Buscar este blog

martes, enero 28, 2014

Historieta de tres ciudades. Turín (Torino)

Italiano por tres de los cuatro costados, nunca supe muy bien de que parte de la península provenía el que me dio el apellido. 
Mi nono, nunca dije abuelo, materno era siciliano, de la antigua Agira, patria de un famoso historiador griego. 
Mi nona paterna era argentina, hija de un campesino de Montescaglioso, en la Basilicata. 
El abuelo paterno, que completa el tríptico, murió nueve meses antes de mi nacimiento... así que no me pudo contar gran cosa. 



A mi padre la genealogía no le interesaba, de manera que sólo sabía que mi bisabuelo; Teófilo Bessolo era del norte de Italia, a veces se mencionaba vagamente Cerdeña, orgullosamente masón y que llegó a la Argentina a principios del siglo veinte.

Indagando y buscando pude saber que hay varios Bessolo en el ancho mundo, incluyendo al fallecido actor que encarnó a Superman en la televisión de los ‘50, que la mayoría se concentra en Turín (Torino en italiano) y que un minúsculo pueblo lleva el mismo nombre de familia que constituye mi orgullo.
Bessolo, Scarmagno, Torino, Piemonte, Italia... ¿La Comarca?
En la búsqueda del camino de Italia a Francia mis preferencias eran Roma, por Historia, y Torino, por historia... personal en este caso. Quería conocer el lugar donde los carteles en la ruta eran idénticos al apellido que figura en mi pasaporte.
Me apresuro a confesar que no logré este modesto objetivo. Desde Torino hay trenes para todos lados y Bessolo queda a unos pocos kilómetros pero tan aislado que hay que combinar un par de ómnibus para llegar y en la dirección de turismo no tienen ni idea de como hacer tal cosa... ¿Bessolo?, dijo la chica del punto de informes como si le preguntara como llegar a la Comarca.

Sin embargo pude recorrer la antigua capital de Saboya, luego del Reino de Piemonte y Cerdeña y finalmente, primera de la Italia unificada. Una ciudad que no parece italiana sino centroeruopea. Algo austera, como una Rosario más grande, más antigua y menos improvisada, comercial e industrial, a orillas de un río no más ancho que el Carcarañá, con montañas nevadas a lo lejos.

No había demasiado para ver, o no sabíamos mucho que ver, excepto el museo egipcio, el más grande después de el de El Cairo, y la Mole Antonelliana.
Turín (o Torino) al fondo los Alpes



El museo, pese a estar en obras (toda Europa está en obras en enero, temporada baja), es sencillamente maravilloso. Desde la época predinástica hasta la conquista romana uno puede contemplar los testimonios de la vida egipcia; no sólo momias y sarcófagos, sino objetos de la vida cotidiana, juegos de mesa, cosméticos, sandalias y unas curiosas estatuas de Isis y Horus que recuerdan, no sin motivo, la conocida imagen de la Virgen y el Niño del catolicismo.

Doscientas fotos, no es hipérbole, son el recuerdo visual de esta visita.
Junto a un piramidión



La Madre (Isis) y el Niño (Horus)

Antiguo egipcio haciendo lo mismo que yo todas las mañanas... ¡ya te doy de comer, Pancho!

Hator y Horus ¿cuál elijo, Dani?

La Mole Antonelliana
Dos o tres fotos nos mereció la Mole. Como el Monumento para los rosarinos, la Mole, una gran cúpula en el centro de la ciudad, es el símbolo de Torino. Originalmente planteada como una sinagoga, pasó por diversos avatares hasta terminar, actualmente, como Museo de Cine. Tiene más de cien metros de alto, un ascensor en el interior, que no tomamos, y un estilo arquitectónico que puede considerarse como ejemplo clásico del feísmo... si es que tal cosa existe.


Verla... es peor!







La vista del Po con unas cascadas como las del Saladillo, salvo los "guachines", nos compensó en aquella tarde gris y fría. 
Cascadas del Po

Iglesia Santa María Redonda... nada originales
Torino no es precisamente encantadora y, sin embargo, me gustaría volver, al fin y al cabo mi estirpe paterna tiene su origen aquí.
Cinco mil años... ¿un ignoto antepasado?

viernes, enero 24, 2014

Historietas de tres ciudades. 2 Venecia

Si Roma es como una sabia abuela que aprendió a mandar sin imponerse y logra sus propósitos apelando a su historia, Venecia es como otra adorable viejecita que, en su sosiego, no disimula una juventud frívola y casquivana. Y cada tanto renace la cortesana que fue, escondida pero no acallada, en los vacíos sotoportegos a la orilla de los canales.

Hay que recorrerla por la mañana, en un día gris o en otro de sol (y parecerán diferentes ciudades), alejándose de las manadas de turistas, perdiéndose en calles estrechas hasta lo increíble, para desembocar, después de un puente, en una inesperada piazza flanqueda por una iglesia barroca, por tiendas repletas de máscaras, delirio para mi compañera, ocasión de injustos reproches: “¡Otra vez te vas a parar!”, maravilla para los ojos de ambos, por aljibes centenarios y por un silencio particular que rumia historias de amantes enmascarados, de puñales afilados, de un cuerpo cayendo al canal, un chapoteo y el rival ha desaparecido, de embajadores embaucados y de Montresor tramando su venganza con la excusa de un barril de amontillado...

Depués uno sale al Gran Canal, gigantesca S que atraviesa Venecia de punta a punta, a la Piazza San Marco, a la Dogana y se encuentra con viajeros de todo el mundo y de la más variada condición. La damisela de Jordania; rubia oxigenada, maquillaje estridente y vertiginosos tacos, la mendiga eslava con el pañuelo en la cabeza que recuerda a un personaje de Chéjov, el nuevo rico ruso, los españoles zezeando el inglés de turista, algún argentino que se revela en el: “mirá esto, che”, los alemanes, sonrientes y satisfechos, con su medido entusiasmo y, claro, los interminables japoneses, ahora también chinos, fotografiando obsesivamente cuanto monumento caiga en el objetivo de sus sofisticadas cámaras.



Todas las grandes marcas en las calles del sestiere San Marco(Venecia se divide en seis barrios, evocados en el ferro de las góndolas), recovecos impensados donde degustar, al paso, una pizza por dos euros, ningún auto, moto o incluso bicicleta que turbe el paseo, las góndolas turísticas, carísimas, las lanchas taxis o los vaporettos, que ya no son tales sino motonaves, por el Gran Canal, las góndolas, que pocos turistas conocen (gracias B.B.) que cruzan el mismo en dos minutos por apenas un euro y centavos, las gaviotas, enormes, a orillas del mar y el león alado del apóstol Marcos mirándolo todo, no sé si amenazante o cómplice, desde su elevada columna.

Historietas de tres ciudades. 1 Roma

Tres mil años, poco más, poco menos, tiene la vida urbana en Italia.
Esto quiere decir que hay gente apiñada en las ciudades de la península desde hace noventa generaciones, así, a ojo de buen cubero.
La cabaña fue reemplazada por la domus, por un palacio, por unas ruinas y por un nuevo palacio...así siglo tras siglo. Resultado; una especie de torta millefoglie urbana.
Esto quiere decir que uno camina y se encuentra con un edificio de valor histórico, que hay antiguos palazzi de paredes descascaradas que, en su interior, albergan lujosos muebles, cuadros de gran valor y preciosos recovecos apenas explorados, que por más que recorra, investigue y coteje cada lugar con la guía en la mano siempre, pero siempre, quedará algo para ver.
Una moderna avenida atraviesa la puerta de las murallas de Roma; por allí entró Aureliano, victorioso, después de derrotar a Zenobia de Palmira, más bella que Cleopatra. Doblando la esquina, un viejo palacio, propiedad de una familia cuya prosapia se remontaba a los días de Nerón, cedido tres siglos después al Papa por Constantino y convertido en la Archibasílica de Letrán; “cabeza de las iglesias de Roma y del mundo”, más importante, en jerarquía, que San Pedro del Vaticano. Enfrente un obelisco, robado, traído, de Egipto por el emperador Constancio y, cruzando la calle, nuestro hotel... justo por donde solía pasar el acueducto de Claudio cuyas arcadas se conservan entre dos tejados un poco más lejos.



Roma es inmensa pero no abruma.
Las ruinas hablan de una grandeza que se evoca con cierta dulce melancolía.
Los palacios, las iglesias, las callejuelas engañosas recuerdan que la astucia sobrevive a las armas.
Los museos, los tipos vestidos como legionarios para la foto y los diminutos automóviles. El nuevo subterráneo, las grises aguas del Tíber, el sol que brilla sobre la Fontana de Trevi, invadida por turistas y el músico callejero en la esquiva Piazza Navona. 




Las mujeres desfilando a la última moda por las calles, las colinas apenas perceptibles pero que se hacen sentir en las caminatas, los modernos romanos apresurados, pero prontos a dejarse tentar por un expresso.
 Los ubicuos curas y las sonrientes monjas, los turistas japoneses o chinos, los inmigrantes árabes y una pareja enamorada venida desde la lejana Rosario. Todo ello, y tanto más que no alcanzamos a percibir pero sentimos en el aire, nos aseguran que, treinta y tantos siglos después, esta ciudad sigue siendo eterna; eternamente joven.



domingo, enero 19, 2014

Tren nocturno a Roma

Al principio parecía una buena idea:
 Ir desde el norte de Italia; Verona, Padua o Venecia, hasta Roma en un tren nocturno.
Dejábamos de “imponer” nuestra presencia a los primos y ahorrábamos una noche de hotel.

¿Dormir en un tren puede ser más incómodo que dormir en el avión?; pensamos.

¿No es romántico recorrer juntos la Romagna y la Toscana a la luz de las estrellas, juntos y abrazados en un camarote de tren?; imaginamos.

Esperar el tren con ansias, pero sin apuro, subir a la medianoche en una de esas ciudades de ensueño y amanecer, maravillados, en la deslumbrante Roma es casi perfecto; dijimos.

Pensamos, imaginamos y decimos demasiadas cosas...

La partida fue desde Venecia. Retardos que no viene al caso mencionar nos dejaron con la entrada a los museos de la Piazza San Marco pagada y sin usar; aprovechamos el último día en el Véneto para ese recorrido.
El anochecer, léase las cinco de la tarde, nos encontró, ahítos de arte e historia, en el célebre Café Florian. 

 Allí, desde 1720, se daban cita poetas, músicos, revolucionarios y conspiradores de casi toda Europa. 
 
Allí, en el siglo XXI, toman el té encopetadas damas venecianas o turistas de bolsillos rebosantes. Allí estábamos nosotros, del lado de afuera, en la Piazza, con un viento frío y cortante (gentileza del Adriático), intentando aprovechar la conexión Wi Fi...




Finalmente tomamos el vaporetto, recorrimos a lo largo el Gran Canal y desembarcamos en la estación Santa Lucía. 
Una cena en un restaurant de menú libre reemplazó con ventaja los fastos de los lujosos cafés del Rialto.
 En unas pocas horas partiría el tren nocturno a Roma, viajaríamos en un camarote y arribaríamos a la Ciudad Eterna con las primeras luces del alba. Casi un capítulo de Marguerite Duras o Thomas Mann.
¡Pocas horas!
Nunca son pocas cuando uno espera en una estación que se va quedando desierta.


Ni cuando pasan los minutos y el tren no se anuncia.
O al escuchar repetir al altavoz que tal o cual formación, procedente de alguna histórica ciudad, tiene un retraso también histórico.
Y cada cinco minutos una voz ya habitual repetía: “Allontanarsi dalla línea gialla”, como una de esos ritmos que uno no logra sacarse de la cabeza. “Ding dong, atenzione...” y uno espera que anuncien el tren, pero en su lugar: “allontanarsi...”


Llegó la medianoche, se terminó el día de Reyes, que acá es visitado por una curiosa bruja llamada Befana, y por fín, a los veinte minutos del siete de enero “Il treno Intercity” estaba a punto de partir; “allontanarse....”.
El tren en cuestión venía de Milán y el camarote, de seis personas, estaba ocupado por dos mujeres con pieles de ébano, hubiera dicho Salgari, dos negras, comentarían los pibes del barrio. 
Una de ellas intentaba dormir, la otra devoraba un paquete de pochoclo de penetrante aroma mientras, obsesivamente, acumulaba puntos en el juego de su smartphone. Insinuamos que ocupaba nuestro asiento y, sin mirarnos, con un gesto de displicencia, se movió al otro. Su compañera se acomodó en la búsqueda del interrumpido sueño.

Por razones que tampoco hacen al cuento íbamos cargados como paqueteros bolivianos, con el añadido de que la voluminosa valija, despojada de una de sus ruedas en una maniobra aeroportuaria, se desplazaba ahora sobre un práctico carrito, origen China, precio pocos euros, sujeta por la habilidad cordelera de mi compañera. 
Mochila en la espalda, dos valijas pequeñas repletas de regalos para llevar y presentes ya recibidos, valijón en precario equilibrio de tamaño ligeramente inferior al ancho del pasillo, cansancio, sueño y el persistente perfume de los pororó saturados de azúcar... así empezó el viaje nocturno


 
La valija no entraba en el compartimento, así que debió quedarse en el pasillo, tambaleante y molesta. Como era el camarote cercano a la puerta, y al baño, los sufridos pasajeros debían esquivarla nada más subir al tren y nosotros, como encargados de un peaje sin costo, moverla al interior del compartimento ante cada “prego” de los viajeros.
O de los polizones. 
Cada tanto uno veía pasar raudamente a un tipo de gorro y campera o a otro que fingía ir al baño y, detrás, al controlador, “il capotreno”, en inútil demanda del correspondiente pasaje. Después los gritos cada vez más elevados, la súplica casi inaudible en la cual sólo se distinguía la palabra: “fredo” y la promesa o la amenaza, nunca cumplidas, de bajar en la próxima estación.

Entretanto la viajera y el viajero argentinos, con su gran valija renga, procuraban dormir por turnos para cuidar la mutilada posesión, no fuera que alguno se la llevara por error...o justo castigo por ir de colado.

En una parada que ya ni recuerdo se completó nuestro camarote. 
Un digno señor que me recordaba al Tío Tom, pero con más graduación alcohólica, y un un joven procedente de las misteriosas tierras que baña el Ganges                                                       
                                                       ... quien nos pidió que no cerráramos la puerta con una expresión de malestar tal que parecía a punto de dejar en el tren parte de su propio karma; al menos el que había cenado aquella noche.


 





La morocha africana había dejado de trazar círculos en la pantalla táctil, arrugado la bolsa de pororó ya vacía y, cambiando la displicencia por el fastidio, dejó el compartimento por otro menos plebeyo. Nos miró como si fuera Beyoncé
y se abrió paso entre nuestro titubeante equipaje. No la volvimos a ver, pero el aroma de su presencia nos acompañaría el resto de la noche.


Padua, el Po, Bologna, Florencia y tantos lugares de resonancia universal pasaron en la tinieblas. 

Oscuridad afuera, sueño interrumpido en el tren. 

Miré a mi compañera, se había dormido escuchando música, “debo permanecer despierto”, me dije (nota, siempre me hablo a mí mismo como si fuera un personaje de novela), “debo cuidar la vali...” 

Lo siguiente que recuerdo es un montón de luches en sucesión, el fragor típico de toda gran ciudad, un atisbo de amanecer y el anuncio de que en cinco minutos arribaríamos a Roma.

sábado, enero 04, 2014

Vieni, conosce il Prete

El esposo de la prima de mi compañera, digamos mi primo para abreviar, se asoma.
Dile a Gustavo que venga, al menos es lo que puedo traducir, así conoce al Padre... il Prete, suena con mayúsculas.
El pueblo de San Giovanni Ilarione, en la Región del Véneto. Visto desde la colina de Castello
Me abrigo y camino hasta el final de la calle, tan silenciosa como zigzagueante; apenas dos casas. Aquí todo está cerca, menos el pueblo que queda a un kilómetro, al pie de la la colina donde estamos.
Se abre la sencilla puerta sobre la calle. Son las nueve de una noche invernal; fresca y  serena.
Un hombre, entrado en carnes, atildado, con una cuidada barbita blanca en su rostro rubicundo, me tiende la mano. ¿Il Prete? No, su hermano.
Pasamos al comedor. Diplomas de la Gregoriana, magna cum laude, y del Politécnico de Turín, muebles de estilo, buen gusto y sobriedad. Un cuadro de Don Bosco preside la habitación, sobre un sofá asoma un  sarape multicolor.
Alto, robusto, entero. Traje azul oscuro, sólo el alzacuellos indica el estado eclesiástico de quien me da la bienvenida. Se toca con un sombrero, que se excusa de quitar, y me observa a través de un par de lentes redondos, más de profesional que de intelectual. Una ligera sonrisa; me examina con cortés desinterés; después de todo él es Il Prete...
Nos invita a sentarnos.
Saludos, presentaciones.
- ¿De Argentina?
Asiento.
Mi, para abreviar, primo le cuenta que la semana próxima estaremos en Roma.
- Forse- agrega- voi poi...
Me pierdo con las palabras, pero lo que mi pariente quiere pedirle es que nos haga pasar, sin tantos requisitos, a la Capilla Sixtina y, ¿por qué no?, a lugares del Vaticano inaccesibles a los turistas ocasionales.
Por mi parte recuerdo a Enrique de Navarra y me digo: Paris vaut bien une messe... y el Vaticano ni te cuento...
Ensayo la sonrisa de buen chico, pulo la chapa de antiguo franciscano y me dispongo a desempolvar mis conocimientos de mitología cristiana...
El cura sonríe; ser católico, en estos pagos, es algo que se da por supuesto y bien poco le impresiona un hermano profeso de la Orden Franciscana Seglar. No obstante dice que estará en Roma para la fecha de nuestro viaje y me da una tarjeta personal, me asegura que lo llame cuando llegue aunque, claro está, no sabe si estará disponible, pero... hay un dejo de exquisita diplomacia italiana en sus palabras y gestos, una amabilidad tan bien fingida que parece auténtica; hasta quizás lo sea.

El hermano del sacerdote nos ofrece un espumante local, producto de sus propios viñedos. Abre la botella sin estridencias, sirve sendas copas que coloca sobre platitos de plata.
Saboreo el licor. Delicioso, suave, ligero; predispone a la charla sin imponer su espíritu alcohólico.
El Padre, me entero que es una autoridad en Teología Fundamental (curioso intento de poner en diálogo la Razón con la Fe... no del todo imposible si se acepta esa premisa incomprobable llamada Dios), que es salesiano y que ha viajado a lugares tan distantes como Venezuela y Filipinas. La mención de ambos países, católicos e hispanos como no deja de recordar, viene a cuento porque la conversación nos lleva a un tópico habitual para los "nativos"; la presencia creciente de inmigrantes de origen asiático y africano. A poco uno comienza un diálogo, más allá de los saludos de rigor, surge la preocupación por estos nuevos bárbaros que quieren participar de la prosperidad de la civilización. En el café, en la cena familiar, durante un paseo por el valle o, como ahora, en la visita social todos comentan sobre los indios, de la India, los musulmanes o los chinos que se infiltran por entre los rígidos mecanismos de control fronterizo.
Por un momento imagino que estoy en la sala de algún decurión romano del siglo III; ansioso por todos esos godos, francos, vándalos y hunos que "están echando a perder el Imperio Romano".

Regreso al siglo XXI.

El cura se apresura a señalar que la cuestión no es que los extranjeros sean musulmanes, sino que su cultura es muy distinta de la nuestra, su mirada me incluye; "al fin y al cabo", dice, "los argentinos son afines a nosotros, fueron colonizados por españoles y participan de nuestra civilización..." Agrega que así como Argentina acogió a los inmigrantes italianos cuando la pobreza los forzó a abandonar esas tierras, del mismo modo Italia debería recibir a sus descendientes. Sonrío comprensivo; podríamos hablar mucho sobre el choque de las civilizaciones, la inmigración y la dialéctica norte sur, pero no es sencillo hacerlo cuando todo cuanto sé de italiano se limita a: buon giorno, buona sera y un biglietto per Verona, per cortesía..

Me limito a beber otro sorbo de ese maravilloso champagne local, mientras el teólogo me lleva hasta una foto que se tomó saludando a Ratzinger. El circunstanciado relato del encuentro incluye la cita en alemán de la frase que el Papa le ha dedicado: un elogio de circunstancias, pero que enorgullece a nuestro anfitrión. Había olvidado que en este país republicano y tumultuoso, existe un enclave teocrático que evoca, aún, el pasado estamental y absolutista. 
Iglesia de Castello, San Giovanni Ilarione





Nos despedimos. El sacerdote me regala una botella de la cosecha familiar (que desaparecerá presto en la fiesta de Fin de Año) y quedamos en volver a vernos en Roma, forse, agrega.
Forse significa, quizás, tal vez, acaso, si hay suerte...

Regreso a la casa de los parientes. Mi compañera me pregunta por mi visita; hay una chispa de sarcasmo en sus ojos, pero nadie lo nota.

- Todo bien- le digo- nos "hicimos amigos" y cuando lleguemos a Roma nos llevará a visitar todo el Vaticano...forse...