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miércoles, febrero 26, 2014

Negociar?

Recuerdo haber leído, años atrás, que cierto visitante extranjero se sorprendía de que en nuestro país existiera un Partido Intransigente (¡lindas minas por otra parte!) ya que, argumentaba, la política es negociación lo cual implica transigir... si es necesario. Uno, que admira la coherencia (quizás por eso de pretender lo que no se posee) suele deslumbrarse ante quienes anteponen los principios a cualquier otra consideración y le dan para adelante: caiga quien caiga.
Es que resulta maravilloso verlo a Aquiles, ciego de cólera, lanzarse sobre las filas de los enemigos, la pica enhiesta y los ojos desorbitados. Maravilloso, claro, desde el campo aqueo y la comodidad de la lectura. Decepcionante sería que el fiero guerrero se parase en medio del campo de batalla, reflexionara un poco (¿qué hago acá despanzurrando tipos porque Menelao no se banca ser un cornudo?) y pidiese una entrevista con Héctor para acordar las condiciones de paz. Seguro, Aquiles salvaría Troya, volvería a su casa para criar al pequeño Neoptólemo y toda la historia del mundo occidental hubiera cambiado, quien sabe si no para mejor... En tal caso, claro, nadie diría que Aquiles es un héroe. Agamenón y los demás lo llamarían transero.
Se me ocurre que, en el fondo, es cuestión de tiempo (como diría un amigo) porque a veces es necesario arremeter con todo, poner quinta a fondo (como no manejo las metáforas automovilísticas sólo están a modo de ejemplo) y atropellar al enemigo... en especial cuando el enemigo quiere atropellarlo a uno.
En otras ocasiones hay que ser como Fabio  y contemporizar, negociar, perder para ganar, ceder y transigir. Puede ser que el enemigo sea tan fuerte que, paradoja, atacarlo implicaría hacerlo aún más fuerte. Puede ser que el enemigo sólo pueda ser derrotado con el desgaste de la negociación. Puede ser, incluso, que no sea enemigo, sino avdersario (distinción de la que podemos hablar otro día) y que un adecuado toma y daca nos beneficie a ambos. Negociar es una manera de comprar tiempo tan buena como cualquiera, bien lo sabía Mendieta.

martes, febrero 11, 2014

Una tarde en el Museo, parte tres... y última.

III
¿Delacroix?, repetí alelado (hacía rato que quería usar esa palabra), ¿Eugene Delacroix, el pintor?
Asintió.
Mentiroso, mentiroso porque no estuve en las barricadas de los Tres Gloriosos pero me pinté igual, guiado por la Libertad, linda mina por otra parte, y me guiñó el ojo. Vos te las das de escritor, o sea, de mentiroso profesional, y andás buscando la paja en el ojo ajeno... Y se largó una carcajada que pareció resonar por toda la habitación.

La piba seguía sonriendo, ¡esa sonrisa!, ¿dónde había visto yo esa sonrisa?, pero ahora más divertida que atenta a mis reacciones.
No entiendo, dije, ¿esto es una broma?, ¿un espectáculo montado para los turistas?, ¿la mala copia de una película de Hollywood?
Ni la piba, ni Eugenio, respondieron.
La puerta volvió a abrirse y entraron, en tropel, una multitud de minas en bolas, digo de mujeres con escasa ropa, tan teatral era aquel despliegue que las reconocí de inmediato; Las Sabinas, dije.
Ellas sonrieron y se pusieron en pose frente a la ventana. En eso, apresurado, entró un tipo de rostro serio, con un lápiz en la mano derecha.
David, me susurró Delacroix.
¿El peluquero?, pregunté tontamente; todavía recordaba las vidrieras que había visto con mi compañera.
Mais, no!, protestó, el pintor...
David dio algunas indicaciones, trazó unos bocetos y se fue a completar su trabajo a un cuarto vecino. De inmediato las chicas se relajaron, unas se vistieron, hacía frío, otras se pusieran a jugar con otros chicos, un par comenzó a charlar animadamente (señalaban a una tercera en un claro indicio, más allá de los tiempos y lugares, de chisme) y algunas empezaron a tejer.



Me extrañó que personajes clásicos se comportaran de esa manera pero, cuando iba a comentarlo con Eugenio o con la piba, entró un joven dios. Impresionante, mayestático, con paso elástico y mirada olímpica. Era griego, sin dudas, pero lucía un extraño atavío egipcio.

Al verme sintió curiosidad y me hizo señas de que me acercara. Me aproximé con comprensible temor, medía casi dos metros, mientras él me hacía un gesto de calma. Me preguntó por mí, por mi patria, mis costumbres... circunstancias que el lector conoce o que no tienen por qué interesarle. Por su parte me dijo que era un griego de Asia, que era esclavo del Emperador (¿pero no lo somos todos?, agregó) y que había tenido la desdicha de ser bien parecido. El gobernante del mundo, continuó, se había enamorado de él y desde entonces su vida había sido un paraíso y un infierno (¿no lo son todas, acaso?). Había momentos, me dijo, en que no podía imaginar la vida sin él, sin su Adriano, momentos en que tanto amor era insoportable. Y una noche, en el Nilo, él, Antinoo, griego y hermoso, decidió que nunca envejecería, o que no se expondría a perder ese amor, o que no podía continuar al lado de un ser tan voluble y poderoso. Las aguas del río curaron todos sus males... para siempre.
Hubiese querido seguir hablando con él, pero otros más entraban a la sala.




Mujeres, niños, guerreros, artesanos, ceramistas, pintores, campesinos, mercaderes, sacerdotisas, pescadores, esclavas, pastores...
Ningún rey, ningún dios auténtico, ningún “personaje célebre de la Historia Universal”, salvo uno o dos con historias tan tristes como la de Antinoo.
Se lo comenté a Delacroix quien se encogió de hombros. Al fin y al cabo él sí volvía a la vida y era demasiado burgués para preocuparse por otros. Cada uno en lo suyo... pareció decir y se fue a conversar con Ingres y Leonardo.
La pibita, la joven que me había guiado, fue quien habló.



¿Sorprendido?
¿Pensaste que las pinturas, esculturas y todo eso volverían a la vida?
No, estimado, no es así. Ellas tienen su propia inmortalidad; mudas, estáticas, idénticas a sí mismas, siempre. Es su destino, ni un premio, ni un castigo.
¿Entonces no eran reales..?, comencé.
¡Claro que sí!
Tan reales como las modelos que David eligió para sus cuadros, o los sentimientos profundos que hicieron que Antinoo siguiese habitando ese cuerpo de mármol, o el amor que pusieron quienes hicieron los miles de objetos, muertos, que están en estas salas. Ellos, ellas, las personas son quienes permanecen.
Miré entonces a mi alrededor.
El Museo estaba lleno de gente, turistas, hubiera dicho un observador superficial.
Una mirada más atenta, una mirada reposada, descubría otra cosa.

Egipcios de la primera dinastía, o antes quizás, con su faldellín y sus cabezas rapadas, cocinando ante una chimenea rococó.
Sumerios de cabello negro enseñando sus tablillas de barro a rudos guerreros asirios.
Levantinos abigarrados, circunspectos camelleros que conocieron a Bahira y a Mohammed, dignos funcionarios bizantinos, curanderas de las montañas de Cilicia, cruzados, asesinos de Alamut y mercaderes de Brujas endosándose letras de cambio de los templarios.
Un sacerdote de Tikal mostrándole sus cuentas a Hipatía de Alejandría. El quipucamayoc de Tiahuanaco relatando una historia a un joven esclavo yoruba...

Obreros del París revolucionario, tejedores de Silesia y leñadores de Renania discutiendo en un apasionado mitín al pie de la, inmóvil, pintura de Luis XIV. Tres alemanes, uno de ellos fumaba prodigiosamente, los escuchaban con atención.
Eran ellas y ellos. Los artesanos, los que guisaron la cena del victorioso, las que vendaron las heridas del hoplita derrotado, los que figuraron en el desfile de la victoria, los números de las crónicas, los hacedores.
Ellas y ellos los escogidos, los que recuperaban el Museo que era suyo por derecho de creación.
Y se acercaban.
Y hablábamos en un lengua hecha de sueños y deseos y frustraciones y pequeños triunfos.
Y si los turistas japoneses o los nuevos rico rusos se extasiaban ante los clásicos, este proletario sudamericano tenía el raro privilegio de conversar, mano a mano, con los verdaderos personajes históricos. Aquellos que los libros no recuerdan.

Beatriz, dijo alguien y entonces reconocí a la chica, se hace tarde. El viajero debe volver y, además, Dante y Virgilio te esperan...
Ella asintió, con esa sonrisa que Leonardo hubiera querido captar, y me tomó de la mano.

Me despedí de un maestro de escuela que deploraba la política educativa de Ptolomeo y alcé por última vez a un niño de Judea muerto en el siglo I ante la indiferencia de su dios.
Me alejé llevado por Beatriz.
Caminé por los pasadizos subterráneos.
Ella me dio un suave beso en la mejilla y desapareció.













Trepé el parapeto y parpadeé, perplejo, ante la luz; a mi lado una pareja se prodigaba caricias que fingí no ver.
La noche había llegado.
Dejé el Louvre por calles de nombre desconocido, que brillaban bajo la persistente llovizna.
Después de caminar sin rumbo me dirigí a un pequeño restaurante argentino, donde me esperaban una buena amiga, su esposo y mi compañera. Cenamos unas riquísimas empanadas.

¿Qué tal el museo?, me preguntaron.
Me perdí, dije...


sábado, febrero 08, 2014

Una tarde en el Museo, parte dos.


II
Me dí vuelta murmurando una excusa en una lamentable caricatura de argentino, inglés y francés... Desolé, ye ne sé pá que estaba forbidden acá...
La mano pertenecía a una chica, rubia, menuda, con el trajecito azul del personal del museo. No tendría más de dieciocho años y, me tranquilizó, sonreía. Se llevó el índice a los labios y me indicó que guardara silencio. Comenzó a caminar por la galería y, sin saber por qué, la seguí. Supuse, supongo todavía, que era una estudiante realizando una pasantía. Creí, pero me equivocaba, que me llevaría con un superior para explicar mi inconducta...

Atravesamos salas donde cada vez había menos gente. El museo tiene algunas secciones en reparación y gruesas puertas marcan esos límites, mi guía las atravesó sin problemas, con un ligero empuje de manos, observé que sus dedos eran largos y finos, y yo la seguí. Cada tanto se daba vuelta, volvía a sonreír, de manera infantil, como si fuera un juego, y se detenía hasta que yo llegaba a su lado, luego retomaba su paso ágil, seguro.

Al final se detuvo en una sala despojada de todo adorno y carente de cuadros, esculturas o vitrinas. 










Las ventanas mostraban la lluvia sobre el Sena, la tarde que se deshacía en nubes rosadas, el brillo de
las luces sobre la “rive gauche”...


En la sala, austera y todo, había un sillón de alguno de esos estilos que no conozco, pongamos Luis XV, y la chica me indicó que me sentara.









Bueno, pensé, ahora viene el director del museo y me clava una flor de multa. ¿Aceptarán la tarjeta? Porque, rebusqué en la billetera, de efectivo no me quedan más que cinco euros... y en monedas de veinte centavos...


No vino nadie.
Pasó un largo rato, la piba me miraba con curiosidad y algo más que no podía percibir. Yo evitaba cruzarme con esa mirada, jugaba con el celular, miraba las molduras del sillón, sonreía y hasta intentaba decirle algo en alguna de las muchas lenguas que hablo... mal.
Ella nada. Su sonrisa era extraña, entre desvaída y ausente, me recordaba otra sonrisa que, tampoco, era capaz de recordar. 
 
Frustrado, hice un gesto como si fuera a incorporarme y cambié la sonrisa por una de mis dos expresiones de enojo, la correspondiente a: maestro retando a los alumnos, nivel uno.
Ella dejó de sonreír y se movió, como dejándome libre la puerta. Sin otro gesto era, sin embargo, una clara invitación; podía retirarme, si quería. Entonces me dí cuenta de que era ese “algo” que se sumaba a su curiosidad; me estaba midiendo, quería saber hasta donde era capaz de llegar, como si fuera una prueba para andá a saber qué...
Puse en stand by la cara de enojo y me acerqué a la piba, me aclaré la garganta como para dar comienzo a un discurso cuando ella, en un castellano casi sin acento, pero que me recordaba al italiano me dijo, con una voz suave y algo pretenciosa:




Nadie te creerá, pero eso no importa ¿verdad?
Comencé a decir que no sabía de que hablaba, que qué se proponían (no sé por qué usé el plural), que llamaría a la embajada o algunas otras frases que expresaran claramente mi, injustificada, indignación, cuando ella giró la cabeza hacia la puerta que se abría. Por el rabillo del ojo vi que hacía un gesto de aprobación, pero la figura que entraba me hizo olvidar cualquier otra consideración que no fuera la sorpresa.


¡Así que me trataste de mentiroso!, sí, Gustavo, a vos te hablo. 
¡Mentiroso! ¿En qué revolución estuvise, para decir esas cosas de mí?
 
El tipo, era un tipo, que entraba tendría poco menos de treinta años, apenas un esbozo de barba, un elegante bigote,el cabello revuelto y patillas de otra época. Tanto como su traje...y la galera que dejó sobre un escritorio.
A pesar de sus palabras (dichas en puro argentino), se reía y estaba claro que se burlaba, amigablemente, de mi sorpresa.

Me tendió la mano: Euyin Delacruá... encantado.


Continuará...

viernes, febrero 07, 2014

Una tarde en el Museo.

 I

El Museo del Louvre no es grande, ni siquiera inmenso, majestuoso o deslumbrante. Estas son palabras vanas que no alcanzan a dar cuenta de ese universo múltiple que es aquel antiguo palacio en el centro de París.
Desde que era un solitario adolescente en permanente diálogo con gente que sólo vivía en los libros solía detenerme en las imágenes del piadoso Gudea, de los fieles Horacios, del mentiroso Delacroix o de La Bella Gallerani, y leer, en el epígrafe, su ubicación en el mundo: París, Louvre. Estar en la misma ciudad que ellos y no visitarlos no era sólo una descortesía sino también un despropósito.
Así que partí, solo como mi apellido lo indica, para ver a viejos conocidos.


No relataré el paseo, apenas interrumpido por un café con dos masitas que eran una obra de arte a juzgar por el precio, sino apenas un episodio de cuya duración no puedo estar seguro.
Debajo del museo, que una vez fue palacio, están las ruinas del castillo medieval; foso, bases de los torreones, cisternas que quien sabe dónde conduzcan... Transgrediendo las normas, aproveché la ausencia de guardias, el punto ciego de una cámara de vigilancia y un hueco entre las barandillas para explorar un poco más.


 









Crucé una arcada, piedras de ocho siglos, y seguí un muro apenas iluminado. Giré, no sé muy bien donde, prendí el celular para ver mejor y creí distinguir unas personas a la distancia. Me dije que debían ser visitantes en el Ala Denon, ubicada a mi derecha según me parecía, y decidí ir hacia ellas, terminada mi exploración no autorizada. Con mi mejor cara de inocente saldría al pasillo, me sumaría a los turistas y “aquí no ha pasado nada”.
No era tan simple. En un área arqueológica no hay pisos pavimentados, los túneles suelen ser engañosos, el sentido de la orientación se pierde cuando se está debajo de la tierra, lo que sea. Demoré una eternidad en llegar a donde estaban las personas y, cuando iba a salir a la luz, una mano se posó sobre mi hombro.


Continuará...

miércoles, febrero 05, 2014

Alló, SNCF...



Grasse en el corazón de la Provenza.






Célebre por un almirante que peleó del lado de los rebeldes en la guerra de Independencia de las Trece Colonias, que serían más tarde los Estados Unidos. 
 







Más célebre por sus fábricas de perfumes que ofrecen astutas visitas guiadas seguidas de inevitables compras.
Mi compañera y yo llegamos a media mañana con un doble cometido; conocer las perfumerías, pues ella tiene una sensibilidad especial para los aromas, cualidad de la cual carezco, y hablar por teléfono. 

¿Hablar por teléfono? 

¿No los hay en Niza? 

¿Era realmente necesario?

La historia es larga y me limitaré a unas pocas precisiones: 
Sucedió que el día anterior compramos los pasajes para venir a Grasse, por el viejo método de ir a la estación, y los pasajes para París por medio de Internet, ya que los precios eran notablemente menores.
Sucedió que las tarjetas no europeas estaban bloqueadas y había que comunicarse, entre las diez y las seis, con atención al cliente de los ferrocarriles para desbloquearlas.
Estación de Niza




Sucedió que esta operación, por cuestiones de tiempo, sólo podíamos hacerla el día de nuestra visita a Grasse.

Estación de Grasse, al fondo (y 300 escalones arriba) la ciudad...
Así que pasamos una hora buscando una cabina telefónica, encontrándola, llamando a atención al cliente, bajando a un sótano dudoso para una nueva operación por Internet y llamando nuevamente. Todo esto a cargo de mi compañera que habla fluidamente la lengua local, y el italiano incluso como para que la tomen por una italiana y el inglés para sacar de apuro a un pobre turista famélico.
En caso de problemas... consúltela.
Quien esto escribe, capaz de leer inglés, francés, italiano, portugués y hasta latín, es un completo inútil a la hora de pronunciar la más simple frase... y un completo inútil en otras cosas que no vienen al caso.

Después de llamadas y trámites conseguimos los pasajes. Nos dispusimos, entonces, a disfrutar de la ciudad.
Pero ese relato deberá esperar, todavía.