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lunes, diciembre 29, 2014

El buen rey Herodes

El buen rey Herodes


Entre la historia y la leyenda
por Gotslaw Rubinovitz Besslow


Todos los 27 de diciembre, dos días después de la Fiesta del Natalicio, los niños de gran parte del mundo esperan con ansiedad la llegada de la noche. La salida de la primera estrella es la señal que lleva al máximo esa expectativa. No es para menos, en la madrugada, mientras ellos duermen un ser maravilloso se hará presente. Las imágenes convencionales lo pintan como un hombre de edad avanzada, con una larga barba blanca, una rubicundez permanente en las mejillas y una túnica encarnada; la influencia eslava lo ha transformado en un ícono universal.
El personaje es conocido por muchos nombres, pero para la mayor parte del mundo es Starenkia Heroda, El Buen Rey Herodes o, simplemente, El Rey Bueno. En algunos países, Galia o los estados sudvespucianos, Papá del Nacimiento.
Entre la medianoche del 27 y el amanecer del 28, el Rey Bueno recorre el mundo, montado en un mágico corcel, para distribuir regalos entre los niños y las niñas de buena conducta. A los malvados, según se cuenta, les dará un fuerte tirón de orejas como único castigo.
La tradición sibiriana ha ampliado con deliciosos detalles esta antigua creencia; relatos que compiten con los de otras leyendas en el ámbito de la cultura nazarena. Vespucia, por su parte, ha contribuido con sus canciones y películas a difundir esta imagen particular del Buen Rey Herodes, anciano de blancas barbas y perenne sonrisa.
Muchos escépticos ponen en duda la misma existencia del Buen Rey pero Herodes es un personaje histórico y se conservan testimonios documentales, amén de arqueológicos, sobre él y su reinado.
...
Según los relatos nazarenos, ninguno de los cuales ha sido reconocido como normativo por la Iglesia, Jesús nació, en torno al año 6 a. C., en Bethlehem, pequeño pueblo al sur de Jerusalén. Las mismas leyendas aseguran que Mariam, la madre de Jesús, era una joven galilea expulsada de su hogar por haber quedado encinta antes de contraer matrimonio. Sólo su prima Elisheba la recibió en su casa de las montañas de Judea y fue allí donde el artesano Josef, betlehemita, viudo y sin hijos, le brindó protección. Antes de que ella diera a luz contrajeron matrimonio en la mencionada aldea de Bethlehem.
Yabé, el dios de los judíos, dicen las historias, premió a Josef con cinco vástagos en recompensa por aceptar la supuesta paternidad de Jesús.
En la “Vida de Jesús Nazareno”, compuesta por Luciano de Antioquia cerca de cien años después de los sucesos, se relata que Jesús era el avatar de Cristo, un ser celestial creado por Yabé, el único dios, en los comienzos del Universo. Este Cristo era el Demiurgo de la Creación y tomó carne en el cuerpo de Mariam en los tiempos de Herodes, el Grande y Julio Antonio, el romano.
El texto rival de Leví, “Vida del Nazareno”, puesto por escrito por la misma época, asegura que Jesús era la encarnación de Emmanuel, el mayor de los ángeles, y que nació como hijo legítimo de Josef, un descendiente del legendario rey David. A Miriam la menciona al pasar y silencia el episodio de su preñez.
Es en Leví encontramos el primer desarrollo de la leyenda de Herodes.
Cuenta, en efecto, que cuando nació Jesús en Bethlehem, una estrella apareció en las regiones orientales (es decir, el Imperio Parto) y causó gran conmoción. El soberano, Fraates cuyo nombre omite, envió seis hombres sabios o magos para entrevistarse con Herodes, pues la estrella era un signo relativo a un rey judío3. Los magos llegaron a Jerusalén y preguntaron al rey por el recién nacido; Herodes no sabía de quien se trataba pero, al consultar con los escribas (es decir, los esenios) supo que era el signo del nacimiento del Mesías de la casa de David. Reunido con los magos se dispuso a acompañarlos y llegaron a Bethlehem, pero no encontraron rastros del niño. Herodes, entonces, dispuso que todos los niños mayores de dos años fuesen llevados a su presencia y les entregó ricos presentes a cada uno. Jesús, sin embargo, rechazó todos los presentes. Descubierto que él era el Mesías, pues nada necesitaba, Herodes lo llevó consigo a su palacio, junto a sus padres. El relato se cierra con la muerte de Herodes y la huida de Jesús a Egipto a causa, aunque esto no se dice, de la guerra sucesoria.

Durante los tres primeros siglos pocos relatos nazarenos se ocuparon de Herodes. La mención de su nombre en Luciano, la leyenda recogida por Leví y el Evangelio fueron casi los únicos testimonios hasta el siglo IV. En el “Lalita Purana Ieshu”, puesto por escrito hacia 367 pero que recoge materiales más antiguos, Herodes es una figura prominente como interlocutor del pequeño Mesías, pero poco se dice sobre él mismo.

En el siglo XIX, en Nova Rossiya el personaje de Herodes, con los atributos sibirianos, se hizo extremadamente popular e inseparable de la Fiesta del Nacimiento. Después de la caída del Janato, innumerables campesinos emigraron a las inmensas praderas de Nordvespucia, la colonia conquistó su independencia con el nombre de Misty Sojuzas Vespucia (Ciudades Unidas de Vespucia), el primer gran estado federal del mundo, y se convirtió en una sociedad próspera y avanzada.

A finales del siglo XIX, los periódicos civiunidenses popularizaron un sub género de relato conocido como “cuento del Nacimiento” o “cuento de invierno”, seguían en esto una tradición eslava cuyo autor más destacado fue Kiril Dekinovič con su historia sobre un avaro visitado por los espíritus de la bondad. Los cuentos se publicaban durante todo diciembre y reflejaban las predilecciones de los ivankin, omo se denominaba a los descendientes de los viejos colonos de Nova Rossiya. Relatos simples, ambientados en diversos escenarios, pero con la presencia inevitable de la nieve y las tradiciones de Sibir.
Uno de estos cuentos, publicado en 1901, se titulaba. “El mensajero del Sur” y narraba la historia de Klaus, un marino ivanki perdido en los Mares del Sur. El autor, se supo hace no tanto tiempo, era Vladimir Ulanov, el famoso escritor de panfletos nacionalistas.
El viajero se lamentaba de no poder pasar las fiestas del Nacimiento entre los suyos, añoraba la nieve de Nova Rostov, imaginaba los regalos del Buen Rey. En ese momento un ser alado lo trasportaba mágicamente a una tierra lejana, el Polo Sur, donde hallaba al propio Herodes, risueño y rubicundo, con su larga barba, sus pequeños magos de los juguetes, sus sátrapas quienes clasificaban las cartas de los niños de todo el mundo, su mágica cabalgadura y hasta su esposa, Herodías, gruñona pero llena de ternura. Klaus escuchaba de labios de Herodes el relato de su viaje, jinete sobre Provarny, al Polo Sur, de la construcción de su palacio y de los eternos problemas con los sátrapas, proclives como cualquier capataz a ocultar las faltas de sus empleados, y con los magos que siempre querían hacer las cosas a su modo. Finalmente, el ivanki acompañaba a Herodes, a quien apoda Starenkia, el Viejito, en su viaje alrededor del mundo, con una cómica escala en Britania, hasta terminar con la entrega de juguetes en la casa de Klaus, donde dormía su hijo recién nacido; Kril.
El relato estaba muy bien escrito y resultó un éxito. Su encanto residía en la manera en que logró captar el clima de la época. Combinaba el cuento de hadas con la crónica de viajes, describía vívidamente los fantásticos escenarios del sur e introducía simpáticos personajes, difíciles de olvidar. Para el lector adulto, la mención, falsamente ingenua, de los problemas que enfrentaban los vespucianos era regocijante. Todos los temas de la agenda social eran tratados por el autor; los largos viajes de los balleneros, el nacimiento de las grandes cooperativas, la desaparición de las viejas tradiciones y hasta la inmigración británica que motivaba por entonces ásperos debates en la Duma. Las respuestas sólo eran insinuadas pero implicaban una vuelta a un mundo más sencillo, a las costumbres de antaño, a los genuinos valores de los primeros colonos sibirianos.
Starenkia Heroda, el Viejito Herodes, reapareció en la decoración natalicial. Los escaparates se adornaron con este anciano rubicundo y robusto, de larga barba y perenne sonrisa, imagen de la bondad y el afecto familiar. Stare, solían nombrarlo los niños, y Stare era el protagonista de numerosas historias publicadas durante diciembre, imitaciones más o menos hábiles de los motivos usados por “El Mensajero del Sur”. Año tras año, en revistas, periódicos y radioteatros, Stare llegaba con las primeras nevadas al grito de : “¡Ahó, Inocentes, traigo regalos para todos!”.

....

Por esa misma época, según el Anuario de Historia Empresaria en 1921, se creó la Oghayo Kooperatiye Naptki (Cooperativa de Bebidas del Oghayo), una empresa con control obrero y participación del municipio de Cleopatra. Ese mismo año, en noviembre, la O K N lanzó a la venta una bebida gaseosa basada en el fruto del peyote y la nuez de cola; la Peyotikola. Al principio se la recomendaba como anti dispéptica, pero pronto se volvió un hábito entre los jóvenes afectos a la musica gúzlica y el nuevo arte panorámico.

Entonces estalló la Guerra y los soldados vespucianos fueron convocados. Los muchachos partieron cantando a la guerra.
Los soldados ivaniki recibían, entre sus raciones, una muda de ropa de obrero, efectos de higiene, dos libros (uno de ellos de preceptos religiosos), un radiorreceptor heterodino, dos paquetes de cigarrillos (marihuana, pues ya se había prohibido el tabaco), tres barras de chocolate y una jofaina de Peyotikola. Era parte de la impedimenta de los infantes vespucianos, marca registrada de su cultura: simbolizada por la participación de los trabajadores, la religión, la información pública y los placeres de la vida cotidiana. Con ellos iba toda la propaganda, la conciencia de ser “nuestros bravos boyevki”, las panorámicas de los estudios de Padbles y la música gúzlica. Por supuesto, Starenkia Heroda nunca faltó en cada Natalicio de los seis que duró la Guerra.
Durante la posguerra y en lo que duró la Paz Armada, Herodes fue un símbolo, cada vez más inseparable de la Peyotekola, de los valores vespucianos en todo el mundo.
Hoy, a más medio siglo desde entonces, con todos sus nombres en tantas lenguas; Starenkia, Stare, Pitana Janama, Hiroito, Atijoenian, Athair Na Nollag, Pater Nativitatem o Sengtanpé, el Buen Rey Herodes, sigue viajando, desde el Polo Sur a todos los hogares del mundo para llevar su mensaje de Paz, Entendimiento e Inocencia... ¡y maravillosos regalos para todos los niños buenos!
 Para leer el texto completo de este ensayo: El Buen Rey Herodes en Academia.edu

martes, julio 15, 2014

Amor y dolor (algunas reflexiones sobre Palestina e Israel) I.

¿Por dónde empezar?
El hilo se escapa nada más tomarlo entre las manos, la madeja hecha de historia, mitología, dudosos mandatos internacionales y estereoptipos es un enredo.
No se puede decir mucho cuando las vidas están en juego. Algunos dirían que es mejor callar, otros preferirían actuar. Escribo, pues es lo único que sé hacer.

El amor es, quizás, un modo de acercarse a este tema. El amor de quien se crió leyendo la Biblia, de quien a los quince años emprendió el estudio del hebreo y a los veinticinco se dedicó a escribir una, felizmente inconclusa, Historia de Israel Antiguo. El amor de quien siente un inexplicable nudo en el pecho cuando escucha Jerusalén de Oro y a veces
Grafiti pacifista en el muro de seguridad entre Israel y Cisjordania. 

necesita el Dayenú para expresar lo que las palabras no pueden. El amor, en fin, que si dejó de lado al dios de los profetas, sigue viendo en ellos a algunos de los mejores de la Humanidad.

El amor de quien no puede dejar de recurrir a la Historia para entender lo que pasa.

El dolor por lo que ocurre en Gaza es más fuerte porque mata en ambos lados. Mata vidas y mata conciencias.  Destruye a uno y a otro lado mucho más que edificios y caminos. Destruye lo noble que pueden tener dos pueblos que, quieran o no, son hermanos de lengua y de origen.

Me duele que los judíos, con honrosas y maravillosas excepciones, apoyen a un estado que cada día se parece más a las dictaduras que vivimos en el siglo pasado o, más cerca, al estado yihadista que está creando en ISIS en Irak y Siria. No debería ser una novedad, a lo largo de su historia muchos judíos sucumbieron a la adoración de los ídolos, Jeremías (quien hoy sería acusado de antisemita) lo dijo claramente y, por cierto, sufrió el dolor de su propia conciencia desgarrada entre su fidelidad a su patria y su deber de profeta. El ídolo ya no es el altar de Moloc o el Templo, sino el Estado de Israel.


Me dicen que hablo desde la distancia, y es cierto, me dicen que hay que estar en Sderot, por caso, y escuchar las alarmas anticohetes, no lo cuestiono, me dicen que quien mejor conoce es quien vive la realidad, y me permito discrepar. La distancia suele ser un buen correctivo para aquello que llamamos disonancia cognitiva, que no es mas que mirar la realidad desde el propio punto de vista olvidando que hay otras perspectivas. A veinte mil kilómetros, lejos del humo y las bombas, es posible ver un poco mejor.

(continuará)

miércoles, julio 09, 2014

Alguna vez tenía que hablar de fútbol...

Una docente que conozco ama el deporte, disfruta viendo a los pibes jugar a la pelota y no se decide a prohibir su uso en el recreo, pese a los reiterados casos de heridas, golpes y algún que otro vidrio roto. Cada vez que devuelve el balón reconviene, en tono amable o severo según el caso, a los jugadores y les reclama un imposible: jueguen tranquilos.

Ellos, alumnos de primaria, no dan con la respuesta adecuada y, si la tuvieran, son tan inteligentes como para no revelar lo que la señorita ignora; jugar a la pelota no tiene sentido si no es apasionadamente, con furia y con obsesión, con eso que la calle dice mejor; con huevos.
La "seño" cree que es un deporte y se equivoca, por eso pide que hagan lo único que el fútbol no permite; jugar tranquilos.
Salvo si el jugador es profesional, claro.


Por estos pagos del sur el fútbol es lo que es y un poco más.
Pegarle a una pelota, marcar el gol, festejar son verbos que se conjugan en colectivo.
Nos apasiona por lo que tiene de deporte pero más por lo que tiene de primario, de impreciso, de apuesta y azar. El triunfo nos ilusiona como si fuera, de verdad, nuestro. Cuando uno juega, cuando uno mira jugar, cuando uno se entera se siente parte de algo más grande. La tribu que reclama sus derechos ancestrales. En este mundo enorme y ajeno, en esta vida que otros deciden, en esta ausencia de comuniones; el fútbol, como otros vicios, es una vuelta a cosas más simples, comprensibles, colectivas. Difícil es comprender los números de la Bolsa, los chachullos de todo poder, por micro que sea, las negociaciones y las variables sociométricas; el uno a cero es más ilusorio pero más sencillo y concreto, también.

Uno no sabe si a todos le pasa; uno no frecuenta estadios, como le suelen reprochar, y no se decide a dejar de leer a Tolkien porque juega Central, sin embargo... Sin embargo se pone ronco gritando en casa si por casualidad cae en el canal del partido, sin embargo se amarga un buen rato cuando la derrota lo roza en sus colores, sin embargo si el azar lo pone cerca de un hincha rival siente una inexplicable hostilidad que se potencia entre más sean ellos y más fuerte griten. A uno le brotan las dormidas ganas de pelea. Uno, claro, ama a su prójimo en su propio cuerpo y por eso escurre el bulto; pero cuando está convertido en multitud...

Como el amor, la música, las drogas, la política y todo lo bueno de este mundo, el valor de cambio de las cosas impuso su lógica también en el fútbol. De jugar como los pibes en el recreo, de ser un grito colectivo en el potrero, de ser ocio, el fútbol se volvió negocio. "Clin, caja" suena más en los estadios que el grito de  gol. Números que marean al tipo sencillo, jugadores que hablan de espectáculo y se repiten hasta la naúsea en publicidades de cerveza, afeitadoras, compañías de seguro y hasta condones. La banalidad del periodismo deportivo. Gorro, bandera y vincha y hasta el Mundial de Fútbol.
Como las drogas, el amor y la música uno puede decir no gracias, no consumo, o puede buscarle la vuelta, el lugar impensado, el hasta ahí en el que nuestra gente se destaca desde tiempos inmemoriales.

Un Mundial puede ser varias cosas.
Algunas desagradables como los comentarios femeninos ("no digo de todas, pero hay algunas..."), las publicidades patrioteras, los revendedores de entradas y los periodistas ("no digo de algunos, sino de todos..."). Algunas que se disfrutan como ella comentando el partido con uno, en la misma cama, mejor, las publicidades que emocionan a pesar de su patrioterismo de cotillón, el amigo que te consigue la entrada agotada y los periodistas que ponen en palabras lo que uno, justo, está pensando.

Un Mundial tiene rivalidades inexplicables.
O entendibles si uno les presta atención.
Más allá de casos patológicos; los argentinos tenemos onda con Perú, Uruguay, Bolivia y Venezuela en casi cualquier circunstancia, salvo el enfrentamiento directo.
Por más hijos de tanos que seamos, o de "gallegos", o de "rusos", vamos a alentar a cualquier equipo de América Latina que se enfrente con un europeo. A veces incluso a Chile, pero nunca, jamás, a Brasil.
Brasil es el adversario natural de Argentina tanto en fútbol como en otras cosas a lo largo de la historia; desde el liderazgo de Sudamérica, que ambos reclamamos, hasta el triste papel de lacayo preferido del Imperio, que parecemos estar dejando de lado, por suerte...
El paisano, refiere Velmiro Ayala Gauna, nunca considera extranjero al paraguayo o al boliviano, pero sí al europeo o al brasileño. Idiomas diferentes, modos distintos de tomarse la vida y ese gran tamaño que, acota Freud, se vuelve muy importante, hacen del brasuca el otro sudamericano, el diferente, el hostil.
Y el sentimiento es mutuo, en especial desde Brasil a la Argentina. Basta escuchar a la hinchada.

Uno, salvo que no entienda de fútbol (no de técnicas y juegos, sino de sentimientos), no puede menos que alegrarse de la derrota de Brasil.
Ya habrá tiempo para la solidaridad latinoamericana, la Patria Grande y la Unasur.
Ya habrá tiempo para pensar con la cabeza fría; la seño no lo sabe, pero en el fútbol no hay, no puede haber, cabeza fría... para eso está el ajedrez que por algo no tiene hinchada.

Placer, pulsión, negocio, distracción, engaño, belleza, miseria. Sustantivos abstractos que pueden adherirse al fútbol, a sus pompas y sus obras. Los mismos que pueden formar el predicado de cualquier sujeto colectivo.






domingo, junio 22, 2014

Sin lágrimas

Domingo por la mañana.
Un domingo de nubes frías, de silencio, de calma.
Un domingo que marca el comienzo de otra semana. ¡Qué cosa indiferente el almanaque!

Hace ¿cuánto? minutos, días, no lo sé, murió mi vieja.
Repaso las palabras: ¿puede entrar en tres golpes de teclas algo tan definitivo?; esta cosa enorme de estar un poco más solo y saber que es para siempre.

En un segundo, el que separaba mi sueño agitado del mensaje de texto ("venite"), todo cambió, todo fue otra cosa, todo perdió su cualidad de completo; ¿cómo puede haber un todo si estoy partido en pedazos? Pedazos que buscan en vano las palabras, pedazos que no encuentran el camino de las lágrimas... hasta ahora.

No lloré lo que debía, lo que quería, lo que necesitaba.

Había papeles para hacer, personas a las que avisar, dinero que pagar. ¡Pucha que es burocràtica la muerte!

Gente, gente, gente. No puedo no agradecer su presencia, estaban ahí cuando necesité un apretón de manos, un rostro amigo o siquiera conocido, una palabra que no necesita ser pronunciada. Estaban allí conmigo, con nosotros y lo agradezco. Pero igual no pude llorar. Y no está bien, no está nada bien.

Simepre estuve con alguien, siempre hay alguien... y no es que no lo agradezca, repito, los alguienes son necesarios como el agua pero... a veces uno necesita de la sed, a veces uno busca la soledad, a veces quisiera alejarse y poder putear a los gritos, sin palabras de calma, sin que nadie pregunte: ¿qué te pasa? ¿estás mal?

(¡La recalcada concha de tu madre, claro que estoy mal, mal, mal, recontra mal...!)

Poder decir a los gritos, con toda la fuerza histriónica de la sangre italiana (que por algo inventamos la ópera), todo eso que se me hace nudo, que se me hace cáncer, en la garganta...

Poder decir que es definitvo y no hay vuelta atrás.

Que está muerta y nunca jamás la veré de nuevo.

Que me siento una basura, una mierda, un imbécil y, a la vez, no me arrepiento o sí, sí me arrepiento, pero que el arrepentimiento es tan absurdo como esa costumbre judeo cristiana del perdón...

Gritar los recuerdos que murieron con ella y los que morirán conmigo.

Evocar el recuerdo que es todo lo que nos queda.

Gritar, desgarrar la ropa, exagerar, romper todo, putear a dios y maría santísima, darse a todos los diablos, poenrse en pedo de lágrimas, tirarse al piso, hacer una escena, olvidarse de las miradas, que se vayan todos a la mierda y quedarse solo con la madre de uno, con ese despojo, ese cuerpo que ya no es pero se le parece tanto y decir todo lo que no puede decirse con palabras, con engaños que es lo mismo, con mentiras, y decirse lo que no se dijo por miedo, por vergüenza, por respeto, por tantas mierdas como configuran nuestra necesaria cultura. fruto de la mala conciencia.

No pude.

Siempre había alguien.

Y acá también hay alguien y el idiota, yo mismo, lo publica para satisfacer vaya a saber qué egocentrismo retrasado.

Igual, qué más da, sigo sin poder llorar.

Y ya se levantaron y empieza otro día sin soledad.









viernes, mayo 16, 2014

El Jesús histórico.

Creíamos que era un fenómeno social de las clases subalternas. El grito de los explotados del Imperio. Un buen día, cuando el calendario cambiaba de "antes de" a "después de" los oprimidos alzaban a uno de ellos como su Mesías.
Los religiosos puntualizaban: más aún, Dios mismo se hace pobre y oprimido.
Después, Theissen mediante, vimos que un tal Pablo Saulo se codeaba con los ricos y aceptaba que ellos pagasen la comida de los pobres; a cambio el apóstol predicaba sumisión.
¡Traidor!, gritamos. Pablo secuestró el movimiento de igualdad, le puso los grilletes de la esclavitud, que no condenó, y las vendas del patriarcado.
 "Quédate donde estás".
 "Mujer obedece a tu marido."
Por suerte estaba el Otro, el Galileo, ese Luther King con máscrítica y aquel Che sin violencia que Leonardo y tantos otros encontraban en los textos del evangelio.
Era un campesino.

Era un vagabundo.
Anunciaba la liberación de los oprimidos.
Condenaba al infierno a los ricos y echaba del Templo a los mercaderes.
El Liberador.

Después.

Después leímos con más cuidado y repasamos las páginas omitidas.

Sus discípulos no eran tan pobres, uno tenía asalariados y otros hasta una esclava. Alguno incluso frecuentaba la casa de Sumo Sacerdote, cerca del poder, y otro era cobrador de impuestos.
Daba limosnas y cenaba con los ricos.
Despreciaba a los extranjeros.
Anunciaba poner la otra mejilla, tolerar el abuso, vagabundear a cambio de casa, comida y curaciones.

No, no podía  ser.

Lo mataron los poderosos. El pueblo le gritó ¡Hossana!. Él no podía ser como los otros. Era rebelde, era revolucionario, era todo aquello que nos gustaría que fuese.

¡Traidores!

Los cuatro evangelistas transformaron su mensaje. Lo hicieron aceptable para los griegos y romanos. Sus palabras de lucha se perdieron entre parábolas arameas y germánicos "sitz im leben".

Sí, sí, eso fue. Más atrás, más atrás todavía.

En lo más profundo de la Biblia, cava, cava con paciencia, encontrarás el evangelio Q. Allí está su mensaje subversivo, allí esta el Dios del Pueblo, allí están el materialismo y el feminismo, el ecologismo y la convivencia, la lucha de clases y la praxis revolucionaria. Cava, cava, cava más. En los cuadernillos populares hablaremos de este Jesús latinoamericano, explotado y combativo, puño en alto, convocándonos al Reino de los Cielos y la Victoria Siempre. Si no fue así, asi nos gustaría... al menos mientras el Papa lo permita, que ahora es de los nuestros...



jueves, abril 17, 2014

De protestas y proyectos

Con el desayuno me desayuno (poco original el tipo) del proyecto de ley sobre manifestaciones públicas. Más allá de lo "gracioso" del concepto; pedir permiso para protestar es casi como agendar la hora de hacer el amor, debo decir que no parece tan malo como lo pintan. El artículo 7, sí no tengo nada mejor que hacer que leerlo, con lo de la notificación o el 15 y hasta el 17 son medio “botones”, es cierto, pero otros no me parecen tan negativos. Se regula algo que hasta el momento era un campo de lucha y uno podría pensar, a lo Foucault, que otra vez el Estado aparece ejerciendo su brutal control sobre los cuerpos; no obstante dado que el control se ejerce igual y con total brutalidad, me pregunto si no es mejor que aparezca esta autorregulación antes que el caos represivo.
Más allá de las simpatías que se tenga por uno u otro ruidoso reclamo, lo cierto es que la más de las veces joden la vida a otros laburantes, son mero exhibicionismo (los de la CCC, por ejemplo, que juegan a la Revolución amén de recurrir al clientelismo más burdo) y no logran sus reclamos; si se lee el proyecto desapasionadamente (agradezco a Claudia por compartirlo si bien sé que no acordará con estas palabras) aparecen un par de puntas interesantes para pensar.
En primer lugar se habla de mediadores que recogerán el reclamo y deberán dar respuesta; suena ingenuo, pero no descabellado. Por otra parte se establece la obligatoriedad por parte del Estado de difundir las manifestaciones, así sean aquellas que la misma ley considera ilegítimas (concepto este bastante cuestionable); esto no sería un tema menor y me parece una medida progresista, con perdón sea dicho.

Las reacciones ante este proyecto (un típico proyecto con sello K), así como ante el operativo de Berni en Rosario me provocan cierta sonrisa de desganada: no importa que se hace, importa quien lo hace. Es una lógica muy primaria, de tribuna o comité, que se inhibe del análisis porque “nada bueno puede venir de los K” o bien que tampoco cuestiona porque “si lo hace Cristina, o quien ella mande, está bien sea lo que sea”.
Uno, que no milita encuadrado (y por eso no puede ser peronista), y que pretende pensar, siquiera precariamente, (y por eso no puede ser del PO) se sorprende de que tantas personas lúcidas (aparte de los pelotudos repetidores de consignas) acepten poner su inteligencia en una caja, tirar la llave y opinar con las herramientas hermeneúticas del comic: la liga de la justicia versus los súper villanos.
Uno, que escucha y camina por la calle, que sale del microclima de “los del palo”, se sorprende de que tantos se escandalicen del operativo de Berni, un tipo que no tiene por qué caerme simpático, cuando es evidente que al menos tiene el mérito de actuar ante la inoperancia del pelado y sus amigos. Y actuar de manera acorde, por lo que sé, con las leyes vigentes que ya es bastante.
Uno, por último, que gusta del espejo de la Historia y ha vivido, virtualmente, otras realidades se pregunta que hubiera hecho Illich, o que hizo, ante el crimen organizado y/o las protestas sociales (¿alguno recuerda Kronstad en los años 20?) o como actuaba Guevara frente los especuladores...
Semana Santa, que le dicen, y termino el desayuno. No todo lo que pasa me gusta, ni modo, pero el gataflorismo me gusta mucho menos...

viernes, abril 04, 2014

¿No oyen silbar a las serpientes?

Hablar, escribir, pensar, incluso ¡puta madre que inútil que parece en estos tiempos!
Ayer escuché a una dulce niña, doce años, delicada y hasta ingenua: “Para mí está bien que lo mataran”... los rostros de casi todos sus compañeros, reflejaban aprobación. Si el profe decía lo contrario y hablaba de cosas tan extrañas como derechos o justicia el fastidio era evidente.
El mal se combate, se aniquila; todas las armas son válidas, los malos no merecen vivir ¿no lo dice la tele? Desde Hora de Aventuras hasta 24, desde el presentador que apaga y prende luces hasta el notero que levanta chismes de barrio ¿tiene miedo, señora?, ellos o nosotros, ¿donde estaban los derechos humanos cuando...?

La lucha de clases está a la vuelta de la esquina, pero es un poco más complicada que los buenos proletarios contra los malvados capitalistas. No alzamos el puño para derribar el edificio burgués, eso suena a cuento del pasado, remoto e incomprensible; ¿proyectos colectivos? ¡Es el siglo XXI, despertá, muchacho!
¿Cómo llegamos a esto?
¿Un país con buena gente?
A lo mejor sí, ¿matan a golpes en Iruya o Trevelin?
Si a vos te hubiera pasado... ¿Y sabés qué?, sí, me pasó. ¿Y sabés otra cosa?; los hubiera cagado a palos... por eso es lógico que la justicia no la ejerza la víctima, por eso hacemos este ejercicio de optimismo llamado sociedad. No siempre resulta, que le vamos a hacer, pero es lo que hay. Eso o la barbarie, la edad oscura, la quema de brujas, los variados exterminios que hemos ensayado desde la prehistoria para acá.
No, no tengo respuestas.
Se me queman los papeles cuando veo a los “vecinos” matar a golpes a un tipo, quien sea, haya hecho lo que haya hecho. ¿También a un genocida?, también, aunque escribirlo me provoque el vómito; que lo juzguen, que lo sentencien, que lo encierren, lo que sea, pero con esa particular forma de racionalidad que se llama, quizás impropiamente, justicia.
No te voy a convencer, por supuesto, estimado compañero de laburo, cansado de esquivar “choritos” a las seis de la matina. Tampoco a vos, seguro de tu propia honestidad, encerrado en tu pequeña fortaleza, receloso de tantas caras “raras”. Tampoco uno la tiene tan clara. Hablar de inclusión, de proyectos de vida, de contención social está bueno, pero no alcanza, parece que nunca alcanza.
Es que no es sólo el crimen. No es que te maten por nada. No es la droga que avanza y tampoco la falta de horizontes. Es más terrible que eso.
Es la crueldad, es el desprecio por la vida, es el crimen instalado como modo de ser, el odio como base de la sociedad. Lo dicho, la lucha de clases al desnudo, pero en estado puro, sin cauce político, sin proyecto alternativo; una pesadilla caótica en lugar de un desborde de vida al estilo anarquista.
Es doloroso, en un sentido hasta físico, y es terrible, además.
Porque uno sabe de donde viene esto y a donde conduce. Porque son historias demasiado cercanas las que se repiten. Porque es la receta clásica del fascismo.
Por momentos también me gana el odio, por momentos también me apunto a la violencia (uno no es, nunca fue, un pacifista) pero me sale por otro lado. Los gordos pelotudos de la tele, los comentadores compulsivos de las redes sociales, algún puntero político de cuarta, los candidatos de sonrisas falsas que juegan con fuego, los que incubaron a tantas serpientes en treinta años de democracia y ahora se espantan cuando las oyen silbar...

sábado, marzo 22, 2014

¿Dónde, Muerte, tu aguijón?



     En estos días he pensado a menudo en la muerte.
La muerte como destino último de todo cuanto vive. La muerte como final inevitable que procuramos retrasar. La muerte, en fin, como esa realidad que negamos con persistencia de avestruz.
No es un pensamiento triste. Mucho menos terrorífico o macabro.
Pienso en la muerte como un final anunciado.
La película terminó, se apagan las luces y cae el telón. ¡Cómo me hubiera gustado que durase más! , pero no, no dura más, no dura para siempre… a poco de salir del cine me doy cuenta que es un alivio que no fuera más larga.
La muerte pone término a una comedia, una tragedia, un melodrama en casi todos los casos. Afortunadamente, para alivio del espectador y, en especial, del protagonista.
Hubo un tiempo de ilusiones cuando creía en premios o castigos. En ese perverso invento llamado Cielo, más aterrador que el Infierno si uno lo piensa un poco. No temía la condenación eterna, me habían mentido un dios amigo y casi compinche, no esperaba un cielo inmediato; prefería traerlo a la tierra en la forma de una nueva sociedad.
Hubo un día, a veces hay un día, en que me dí cuenta de que todo aquello era una bella mentira. Hermosa, adornada, repetida, creída, pero mentira al fin y al cabo.
Las pruebas que mi cartesiano cerebro requería las encontré más tarde.
Al comienzo fue sólo la certeza.
Ante el cadáver de quien había sido mi abuela, mi nona como gustaba llamarla, supe más allá de toda duda que se había ido para siempre. Que no la esperaba un monótono Cielo o un cruel Infierno. No había nada más. Ese cuerpo que me había acunado,  esas manos de caricias y recetas nunca reveladas, esos labios que pronunciaran palabras cargadas de sentimientos, esa persona que era mi nona no estaba más. Sólo permanecía en el recuerdo, discrepante, de sus familiares… y de manera fragmentaria, tenue, difuminada por el olvido. Descansaba sin sueños, había retornado al no ser.
Una sensación de paz, de plenitud, de alivio se apoderó de mí en ese instante.
Los últimos años de mi nona no habían sido felices. Supe, en ese momento, que ya no padecería más y me alegré por ella. Por ella que ya no era capaz de sentir, que se había desentendido de la fatiga de vivir.
La muerte me rozó de maneras doloras en estos últimos años.
Escucho a las personas confiar en dioses y santos para prevenirla, esperar un mundo etéreo después de ella, asegurarse que no es más que un pasaje a otros lugares mejores (a los cuales, sin embargo, no desean ir), conjurarla con rituales y palabras vacías.
Respeto esas creencias; hay una mínima posibilidad de que estén en lo cierto y, de todos modos, su fantasía es casi siempre inocua. Un gran casi si pensamos en aquellos que se inmolan esperando un paraíso transmundano.
Respeto y discrepo desde un silencio que sólo rompo de cuando en cuando.
Como ahora, por ejemplo, en estos días en que he pensado demasiado en la muerte, una vieja amiga cuyo aguijón, parafraseando a Pablo de Tarso, ya no me lastima.



miércoles, febrero 26, 2014

Negociar?

Recuerdo haber leído, años atrás, que cierto visitante extranjero se sorprendía de que en nuestro país existiera un Partido Intransigente (¡lindas minas por otra parte!) ya que, argumentaba, la política es negociación lo cual implica transigir... si es necesario. Uno, que admira la coherencia (quizás por eso de pretender lo que no se posee) suele deslumbrarse ante quienes anteponen los principios a cualquier otra consideración y le dan para adelante: caiga quien caiga.
Es que resulta maravilloso verlo a Aquiles, ciego de cólera, lanzarse sobre las filas de los enemigos, la pica enhiesta y los ojos desorbitados. Maravilloso, claro, desde el campo aqueo y la comodidad de la lectura. Decepcionante sería que el fiero guerrero se parase en medio del campo de batalla, reflexionara un poco (¿qué hago acá despanzurrando tipos porque Menelao no se banca ser un cornudo?) y pidiese una entrevista con Héctor para acordar las condiciones de paz. Seguro, Aquiles salvaría Troya, volvería a su casa para criar al pequeño Neoptólemo y toda la historia del mundo occidental hubiera cambiado, quien sabe si no para mejor... En tal caso, claro, nadie diría que Aquiles es un héroe. Agamenón y los demás lo llamarían transero.
Se me ocurre que, en el fondo, es cuestión de tiempo (como diría un amigo) porque a veces es necesario arremeter con todo, poner quinta a fondo (como no manejo las metáforas automovilísticas sólo están a modo de ejemplo) y atropellar al enemigo... en especial cuando el enemigo quiere atropellarlo a uno.
En otras ocasiones hay que ser como Fabio  y contemporizar, negociar, perder para ganar, ceder y transigir. Puede ser que el enemigo sea tan fuerte que, paradoja, atacarlo implicaría hacerlo aún más fuerte. Puede ser que el enemigo sólo pueda ser derrotado con el desgaste de la negociación. Puede ser, incluso, que no sea enemigo, sino avdersario (distinción de la que podemos hablar otro día) y que un adecuado toma y daca nos beneficie a ambos. Negociar es una manera de comprar tiempo tan buena como cualquiera, bien lo sabía Mendieta.

martes, febrero 11, 2014

Una tarde en el Museo, parte tres... y última.

III
¿Delacroix?, repetí alelado (hacía rato que quería usar esa palabra), ¿Eugene Delacroix, el pintor?
Asintió.
Mentiroso, mentiroso porque no estuve en las barricadas de los Tres Gloriosos pero me pinté igual, guiado por la Libertad, linda mina por otra parte, y me guiñó el ojo. Vos te las das de escritor, o sea, de mentiroso profesional, y andás buscando la paja en el ojo ajeno... Y se largó una carcajada que pareció resonar por toda la habitación.

La piba seguía sonriendo, ¡esa sonrisa!, ¿dónde había visto yo esa sonrisa?, pero ahora más divertida que atenta a mis reacciones.
No entiendo, dije, ¿esto es una broma?, ¿un espectáculo montado para los turistas?, ¿la mala copia de una película de Hollywood?
Ni la piba, ni Eugenio, respondieron.
La puerta volvió a abrirse y entraron, en tropel, una multitud de minas en bolas, digo de mujeres con escasa ropa, tan teatral era aquel despliegue que las reconocí de inmediato; Las Sabinas, dije.
Ellas sonrieron y se pusieron en pose frente a la ventana. En eso, apresurado, entró un tipo de rostro serio, con un lápiz en la mano derecha.
David, me susurró Delacroix.
¿El peluquero?, pregunté tontamente; todavía recordaba las vidrieras que había visto con mi compañera.
Mais, no!, protestó, el pintor...
David dio algunas indicaciones, trazó unos bocetos y se fue a completar su trabajo a un cuarto vecino. De inmediato las chicas se relajaron, unas se vistieron, hacía frío, otras se pusieran a jugar con otros chicos, un par comenzó a charlar animadamente (señalaban a una tercera en un claro indicio, más allá de los tiempos y lugares, de chisme) y algunas empezaron a tejer.



Me extrañó que personajes clásicos se comportaran de esa manera pero, cuando iba a comentarlo con Eugenio o con la piba, entró un joven dios. Impresionante, mayestático, con paso elástico y mirada olímpica. Era griego, sin dudas, pero lucía un extraño atavío egipcio.

Al verme sintió curiosidad y me hizo señas de que me acercara. Me aproximé con comprensible temor, medía casi dos metros, mientras él me hacía un gesto de calma. Me preguntó por mí, por mi patria, mis costumbres... circunstancias que el lector conoce o que no tienen por qué interesarle. Por su parte me dijo que era un griego de Asia, que era esclavo del Emperador (¿pero no lo somos todos?, agregó) y que había tenido la desdicha de ser bien parecido. El gobernante del mundo, continuó, se había enamorado de él y desde entonces su vida había sido un paraíso y un infierno (¿no lo son todas, acaso?). Había momentos, me dijo, en que no podía imaginar la vida sin él, sin su Adriano, momentos en que tanto amor era insoportable. Y una noche, en el Nilo, él, Antinoo, griego y hermoso, decidió que nunca envejecería, o que no se expondría a perder ese amor, o que no podía continuar al lado de un ser tan voluble y poderoso. Las aguas del río curaron todos sus males... para siempre.
Hubiese querido seguir hablando con él, pero otros más entraban a la sala.




Mujeres, niños, guerreros, artesanos, ceramistas, pintores, campesinos, mercaderes, sacerdotisas, pescadores, esclavas, pastores...
Ningún rey, ningún dios auténtico, ningún “personaje célebre de la Historia Universal”, salvo uno o dos con historias tan tristes como la de Antinoo.
Se lo comenté a Delacroix quien se encogió de hombros. Al fin y al cabo él sí volvía a la vida y era demasiado burgués para preocuparse por otros. Cada uno en lo suyo... pareció decir y se fue a conversar con Ingres y Leonardo.
La pibita, la joven que me había guiado, fue quien habló.



¿Sorprendido?
¿Pensaste que las pinturas, esculturas y todo eso volverían a la vida?
No, estimado, no es así. Ellas tienen su propia inmortalidad; mudas, estáticas, idénticas a sí mismas, siempre. Es su destino, ni un premio, ni un castigo.
¿Entonces no eran reales..?, comencé.
¡Claro que sí!
Tan reales como las modelos que David eligió para sus cuadros, o los sentimientos profundos que hicieron que Antinoo siguiese habitando ese cuerpo de mármol, o el amor que pusieron quienes hicieron los miles de objetos, muertos, que están en estas salas. Ellos, ellas, las personas son quienes permanecen.
Miré entonces a mi alrededor.
El Museo estaba lleno de gente, turistas, hubiera dicho un observador superficial.
Una mirada más atenta, una mirada reposada, descubría otra cosa.

Egipcios de la primera dinastía, o antes quizás, con su faldellín y sus cabezas rapadas, cocinando ante una chimenea rococó.
Sumerios de cabello negro enseñando sus tablillas de barro a rudos guerreros asirios.
Levantinos abigarrados, circunspectos camelleros que conocieron a Bahira y a Mohammed, dignos funcionarios bizantinos, curanderas de las montañas de Cilicia, cruzados, asesinos de Alamut y mercaderes de Brujas endosándose letras de cambio de los templarios.
Un sacerdote de Tikal mostrándole sus cuentas a Hipatía de Alejandría. El quipucamayoc de Tiahuanaco relatando una historia a un joven esclavo yoruba...

Obreros del París revolucionario, tejedores de Silesia y leñadores de Renania discutiendo en un apasionado mitín al pie de la, inmóvil, pintura de Luis XIV. Tres alemanes, uno de ellos fumaba prodigiosamente, los escuchaban con atención.
Eran ellas y ellos. Los artesanos, los que guisaron la cena del victorioso, las que vendaron las heridas del hoplita derrotado, los que figuraron en el desfile de la victoria, los números de las crónicas, los hacedores.
Ellas y ellos los escogidos, los que recuperaban el Museo que era suyo por derecho de creación.
Y se acercaban.
Y hablábamos en un lengua hecha de sueños y deseos y frustraciones y pequeños triunfos.
Y si los turistas japoneses o los nuevos rico rusos se extasiaban ante los clásicos, este proletario sudamericano tenía el raro privilegio de conversar, mano a mano, con los verdaderos personajes históricos. Aquellos que los libros no recuerdan.

Beatriz, dijo alguien y entonces reconocí a la chica, se hace tarde. El viajero debe volver y, además, Dante y Virgilio te esperan...
Ella asintió, con esa sonrisa que Leonardo hubiera querido captar, y me tomó de la mano.

Me despedí de un maestro de escuela que deploraba la política educativa de Ptolomeo y alcé por última vez a un niño de Judea muerto en el siglo I ante la indiferencia de su dios.
Me alejé llevado por Beatriz.
Caminé por los pasadizos subterráneos.
Ella me dio un suave beso en la mejilla y desapareció.













Trepé el parapeto y parpadeé, perplejo, ante la luz; a mi lado una pareja se prodigaba caricias que fingí no ver.
La noche había llegado.
Dejé el Louvre por calles de nombre desconocido, que brillaban bajo la persistente llovizna.
Después de caminar sin rumbo me dirigí a un pequeño restaurante argentino, donde me esperaban una buena amiga, su esposo y mi compañera. Cenamos unas riquísimas empanadas.

¿Qué tal el museo?, me preguntaron.
Me perdí, dije...


sábado, febrero 08, 2014

Una tarde en el Museo, parte dos.


II
Me dí vuelta murmurando una excusa en una lamentable caricatura de argentino, inglés y francés... Desolé, ye ne sé pá que estaba forbidden acá...
La mano pertenecía a una chica, rubia, menuda, con el trajecito azul del personal del museo. No tendría más de dieciocho años y, me tranquilizó, sonreía. Se llevó el índice a los labios y me indicó que guardara silencio. Comenzó a caminar por la galería y, sin saber por qué, la seguí. Supuse, supongo todavía, que era una estudiante realizando una pasantía. Creí, pero me equivocaba, que me llevaría con un superior para explicar mi inconducta...

Atravesamos salas donde cada vez había menos gente. El museo tiene algunas secciones en reparación y gruesas puertas marcan esos límites, mi guía las atravesó sin problemas, con un ligero empuje de manos, observé que sus dedos eran largos y finos, y yo la seguí. Cada tanto se daba vuelta, volvía a sonreír, de manera infantil, como si fuera un juego, y se detenía hasta que yo llegaba a su lado, luego retomaba su paso ágil, seguro.

Al final se detuvo en una sala despojada de todo adorno y carente de cuadros, esculturas o vitrinas. 










Las ventanas mostraban la lluvia sobre el Sena, la tarde que se deshacía en nubes rosadas, el brillo de
las luces sobre la “rive gauche”...


En la sala, austera y todo, había un sillón de alguno de esos estilos que no conozco, pongamos Luis XV, y la chica me indicó que me sentara.









Bueno, pensé, ahora viene el director del museo y me clava una flor de multa. ¿Aceptarán la tarjeta? Porque, rebusqué en la billetera, de efectivo no me quedan más que cinco euros... y en monedas de veinte centavos...


No vino nadie.
Pasó un largo rato, la piba me miraba con curiosidad y algo más que no podía percibir. Yo evitaba cruzarme con esa mirada, jugaba con el celular, miraba las molduras del sillón, sonreía y hasta intentaba decirle algo en alguna de las muchas lenguas que hablo... mal.
Ella nada. Su sonrisa era extraña, entre desvaída y ausente, me recordaba otra sonrisa que, tampoco, era capaz de recordar. 
 
Frustrado, hice un gesto como si fuera a incorporarme y cambié la sonrisa por una de mis dos expresiones de enojo, la correspondiente a: maestro retando a los alumnos, nivel uno.
Ella dejó de sonreír y se movió, como dejándome libre la puerta. Sin otro gesto era, sin embargo, una clara invitación; podía retirarme, si quería. Entonces me dí cuenta de que era ese “algo” que se sumaba a su curiosidad; me estaba midiendo, quería saber hasta donde era capaz de llegar, como si fuera una prueba para andá a saber qué...
Puse en stand by la cara de enojo y me acerqué a la piba, me aclaré la garganta como para dar comienzo a un discurso cuando ella, en un castellano casi sin acento, pero que me recordaba al italiano me dijo, con una voz suave y algo pretenciosa:




Nadie te creerá, pero eso no importa ¿verdad?
Comencé a decir que no sabía de que hablaba, que qué se proponían (no sé por qué usé el plural), que llamaría a la embajada o algunas otras frases que expresaran claramente mi, injustificada, indignación, cuando ella giró la cabeza hacia la puerta que se abría. Por el rabillo del ojo vi que hacía un gesto de aprobación, pero la figura que entraba me hizo olvidar cualquier otra consideración que no fuera la sorpresa.


¡Así que me trataste de mentiroso!, sí, Gustavo, a vos te hablo. 
¡Mentiroso! ¿En qué revolución estuvise, para decir esas cosas de mí?
 
El tipo, era un tipo, que entraba tendría poco menos de treinta años, apenas un esbozo de barba, un elegante bigote,el cabello revuelto y patillas de otra época. Tanto como su traje...y la galera que dejó sobre un escritorio.
A pesar de sus palabras (dichas en puro argentino), se reía y estaba claro que se burlaba, amigablemente, de mi sorpresa.

Me tendió la mano: Euyin Delacruá... encantado.


Continuará...

viernes, febrero 07, 2014

Una tarde en el Museo.

 I

El Museo del Louvre no es grande, ni siquiera inmenso, majestuoso o deslumbrante. Estas son palabras vanas que no alcanzan a dar cuenta de ese universo múltiple que es aquel antiguo palacio en el centro de París.
Desde que era un solitario adolescente en permanente diálogo con gente que sólo vivía en los libros solía detenerme en las imágenes del piadoso Gudea, de los fieles Horacios, del mentiroso Delacroix o de La Bella Gallerani, y leer, en el epígrafe, su ubicación en el mundo: París, Louvre. Estar en la misma ciudad que ellos y no visitarlos no era sólo una descortesía sino también un despropósito.
Así que partí, solo como mi apellido lo indica, para ver a viejos conocidos.


No relataré el paseo, apenas interrumpido por un café con dos masitas que eran una obra de arte a juzgar por el precio, sino apenas un episodio de cuya duración no puedo estar seguro.
Debajo del museo, que una vez fue palacio, están las ruinas del castillo medieval; foso, bases de los torreones, cisternas que quien sabe dónde conduzcan... Transgrediendo las normas, aproveché la ausencia de guardias, el punto ciego de una cámara de vigilancia y un hueco entre las barandillas para explorar un poco más.


 









Crucé una arcada, piedras de ocho siglos, y seguí un muro apenas iluminado. Giré, no sé muy bien donde, prendí el celular para ver mejor y creí distinguir unas personas a la distancia. Me dije que debían ser visitantes en el Ala Denon, ubicada a mi derecha según me parecía, y decidí ir hacia ellas, terminada mi exploración no autorizada. Con mi mejor cara de inocente saldría al pasillo, me sumaría a los turistas y “aquí no ha pasado nada”.
No era tan simple. En un área arqueológica no hay pisos pavimentados, los túneles suelen ser engañosos, el sentido de la orientación se pierde cuando se está debajo de la tierra, lo que sea. Demoré una eternidad en llegar a donde estaban las personas y, cuando iba a salir a la luz, una mano se posó sobre mi hombro.


Continuará...