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viernes, diciembre 31, 2010

Durante la primera década del siglo…


Así hablarán los historiadores del futuro, es decir dentro de unos cuatro días, acerca de los últimos diez años que acabamos de vivir. Parecen remotos aquellos sucesos que nos marcaron, mundo, continente, nación, desde el 2001. ¿Y qué decir de los misterios que, para todos los que tenemos más de 30, llevaba aparejada la misteriosa cifra del año 2000; ya en el siglo pasado?
La memoria es selectiva, no hay dudas, puestos a recordar se agolpan imágenes que, a veces, ni siquiera se pueden situar claramente en el tiempo. Cada uno rememora aquello que le impactó, pero también aquello de lo que tanto oyó hablar. Imágenes propias, implantadas por los medios, generadas por el azar de los recuerdos. También, ¿por fortuna?, ¿por instinto de supervivencia?, ¿lamentablemente?, escojan ustedes el adverbio, olvida muchas, muchas cosas.





Esta es mi propia cosecha de comienzos de siglo…
En julio de 2001, acaban de robar mi casa, recibí por esas compensaciones del acaso la maravillosa noticia de que Mariana, entonces mi esposa, estaba embarazada por segunda vez. Daniel, un hermoso renuevo del viejo tronco Bessolo, estaba formándose en su vientre. Aún no imaginaba la maravilla de verme reflejado en sus ojos, en sus manitas aferrándome, en sus preguntas y, ahora, en su pertinaz interés por la mitología. Todavía no sabía de la turbación de encontrar en sus gestos, sus enojos, sus rabietas y sus risas el eco de aquellas que suelen dominarme más de lo que quisiera admitir.

¿Dónde estabas el 11 de septiembre de 2001? Es el recuerdo común más antiguo que puedo lograr sin recurrir a la extensión de mi memoria que tengo en la punta de los dedos. Día del maestro, recuerdos permanentes de un desgraciado 11 chileno, estaba en casa. Mi hija tomaba, sin demasiado entusiasmo, su desayuno. Escuchaba radio; ¿Cuál es? me gustaba entonces; comentarios sobre Nueva York, frases sueltas, la imprecisa sensación de no saber que estaban hablando y el recurso a la tele, en esos tiempos en que Internet (dial up) era un lujo para unas pocas horas nocturnas… La imagen de las Torres Gemelas, el humo, el impacto en vivo del segundo avión. Las sensaciones fueron contradictorias; un desastre siempre nos conmueve pero en este caso, y sé que muchos compatriotas coincidieron conmigo, era un ataque (no sabíamos quiénes o por qué) al corazón del Imperio.
 Los telespectadores de Tatooine ¿habrán lamentado la destrucción de la Estrella de la Muerte? Por primera vez desde 1941 los eternos agresores (obviamente siempre con Dios y la Justicia de su lado) eran agredidos, por primera vez desde 1812 los que habían bombardeado cada continente del mundo (y algún océano también) sufrían unas ofensiva en su propio territorio continental. Imágenes fílmicas de incontables catástrofes, generosamente provistas por ellos mismos, fueron evocadas de inmediato. Mi hija preguntaba: ¿qué pasó papá? No sé si se lo dije, ya mencioné la selectividad de la memoria, pero creo que respondí: las cosas están cambiando.




En 2001 otras varias tornas se volvieron.







































El gobierno de la Alianza en la Argentina (si no sabés que fue la Alianza porque vivís en un termo chino hay una cosa llamada Wikipedia) se encaminaba hacia la catástrofe. Había despertado algo más que tibias expectativas después de los diez años de pública almoneda menemista. No había cumplido ni siquiera un décimo de las expectativas, justificando una vez más aquella vieja verdad: “los radicales no saben gobernar”, cuyo corolario, no escindible, es: “los peronistas no dejan gobernar”. 




El censo, previsto para septiembre de 2001, fue para mí la prueba final del fracaso; que un gobierno no pueda siquiera 
asegurar el cumplimiento de un censo (algo que ya hacía cualquier rey de la Edad de Bronce) era una demostración más que suficiente de que le quedaba poco tiempo de vida. 
No esperaba, claro, lo que vino después: corralito, saqueos, violencia urbana, represión, piquetes (por ese entonces incorporamos la palabra la léxico habitual), cacerolazos, riesgo país (otra frase popular), estado de sitio, acefalía…



Y muertes, como la de Pocho Lepratti, como la de tantos otros.
Fui en familia, y un poco a regañadientes porque me evocaban esa clase media a la que no quiero pertenecer, y protestas muy otras en un país trasandino, a algunos de tantos cacerolazos casi espontáneos de aquellos días. Belu se entusiasmaba con un silbato, yo cuidaba esa vieja olla que, más tarde, usaría para cocinar, Daniel, en la panza, ¿quién sabe lo que sentiría? ¿Gritaría también desde su confortable comarca: ¡qué se vayan todos!?
Las memorias vienen solas a las puntas de los dedos. Renuncia y huída del presidente De la Rúa. 


Los depósitos congelados, varios presidentes en una semana (Google me recuerda que fueron cuatro y olvidables) y una frase del último regente de la abatida República: La Argentina está quebrada. La Argentina está fundida. Este modelo en su agonía arrasó con todo... Olvidándose, claro está, de que había apoyado con todo su esfuerzo tal “modelo” (en Argentina todo plan económico y político, o la ausencia del mismo, se llama modelo). 
El país se incendiaba, los medios masivos eran antiguos hechiceros profetizando sobre las ruinas desgracia tras desgracia, los economistas jugaban a ver quien preanunciaba la peor catástrofe, los grupos de izquierda releían en sus viejas biblias los pronósticos de la revolución proletaria y se preguntaban ¿cuándo tomaremos el Palacio de Invierno? 
Proliferaban los clubes de trueque, que para algunos eran el despertar de la nueva sociedad, y las asambleas barriales; se gritaba, todavía, piquete y cacerola; la lucha es una sola y se soñaba con una alianza de clases, onda Revolución Francesa, que guillotinaría a la podrida aristocracia (en mi país, como no hay aristocracia, se suele odiar a la oligarquía, pero en esos tiempos el odio era unánime contra la llamada “clase política”) e implantaría la República de los Iguales como proclamaba, con acentos de Babeuf y algo de Savonarola, la profetisa Carrió. 
Duhalde, en tanto seguía hablando: quien depositó pesos, recibirá pesos. Y quien depositó dólares, recibirá dólares.
Los hechos se agolpan. El espacio de palabras es acotado y debo resumir. Ustedes, botella al mar al fin, suplirán lo que falta si es que deciden comentar.


El 2002 comenzó bajo el signo del desconcierto. También de la expectativa que suele parecerse mucho a la esperanza. Mi hijo Daniel abre sus ojos a un mundo en el cual lo único seguro es el cambio.

El Euro, la primera moneda de una federación de naciones, entra en circulación en Europa y muy pronto será una seria competencia para el dólar imperial. Entre guerras, atentados suicidas, tomas de rehenes, calentamiento global y asteroides que pasan peligrosamente cerca de nuestro planeta ¿recuerda alguien la explosión sobre el Mediterráneo Oriental que, por tres horas de diferencia, no causó la muerte de millones de personas? Yo, al menos, no…


Años sazonados aquellos. En mi propia vida, digo, con los condimentos más variados. Incienso de mis últimos años al servicio de la Santa Madre (varias madres debe uno dejar en el camino, pero dejemos esto para las sesiones de los martes), canela del Cercano Oriente (una me intoxicó hasta la alergia, otra todavía endulza recuerdos que serán sólo eso), mirra (demasiada), pimienta en exceso y toques de mostaza en los últimos tiempos. Deliciosa mostaza que, a veces, no saboreo como debiera… pero de la cual ¡estoy enamorado!


Un país arrasado era lo que amanecía en la primera década del siglo. Un país muy diferente es el que amanecerá en los primeros segundos de la segunda. ¿El país soñado?, no, ciertamente pero al menos la política ha vuelto a las calles, poco a poco se definen posturas y, no es un dato menor, estamos sobrellevando con relativa indemnidad la peor crisis del presente siglo.
 No digo que todo está bien (otro día hablaremos de ello) pero tampoco todo está tan mal. Hay mucho para cuestionar a la administración K y muchísimo más a la llamada oposición; pero el clima es diferente y, cuando el mundo parece derrumbarse en las geografías que nuestros argiropolitanos acostumbraban a admirar, uno encuentra motivos para la esperanza. Sin obviar todo aquello que duele; la miseria, el hambre (con la cosecha de tres días, ¡tres días!, comerían por un año todos los que están bajo la línea de indigencia), la falta de viviendas, y la lista sigue…

En diez años acuñamos nuevos verbos; googlear, bloguear, colgar, loguear, nuevas costumbres a la hora de volver a casa o del insomnio; facebook, you tube, Wikipedia para los más frikis…














Los celulares pasaron de ser  aparatos para hablar por teléfono a dispositivos sofisticados que, además, permiten la comunicación (o incomunicación andá a saber) telefónica.






























Ya no confiamos tanto en lo que se dice, somos más críticos.



No nos esforzamos tanto por lograr las cosas, ¿más holgazanes quizás?

Los ideales están tan lejos como hace una década.


Los caminos se desbrozan sobre la marcha y cunado se vuelve la vista… ya lo dijo Machado, ¿se acuerdan?

Tanto en diez años…
Tenía treinta y seis, entonces
Viví el frenesí de los cuarenta, me separé, encontré lo más parecido al verdadero amor (o quizás sea el Verdadero, si nunca lo viví tal vez necesite tiempo para reconocerlo) y hallé mi lugar en el mundo en una escuela que, cada día, se mete más y más en mis afectos… Compañer@s de trabajo, y de estudio, entrañables, chic@s maravillosos, mis hijos creciendo y la amorosa mirada de Sabrina.
Tengo cuarenta y seis, ahora.
¡Y lo mejor  todavía está  por venir!