, claro, que todo estuviera en orden en el improbable, pero no imposible, caso de que el proyecto funcionase.
Sin saber por qué me sentía obligado para con David por mi antigua promesa y Viviana insistía en que, puesto que se suponía que yo debía viajar en el artefacto, no debía escatimar gastos en su construcción (que yo pensaba no terminaría nunca)
Por fin, una mañana luminosa de invierno, tres días antes de fin de año y dos de mi regreso a Buenos Aires, David se presentó en el Hotel.
Vivian y yo tomábamos el té cuando él, visiblemente emocionado, anunció:
-                     Ya está lista, Gus
-                     ¿Qué cosa?- pregunté estúpidamente.
-                     La máquina del tiempo- aseguró- y esta tarde viajarás en ella.
Y no pude decirle que no.
Era una especie de cabina abierta, extraída de un viejo parque de diversiones rosarino, conectada por un tubo a un gigantesco acelerador de partículas, según dijo David, y singularmente desprovista de los cuadrantes que yo esperaba encontrar.
-                     Algo tosca- aseguró mi amigo- pero funciona, la ensayé con éxito esta mañana.
-                     ¿De verdad?- dije suspicaz- ¿con qué?
-                     Con esta botella de vodka- respondió- la envié cien años en el pasado y la recuperé en el lecho del mar...- me alcanzó un vaso- ahora es verdaderamente añeja...
Realmente el vodka tenía un sabor terrible y eso me convenció de la exactitud de los cálculos de mi amigo.
Me explicó que la cabina sólo contaba con un indicador, un tablero con dos pantallas digitales, para señalar el punto del tiempo al cual me dirigía y el lapso de tiempo transcurrido desde mi partida. Todo el proceso, agregó, era automático.
-                     Y puesto que viajarás vos solo no hace falta más, ya que no sabrías operar los controles.
-                     Bueno- dije entonces- si viajo sólo me queda algo que pedirte.
-                     Por supuesto- respondió- ¿de qué se trata amigo?
-                     Una pavada, en realidad, quiero que firmés este contrato por el cual me cedés todos los derechos sobre tu máquina del tiempo, sus utilidades, derivaciones, uso profesional, educativo y/o comercial y...
-                     Por supuesto, Gustavo- dijo sin dudar- claro que me gustaría que el aparato llevase mi nombre.
-                     ¡Claro David!- le contesté- faltaba más- la llamaremos la máquina Gustavid ¿qué te parece?
-                     Bárbaro, loco- estaba realmente emocionado.
-                     Eh che, ¿somos o no somos amigos?. La máquina Gustavid de Industrias Egoeimí ¿qué talco?
Firmó de inmediato agregando la cláusula, que hablaba de su buen corazón, de que en caso de que me pasara algo la propiedad del aparato pasaba a mis herederos directos, hijos si los hubiese, esposa en el caso contrario. En el apuro de la partida  olvidé mencionarle un detalle; Vivi y yo acabábamos de casarnos...
A las quince y treinta, hora de Asia Central, los cuatro reactores nucleares comenzaron a funcionar, dejando momentáneamente sin luz a la región oriental del país, y el acelerador de partículas empezó a ronronear como una gatita mimosa. Viviana se había acercado para despedirme y me observaba, sonriendo, junto a mi amigo David Dezorzi.
Convinimos, como un homenaje a la película que nos inspirase (bueno, no a mí, pero sí a David) en que viajaría hasta el año 1955.
-                     ¿A qué lugar llegaré, David?- quise saber, a mí me hubiese gustado Nueva York, pero, por supuesto, el científico era él.
-                     La máquina no se mueve en el espacio- respondió- sino en el tiempo.
No entendí su respuesta, pero ya el aparato comenzaba a agitarse como si recordase sus buenos viejos tiempos en el parque de diversiones.
Recuerdo que en ese momento me pregunté por la ausencia de periodistas, pero con un par de guerras tan cerca no era extraño que no hubiesen concurrido al viaje inaugural de una máquina del tiempo, ya los convocaríamos al regreso.
-                     A propósito- le pregunté mientras el aparato comenzaba a vibrar cada vez más rápidamente- ¿cómo hago para volver?
-                     No lo sé- dijo David con una desagradable sonrisa- ¿recordás tu propuesta?- y citó:- “un dispositivo que le permitiese a un ser humano moverse hacia atrás en el tiempo”, vos no dijiste nada de moverse hacia el futuro así que no desarrollé ese concepto- terminó mientras abrazaba a Vivian y se reía a carcajadas.
No recuerdo más porque en ese momento el viaje comenzó.