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jueves, diciembre 27, 2007

Viaje al Atuel I



El río tiene un nombre melancólico y bello; Atuel, lamento en mapundungun, y baja hipando saltos desde la cordillera.
No lo conozco y ya lo añoro. El Glaciar de las Lágrimas derrama una tristeza milenaria en sus aguas, los manantiales lloran en las dolinas que lo ciñen , los hombres del valle le han sangrado con múltiples canales y, como toda pena, acaba en la sequedad de los desiertos pampeanos.
¿Qué honda soledad aqueja al Atuel?
¿Qué agravios le han hecho tanto daño para esa aflicción tan honda que ha cavado un cañón en su curso medio?
¿Qué historia esconde el Atuel, en el sur de la comarca del Cuyum?

Hace más de diez milenios que las mujeres y los hombres pueblan sus riberas. Quizás mucho antes, en ese tiempo luminoso y perdido para siempre cuando Los Antiguos moraban en TierralSur, el entrañable país que reposa bajo las luces del Choique.

Más tarde llegaron cazadores de leyenda que diputaron palmo a palmo el territorio con el megaterio y el smilodón, el terrible tigre "dientes de sable".

Cuando los grandes monstruos desaparecieron, o quizás se ocultaron en algún recóndito valle, los pueblos aprendieron los secretos de la agricultura y de la cría de las llamas, el arte de tejer las redes de totora, el misterio del barro cocido y el temor a la noche eterna de la muerte.

Siglos pasaron y se hicieron amigos del río torrentoso y afligido. Huarpes se llamaron, vivieron en casas redondas y hablaron una lengua musical. Eran altos y barbados, nadie sabe muy bien de donde eran, pero lo cierto es que habían hecho, con paciencia y riego, con sueños y sembrados, de esta TierralSur la suya propia.


Cuando el Hijo del Sol reclamó, trastornando el mundo en el anunciado Pachacuti, el dominio sobre el país del arenal los huarpes se sometieron a su poder y guardaron los pasos de la Cordillera.

Más tarde llegaron los invasores procedentes de la lejana Ultramarina. Duros y fieros no se pararon en tratados, ávidos no dejaron de perseguir a los hijos de la tierra, pero muchos fueron los que, rendidos a los encantos de las mujeres huarpes, se hicieron también ellos moradores de aquel país árido y fascinante.

Hubo guerras y hubo amores, pues, en los años aquellos. Hubo pestes que los recién venidos traían en sus pieles resecas de culpas olvidadas. Hubo nuevos dioses. Hubo escalvitud y hubo mucha, mucha muerte.

Quizás de allí provenga la tristeza del Atuel.


lunes, diciembre 24, 2007

Cuentan que los dioses dieron un regalo a los hombres.

Era una caja, hermosamente labrada, y bien cerrada en sus cuatro aristas.

Como un don la entregaron a Epimeteo, primero de los mortales, y le recomendaron la guardase con esmero.

Sin embargo, como los presentes divinos suelen ser engañosos, también le concedieron la compañía de una mujer hermosa, tan llena de gracias que la llamaron Pandora.



Pandora fue la dulce compañera de Epimeteo por varios años y su vida hubiese seguido así, plácida y monótona, de no haber existido la intrigante caja. Día tras día la cerrada arqueta los provocaba con su hermético misterio. Allí, frente a ellos, en un sitio de honor, la caja se burlaba de su curiosidad con su trabada tapa… tan cercana, tan fácil de abrir, tan sugestiva en su vedado interior.

¿Quién fue?

¿Quién de ambos se atrevió a mirar la oquedad apenas presentida?

Él acusó a Pandora y el mito así ha pervivido. Ella, seguramente, no quiso echar culpas y menos sobre aquel niño grande que había amado, calló y no sabremos nunca su versión.

Tengo, no obstante, para mí que fueron ambos y de consuno quienes osaron levantar la trabajada cobertera y atisbar el oscuro lugar que los dioses, taimados, les prohibieran.

Lo cierto es que fue abierta la caja y de improviso una luz cegadora los envolvió a entrambos y sintieron placer por ese brillo y, cual polillas o efímeras mariposas, se dejaron arrebatar por la luz resplandeciente de misterioso gozo.

Poco duró el placer, pues la luz cesó de brillar tan súbitamente como había brotado, y una nube negra llenó el aire.

Airados contra sí mismos por su torpeza o su vanidad los esposos atinaron sólo a proferir insultos contra la persona que más amaban.

Epimeteo se volvió contra Pandora acusándola de ser la responsable de todos los males que de la caja habían salido. Sus ojos, antes dulces, se volvieron tan perversos como una noche de tormenta y su boca acostumbrada a los suaves adjetivos; se llenó de irascibles verbos de inmundicia.

Pandora odió a Epimeteo por haber puesto ante sus ojos la tentadora arqueta, por obligarla a mirarla día tras día, por no haber su mano detenido, por estar a su lado y hasta por amarla de esa manera tan arrebatada y sin medida.

Todos los males salieron de la caja. La envidia que no sabe cuando detenerse y la gula que le sigue, insaciable, los talones. La lujuria que goza en lo prohibido. La soberbia de creerse incontestable. La ira que corroe nuestros huesos y, malévola, se vuelve contra quien la esgrime. La intolerancia y su asesino hermano, el fanatismo. La piedad que ora mientras mata al otro. Los oropeles, las reverencias, los monarcas y sus pompas, el temor a los dioses, el servilismo.

Incontables, llenaron el aire con la pesadez del viento norte.

Ella fue la primera en reaccionar, cerró la caja. Él apenas la miró, quedó en silencio.

Una voz suave, susurrante, gimió en el interior del arca. Quedamente se quejó y mintió promesas;

- Seré el remedio a los males que escaparon, seré la compañía que hará más soportable su presencia, seré consuelo y aliciente, seré motivo de empezar de nuevo, seré nostalgia dolorosa y dulce, seré miel en los labios amargados y vino para el corazón deshecho.

Fue él, de eso sí estoy seguro, quien abrió por segunda vez la caja. En su interior aleteaba un pajarillo, verde como esmeralda, como el cielo que precede a Eos, como el follaje de los bosques jóvenes.

Con ternura tendió el mortal su mano y le brindó cobijo en su pecho cansado de lágrimas y culpa. El ave, cristalina joya, abrió con su pico el corazón del hombre y bebió su sangre al tiempo que le inoculaba su veneno.

Alzó el vuelo entonces, libre para errar por el anchuroso cielo, compañera eterna de los mortales, brillante gema de las noches más oscuras.

Vacía quedó entonces la arqueta primorosamente trabajada, caída la inútil tapa y derramado su lóbrego interior. Amanecía.

Ella fue quien preguntó primero, adivinando que tal avecilla era más terrible que los monstruos desatados;

- Dime tu nombre, ya que serás de nuestra raza perenne compañera.

- Esperanza- respondió la verde maravilla y se quedó volando, por siempre, en torno de ellos.

domingo, diciembre 23, 2007

El mito de la Caída




El mito de la caída está presente en la mayoría de las culturas antiguas; esto hace pensar que se trata de un "recuerdo" que se remontaría a una supuesta tradición primitiva o revelación original; al menos es así como lo interpretan los creacionistas.

Mucho menos oneroso para nuestra inteligencia es, en cambio, suponer una suerte de "convergencia" donde ante la pregunta:

¿por qué no somos perfectos si nos sentimos capaces de serlo? ,


se ensaya la respuesta:

fuimos perfectos en una época, pero perdimos esa condición por la envidia de poderes superiores a nosotros...

Bella conclusión, y también
engañosa, que permite depositar toda nuestra frustración en el exterior, eludiendo las responsabilidades morales ::::

Y entonces


- La mujer que me diste por compañera...
- La serpiente me engañó...
- Adán pecó...
(sin olvidar a Pandora)




El Mito de la Caída, especialmente en la versión que trae el Génesis, admite muchas y diversas lecturas. Compuesto en las postrimerías del Reino de Judá alude irónicamente a la situación de los antiguos monarcas davídicos y su decadencia debida, dice el autor, a haberse dejado engañar por las mujeres y especialmente por la Serpiente, que es su imagen mítica.

La serpiente, pues, no es sino lo que fue durante toda la Antigüedad; la dispensadora de dones y reveladora de secretos, enviada preferencial de la Diosa y su Ley del Deseo adversaria, como tal, del Dios y su Ley del Deber inflexible.



La serpiente es portadora de conocimiento; saber que implica dolor, conciencia de finitud, sentimiento de anonadamiento pero también superación del ciego devenir y aceptación gozosa de la libertad.

Éramos inconscientes antes de la Caída, fue ese acto de voluntad suprema el que nos dotó de humanidad; expulsados del Paraíso pudimos ser capaces de hacer (y de escribir) la Historia, librados a nuestra suerte abandonamos la vida natural propia de los animales, el eterno presente, el gozo indiferenciado, ese estado que no es ni doloroso, ni placentero porque no existen los opuestos... y entramos en el mundo de la ambivalencia, de la diléctica, de la pena, pero también del placer.


Los teólogos antiguos lo intuían de allí su sentencia de "Necesario fue el pecado de Adán"
Pues, como dice Cioran, refiriéndose a la Caída...

Precipitados en el tiempo a causa del saber, fuimos inmediatamente dotados de un destino, pues sólo fuera del paraiso hay destino.

sábado, diciembre 22, 2007

Comentarios

Animo, insto, sugiero, solicito y espero recibir sus comentarios. No es tan difícil, no es un trabajo extra y al que escribe le hace sentir que está teniendo un diálogo...

Con cariño
Gustavo

martes, diciembre 18, 2007

El oponente






Maravilloso poeta; Milton.
Releo su Paradise Lost... pesado y pomposo a veces, magnífico y resonante, otras. La única epopeya medianamente aceptable que ha podido producir el cristianismo; religión que calza bastante mal con la épica.
Está escrito en un inglés perdido en las nieblas del pasado, el inglés de una pequeña isla lejana en camino de soñarse imperio, el inglés de campesinos algo huraños, desconfiados, y felices en su monotonía rural, el inglés de los puritanos que rompían los viejos moldes en pos de su república cristiana.
Me detengo en el pasaje del libro 1 donde Satán "recorre sus dóciles escuadras", bello aún en su rebelión y su derrota.


Es imposible no evocar, entonces, a la poderosa figura de Melkor (Morgoth) en el Silmarillion y uno coincide con Auden: "Tolkien ha triunfado donde fracasó Milton".
Es que Morgoth es terrible; respira horror y malevolencia, no se insinúa como un traidor, sino que lo es sin ambages, se siente miedo en su presencia... miedo y una invencible repugnancia.
Otra cosa es este Satán tan bien logrado que deja de ser el arcángel caído, dibujado con tan puras líneas que se nos muestra más humano que el propio Adán, patético cobarde, o la voluble Eva... infinitamente más interesante que un Dios que no puede menos que ser perfecto y, como tal, predecible.
Este líder de la rebelión celestial, este bolchevique o guerrillero del Empíreo, no es en modo alguno un tirano, mucho menos un traidor de sus congéneres. Por el contrario "en sus miradas crueles se percibe el remordimiento y el dolor ante las desgraciadas víctimas de su culpa". Es un demonio compasivo.


Y este dolor satánico crece, nos dice el poeta, "cuando piensa que toda aquella multitud está padeciendo sólo por seguirle, por ser fiel a su causa". Líder de un pueblo en el exilio, encabezando la primera "Larga Marcha" de la historia del Universo, el que será llamado Diablo no rehúye su responsabilidad, ha sabido ganarse el corazón de los suyos y esta lealtad crea en él una obligación que, en modo alguno, rechaza. Es, también, un demonio responsable de sus actos.
Finalmente quiere tomar la palabra ante sus fieles capitanes y sus perseverantes huestes pero, recita con evidente complacencia John Milton, "por tres veces distintas intenta hablar a sus valerosas tropas y otras tantas se lo impiden las lágrimas que se agolpan, sin quererlo, en sus ojos tenebrosos". Sí, Satán, el Diablo, el Demonio, es capaz de llorar.



A esta altura el lector que no esté cegado, adormecido, por la enseñanza religiosa, aquel que conserve su juicio crítico, no puede menos que simpatizar, como Mick Jagger, con el diablo. A diferencia de aquel, educado pero criminal, éste quizás por su juventud, es de otra clase; no un asesino, no un traidor o un sombrío urdidor de males, sino por el contrario, un tipo responsable, un guía que asume como propias las tribulaciones de su pueblo, un conductor, militar, sí, pero sobre todo humano.
Entonces, cuando nos sorprendemos de ver bajo luz tan favorable a aquel que tantas veces nos enseñaron a odiar y temer, o a odiar por temor, Milton da un giro genial, el más logrado de todo el poema a mi juicio, y nos presenta el discurso del diablo a su gente.

Es una pieza oratoria que muchos de nosotros podríamos suscribir, un manifiesto contra la omnipotencia, contra la soberbia de un dios demasiado seguro de sí mismo, un grito de rebelión que se alza en nombre de la libertad, de un alma demasiado grande para aceptar ser, meramente, un juguete del creador.

Un canto de dignidad, de no sentirse vencido ni siquiera en las mazmorras del infierno, una respuesta honorable a la ignominiosa derrota infligida por las fuerzas angélicas que, hermanos nuestros, prefieren doblar el cuello y ser llamados siervos antes que, orgullosos, arriesgarse al azar de vivir sin amo.

No cae, Satán, en el individualismo. Es la suya una lucha colectiva contra el despotismo y la comodidad de las doradas cadenas celestiales. Apela a sus compañeros no como déspota, sino como militante de una misma causa libertaria.

Este diablo tan humano, este demonio compasivo y rebelde, este Lucifer que arriesga todo por la independencia, es más que un cuento religioso, es un poderoso mito en el cual, como en cifra, veo la eterna lucha entre la opresión y la libertad.


domingo, diciembre 16, 2007

Ensayo de haiku

Bésame

Hermosa

Hiere mis labios

Con la daga afilada

De un amor oculto



Farsalia y el Imperio

El término imperio se presta, en la actualidad, a confusiones pues designa tanto el poder de un estado sobre territorios obtendios por invasión, conquista o colonización, y en ese sentido podemos hablar del Imperio Español, del Imperio Británico y hasta del Imperio (Norte) Americano, como una forma de gobierno en la cual existe un soberano; el emperador, análogo a un monarca pero investido por una aureola de poder y sacralidad mayores, así el Imperio Alemán (Reich), Turco, Ruso o Chino (el efímero Imperio Centroafricano de Bokassa o el de melodrama de Maximiliano no entran en la cuenta) herederos, los tres primeros, de la tradición romana; una tradición con mucha historia tras de sí desde la lejana Farsalia aquí mentada.

Existe, empero, una tercera acepción que es, de algún modo, la más legítima si entendemos por tal la correspondencia con la etimología. Imperio proviene de Imperium, el término latino para designar el poder militar. En efecto, el concepto de imperium procede de la tradición religiosa etrusca y designaba la potestad de un jefe (o varios) del ejército para mandar a sus tropas, por extensión también el de un dictador (otro término que sólo guarda remota semajanza con el actual) para ejercer el poder sobre la población de la ciudad... no olvidemos que no existe una clara distinción entre ambas; el ejército es el pueblo en armas.

En la Roma monárquica, hasta donde sabemos, y en los tiempos "clásicos" de la República el imperium es el derecho a mandar y la ejecución efectiva de ese derecho legal. Tanto los cónsules como los pretores (magistrados judiciales) poseían el imperium; disquisiciones posteriores diferenciaban entre al imperium domi (de la urbe) y el imperium militae (obvio ¿no?) que se ejercía siempre fuera de Roma.

Esta distinción se difumina en los tiempos posteriores. En los años finales de la República (que nunca cayó, siempre estuvo "suspendida" legalmente) se distingue entre el imperium consular y el imperium proconsular, el primero propio de los cónsules de Roma, el segundo de los gobernadores de provincias, en teoría delegados de aquellos.

Uno de los principales estudiosos del tema A. H. M. Jones define al imperium como: "the power vested by the state in a person to do what he considers to be in the best interests of the state." (el poder investido por el Estado en una persona para hacer lo que juzgue redunde en el óptimo interés del Estado, traduzco con cierta libertad).

Farsalia (cerca de Tebas, Grecia, 9 de agosto de 48 a.C.) fue la batalla que enfrentó (como diría Goscinny) a la legión romana maniobrando contra la legión romana...

Se libraba la guerra entre los populares de César y los optimates de Pompeyo (sería un error ver en ellos partidos, más bien se trata de facciones) que dirimiría como la República, que dominaba el mundo mediterráneo (es decir era ya un verdadero Imperio en la primera acepción) enfrentaría mejor el desafío de gobernar casi toda la ecúmene y mantener la estabilidad de las clases dominantes de ese mundo pequeño, pero enorme en su propia visión, pues los europeos siempre imaginaron que su pequeño continente era más grande de lo que realmente es.

Pompeyo, decía César en sus Comentarios sobre la Guerra Civil, tenía 117 cohortes, lo que representa 66.000 soldados, amén de 7000 jinetes. Julio, por su parte, contaba con 33.000 hombres, en 87 cohortes y una reducida caballería de 1000 guerreros galos y germanos (eduos los primeros, ubios los segundos) con una reducida escolta hispana para el jefe.

Frente a frente ambos ejércitos apoyan un flanco en un arroyuelo y atacan denodadamente el otro con la caballería a fin de forzar el resultado de la batalla en una sola maniobra. Pompeyo, carente de ideas, pretende vencer por la fuerza del número, César, genial nos dicen los historiadores militares (militaristas claro está) se da cuenta de esta maniobra y planea derrotar a la caballería en un súbito contraataque que le permita ser el agresor por el otro flanco.

Julio refuerza, pues, su caballería con seis cohortes en línea oblicua (manteniendo otras en reserva) lo que debilita el centro... pero César confía en sus veteranos. Al superar las líneas cesarianas, los de Pompeyo se encuentran bajo el inesperado ataque de las seis cohortes reforzadas ahora por la caballería de César, que había efectuado una retirada táctica al comenzar la batalla, y se dan a la fuga. La reserva de César, entonces, se desplaza al centro y los pompeyanos quedan entre el yunque y el martillo. El flanco derecho se desbanda, huye Pompeyo y termina, tras dos horas y, según César apenas 200 muertos, entre ellos el querido centurión Caio Crastino, la batalla de Farsalia un triunfo del uso de las reservas y la sabia combinación de las tres armas de la época caballería, infantería ligera e infantería pesada... Un análisis táctico de esta batalla en el magnífico sitio de José Antonio Lago: http://www.historialago.com/leg_01250_tactica_farsalia_01.htm

Farsalia fue, en una perspectiva más amplia, el comienzo del fin de la República, incapaz con sus viejas estructuras de controlar el mundo mediterráneo. César sería, hasta los idus de Marzo, el árbitro supremo de Roma, ciudad, que a su vez detenta una hegemonía indiscutida entre las Columnas de Hércules y el Eúfrates y entre el frío Canal Británico y las riberas del Nilo. Como comandante en jefe César posee ambos imperios, consular y proconsular, en una postura poco ortodoxa constitucionalmente pero en modo alguno completamente ilegal. La monarquía existe nuevamente, de hecho, pero no de derecho y la gran pregunta del Senado y el Pueblo de Roma es ¿César intentará resucitar el abominable título de Rex?

Si lo intentó, parafraseando al Marco Antonio de Shakespeare, fue un grave error, y lo pagó con su vida.

Después de una nueva guerra civil, entre los asesinos de César que postulaban el resurgimiento de una República ya muerta, y los cesarianos que, sin ideas constitucionales claras entendían (de esa manera pragmática que británicos y yanquis heredarán de Roma) mejor que ellos como gobernar el mundo romano surgen los primeros esbozos del régimen que, en la última lucha, Octavio, mediocre general pero político infinitamente más hábil que Antonio, instaurará (con la ayuda inestimable de Agripa y Mecenas entre otros... sin olvidar a Livia, claro para los próximos tres siglos.

La república no es abolida; se la suspende temporalmente y Octavio, pronto hará que lo hagan llamar Augusto, asume entre otras magistraturas utriusque imperii, posteriormente los juristas lo llamarán imperium maius. El imperio romano, que ya existía como dominio de la Urbe sobre el Orbe, se convierte en todo, menos el nombre, en una monarquía análoga a las creadas por los sucesores de Alejandro pero con formas republicanas a la cual los historiadores, gente que perece por las etiquetas, ha llamado principado. En efecto, Augusto no es sino el princeps civitatem, el primer (principal) ciudadano; Imperator en cuanto ejerce el mando militar, proclamado como tal después de algunas campañas victoriosas (como lo son, por otra parte, muchos generales vencedores) pero no como gobernante "mundial". Sin embargo será este titulo el que evolucionará, a través del Dominado (la forma de gobierno que se impuso tras la crisis del siglo III) y de Bizancio, en el concepto moderno de monarca supremo. Los griegos, que lo perciben antes que los romanos deslumbrados por el formulismo, serán sutiles y sagaces al traducirlo como Autocrator.

Farsalia, pues, fue el comienzo del Imperio (si estas cosas tienen tan claro el origen) en cuanto poder monárquico, pero sólo una etapa más del imperio de Roma sobre su "pequeño" mundo.

Para quien dijo que mi defecto era ser pobre...

Ni soy un gigante, ni tengo ojos azules,
y sin embargo...


Un gigante de ojos azules
amaba a una mujer pequeña
que su sueño era una casita
pequeña como para ella
que tuviera en su frente un jardín
un jardín con madreselvas.

Un gigante de ojos azules
amaba a una mujer pequeña
que muy pronto ya se ha cansado
de tan desmesurada empresa
que no terminaba en jardines
jardines con madreselvas.

Adios ojos azules, dijo,
Y con gracia muy voltereta
del brazo de un enano rico
entró en la casita pequeña
que en el frente tenía un jardín
un jardín con madreselvas.

El gigante comprende ahora
que amores de tanta grandeza
no caben ni siquiera muertos
en esas casas de muñecas
que en el frente tienen jardines
jardines con madreselvas.