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viernes, abril 03, 2015

Malvinas, una historia. Segunda parte: Las islas son mías, sont à moi, are mine…



Segunda parte:
Las islas son mías, sont à moi, are mine



Lo habían perdido todo. La Guerra de los Siete Años no sólo despojó a Francia de su imperio colonial, sino que dejó a muchos colonos sin hogar. Los hijos y nietos de franceses de la región de Acadia, en Canadá, estaban entre ellos. En lo que puede calificarse como limpieza étnica”; más de doce mil acadianos fueron expulsados de sus casas, quemadas, y de sus tierras, confiscadas por el ejército británico. Los exiliados se dispersaron.
Entre ellos, algunos recalaron en Bretaña, cerca de Saint Maló. Allí se encontraron con Louis-Antoine de Bougainville, navegante, estudioso, uno de esos típicos productos franceses de la era de la Ilustración. De este encuentro surgió una idea y esa idea se convirtió en un proyecto: colonizar unas islas deshabitadas en el extremo sur del Atlántico.
Una fragata y una corbeta, con colonos de Saint Malo y tres familias acadianas, llegó a las islas en enero de 1764, pero no fue hasta el 5 de marzo que pudieron fundar su pequeño establecimiento; Port Saint Louis, en la isla Soledad.
Un año después el francés Boungainville regresó con más colonos. Así, en 1765, las islas contaban con más de cien habitantes y una incipiente vida social. Un pequeño pueblo con un obelisco en el medio de la plaza, según un plano cuidadosamente delineado.
La ganadería, pues también trajeron vacas, ovejas y caballos, era su principal medio de subsistencia. Sin olvidar la caza y la pesca. Última escala en mares tormentosos y puerto seguro para balleneros en problemas, los colonos aguardaban un próspero porvenir a pesar de la dureza del clima y el aislamiento.
Aislamiento que no era tal, porque en la otra isla…
En la otra isla, Gran Malvina, justo un año después de la llegada de los franceses, había desembarcado el comandante Byron, abuelo del célebre poeta. Byron iba comisionado por el Almirantazgo para dar la vuelta al mundo aunque tan deportivo propósito era un disfraz para encontrar las esquivas islas Pepys y reclamar las Falklands antes que los odiados franceses.
Byron no halló las Pepys, lo cual era lógico porque no existían, pero sí llegó a Malvinas; sin saber que ya estaban ocupadas por sus enemigos del otro lado del Canal. Tampoco se molestó en explorar; izó la Union Jack en la isla Trinidad, al noroeste de la Gran Malvina (en el otro extremo del archipiélago). Como buen inglés, plantó un jardín y construyó un pequeño refugio donde dejó algunas provisiones; bautizó al sitio Port Egmont, en homenaje a John Perceval, segundo conde de Egmont y Primer Lord del Almirantazgo y después…
Después siguió su viaje; otra expedición estaba en camino y ella se ocuparía de todo.
La nueva expedición inglesa, mandada por John McBride, llegó a las islas el 8 de enero de 1766, dos años después que los franceses. Apenas explorado el territorio se encontraron con los acadianos ya convertidos en malvineros.
¿No había dicho el tunante de Byron que estaban deshabitadas?
Mc Bride se hace el duro. Intima el desalojo, amenaza, grita un poco… y se retira.
 jugó a las escondidas con los colonos durante un par de años. Unos en el este, otros en el oeste, se amenazaban, se medían y permanecían en sus puestos.
“¿Islas?, ¿qué islas, ¿dónde?”, debe haber dicho su Católica Majestad, Carlos III (el mismo de La Puerta de Alcalá) al enterarse. Estas colonias, a las que había que aprovechar, sólo daban problemas, pensó. Sin embargo, como todavía no habían inventado aquello de “el mal que nos aqueja es la extensión”, decidió que, pequeñas y alejadas, las islas eran tan parte de los dominios españoles como cualquiera. De inmediato cursó la correspondencia a su primo de Francia, ambos eran Borbones, Luis XVI quien, entretenido con María Antonieta, los gastos del Trianón y las minucias de la relojería se sorprendió de que, todavía, les quedasen algunas colonias…
El asunto se resolvió de manera expeditiva y amigable.
La colonia era entregada a España, quien se ocuparía de fortificarla en previsión de un ataque inglés, y Boungainville, como titular de la Compagnie de Saint-Maló, recibiría una indemnización de más de seiscientas mil libras francesas; bastante menos que cierto famoso collar contemporáneo.
En las notas diplomáticas ambas partes reconocen que las islas, ya Malvinas para siempre, eran posesión del rey de España.
Port Saint Louis, ahora Puerto Soledad, recibe a su comandante español. Todo estaba resuelto.
Bueno, todo no.
Como en esas historias familiares de herencias, pleitos y derechos mal habidos, las islas seguían siendo objeto de disputa.
Los ingleses seguían allí, en el borde de la isla más occidental, obstinados en mantener el precario fuerte, y jardín, de Port Egmont.
Para ellos, en palabras del propio Lord Egmont, impulsor del asentamiento: “…estas islas son la llave del Océano Pacífico…”; el comercio (contrabando) y la eventual guerra contra la odiada España dependían de ello.
El gobernador de Buenos Aires, Francisco de Paula Bucarelli, se cabrea. ¡Quién se creen que son estos herejes!, y ordena una expedición formidable. Mil quinientos hombres y cinco naves parten desde Montevideo hacia la fortaleza extranjera, protegida por la fragata Favorite.
El capitán Madariaga, al mando, intima la rendición y promete respetar las vidas de los soldados.
Somos británicos, le responden, we rule the waves; Britons never will be slaves!


 
Madariaga, poco impresionado, ordena el ataque. Tres naves; la Santa Bárbara, la Santa Catalina y el pequeño Andaluz, abren fuego sobre el navío inglés. En tanto la Santa Rosa y la Industria, desembarcan cañones y tropa para sitiar al fuerte… La batalla, empero, dura menos de lo esperado, una bandera blanca tremola en lo alto del mástil de Port Egmont. Los británicos se han rendido. Es el 10 de junio de 1770.

Los ingleses vuelven a casa y dan una versión ligeramente diferente del asunto; cosa de salvar el honor. No sirve de mucho, la opinión pública se indigna y el principal opositor del Primer Ministro se restriega las manos, satisfecho.
En España tampoco están felices. Una guerra contra Gran Bretaña ¿justo en ese momento? Consultan a Francia, el rey Luis les dice que no, ni soñarlo, con los gastos que ha tenido redecorando Versailles… monsieurs, n' essayez pas.
Nadie quiere ir a la guerra, nadie quiere ceder, nadie quiere perder el honor en esos tiempos tan diferentes a los de ahora. Aunque no tan diferentes, después de todo; el Primer Ministro inglés le dice al embajador español, en estricto secreto, que hay una manera de arreglar el asunto sin guerras y sin tormentas políticas.
En 1771 ambos embajadores, el ibérico y el británico, cruzan sendas notas.
El Rey Católico rechaza lo hecho por Bucarelli y devuelve Port Egmont con sus mercancías y, supongo las plantas del jardín, al Rey de la Gran Bretaña. Aclara, sin embargo, que esto no significa un reconocimiento de derechos; las Malvinas siguen siendo españolas… no sea que pase lo mismo que con el Peñón.
El embajador inglés, a nombre de Jorge III (el mismo que perdería las colonias de Norteamérica y terminaría sus días ciego, sordo y loco) acepta las disculpas, no hace ninguna objeción y todos se estrechan las manos felices como buenos diplomáticos que son.
Los ingleses vuelven a Port Egmont pero no por mucho tiempo.
Tres años más tarde, la ya reducida guarnición es evacuada por motivos de economía. Nadie, en esos momentos, quería correr con los gastos de mantener una estación naval en el extremo del mundo.
Precavidos, dejan una placa recordatoria reservando ulteriores derechos sobre la isla, o las islas, que nadie sabe bien lo que decía. Dicha placa fue llevada a Buenos Aires, robada por Beresford en la Primera (sería la Segunda si contamos la que estamos relatando, la enésima si historiamos las guerras entre ingleses y españoles) Invasión Inglesa y se perdió para la historia.
Se ha hablado, y hay documentos que lo prueban hasta donde esto es posible, de un acuerdo secreto. Gran Bretaña sólo había pretendido defender su honor y España, sin deseos de ir a la guerra, aceptó el juego con la promesa de que, cuando todo se calmase, la base extranjera sería desmantelada. Lo cierto es que el gobierno inglés acudió al ensayista Samuel Johnson para minimizar la importancia de las islas y enfatizar que el honor y los principios habían sido salvaguardados.
Puerto Egmont fue destruido por orden del Virrey Vértiz y hoy es un sitio desolado, sembrado de cardos y propiedad (como toda la isla Trinidad que ellos llaman Saunders) de una familia isleña; los Pole-Evans.
Abundan los pingüinos, los caranchos y, por supuesto, las ovejas. La población total de la isla asciende a… 4 personas, pero en verano son… 5 (¡es en serio!).
Aceptan turistas, desde ₤ 20 la noche, y pueden visitarse las ruinas del fuerte, los corrales y avistar aves.

En 1776, sin embargo, las islas eran una indiscutida posesión de España y la única colonia, Puerto Soledad veía crecer su población hasta 150 personas.
Continuará.

jueves, abril 02, 2015

Malvinas, una historia. Primera parte.

Primera parte: 
Muchas islas, demasiados descubrimientos y unos cuantos nombres.



Si hubo indígenas, como parecen indicar hallazgos recientes, nadie lo sabe con certeza. Dejaron algunas puntas de flecha y los restos de una canoa, quizás fueran yámanas, tal vez tehuelches. Partieron de regreso a su Patagonia natal o murieron en las islas.
Después; el viento, la niebla, la soledad.
El “tano” Vespucci, más conocido como don Américo, dijo verlas pero estaba oscuro, el bajel se movía demasiado y el litro y medio de Chianti podrían haberlo inducido a error.
Desde entonces aparecieron y desaparecieron de los mapas. A veces al norte, a veces al sur, las Malvinas, que no se llamaba así todavía, jugaban a las escondidas con los capitanes sedientos de gloria y los marineros simplemente sedientos. Así se dijo que Magallanes, que Gómez, que algún otro las había hallado pero, descuidado, las había perdido de nuevo.
Cada tanto, con un nombre u otro, aparecían en los mapas. Cada tanto variaba su posición, su tamaño, su forma…

Allá por el 1600, justo un 24 de enero, ¡por fin!, alguien encuentra, señala y hasta hace un mapa de las… Sebaldinas. Este es el nombre que les da el poco modesto capitán holandés Sebald de Weert.
Los ingleses, que no se resignaban a ser una potencia de segunda, argumentaron que todo bien, pero que ellos ya las habían descubierto antes. Y no una, agregaban, sino dos veces. ¡For god’s sake!
El primero fue un tal John Davies, quien ni siquiera menciona coordenadas o rumbos y cuyo relato se publicó cuando ya los holandeses habían descripto las islas.
El segundo fue Richard Hawkins. Este marino dice que llegó “donde nadie había estado antes…”, ubica al archipiélago mucho más al norte, describe bosques que crecen “en un clima templado” y hasta ríos… La tierra descubierta recibe un nombre; Las chicas de Hawkins… ("Hawkins' Maiden Land") nombre que se parece mucho al de una isla del primer mapa de América; "Insule delle pulzelle", isla de las doncellas.
Exageraciones propias de las tabernas de Bristol.

Como cuadra a toda historia marinera los pretendidos descubridores ingleses eran corsarios, es decir piratas por cuenta de su Graciosa, y dizque Virgen, Majestad Elizabeth… la primera.
Dieciséis años más tarde que Sebald, otro del mismo equipo, que todavía no era La Naranja Mecánica, Jakob Le Maire, reencontró las islas justo en la posición señalada por su compatriota. Es decir, confirmó el hallazgo.
Los británicos, en tanto, seguían buscando en el Atlántico Sur ciertas islas Pepys; montañosas, boscosas e inexistentes.
No fue hasta 1690, cuando las Sebaldinas ya figuraban en todos los mapas, que los muchachos al servicio de su Majestad británica, se acercaron realmente a las islas.
En este caso no eran piratas. Al menos no de manera oficial; se trataba de una expedición mandada por John Strong y financiada por el vizconde de Falkland, a cargo Almirantazgo. Dicho sea de paso el susodicho vizconde terminaría sus días en prisión, acusado de peculado.

El propósito de Strong era la cartografía, la caza de lobos marinos y, sobre todo, el comercio (o sea el contrabando) con los puertos de Chile y Perú. En ruta hacia el estrecho de Magallanes encontró las islas y las bautizó… Tierra de Hawkins, en homenaje al tipo que viera bosques, ríos y doncellas en aquellas desoladas tierras. Sin embargo, para no olvidarse de su patrocinador, Strong nombró al estrecho entre las dos islas mayores; Canal de Falkland (Falkland Channel luego Falkland Sound). Más tarde el nombre de Hawkins sería olvidado, como así también sus chicas y sus bosques, y  aquel vizconde escocés, un tanto pillo, daría su nombre a todo el archipiélago.
Nombre que recogieron sólo algunos mapas.

Porque hubo otros viajes, menos oficiales, pero más interesantes
En este caso se trataba de franceses.
Mientras los demás iban de paso, descubridores o corsarios; los marinos procedentes del puerto de Saint Maló, los malouines, iban a las islas para cazar, abastecerse de agua y buscar refugio antes de afrontar el Estrecho… rumbo al Pacífico.
Por estos navegantes, algunos anónimos, las islas llamadas Sansón, de Los Patos, de Palo, Pepys, Aurora, de las Doncellas, de Sare, de San Antón, Sebaldinas, de Hawkins y Falkland, terminaron siendo las islas de los maluines, es decir, las Malvinas.




Ya estaban en los mapas. Ya habían sido descubiertas. Ya tenían nombre.
Ahora empezaba la larga lucha por su posesión.
 
Continuará.