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sábado, marzo 22, 2014

¿Dónde, Muerte, tu aguijón?



     En estos días he pensado a menudo en la muerte.
La muerte como destino último de todo cuanto vive. La muerte como final inevitable que procuramos retrasar. La muerte, en fin, como esa realidad que negamos con persistencia de avestruz.
No es un pensamiento triste. Mucho menos terrorífico o macabro.
Pienso en la muerte como un final anunciado.
La película terminó, se apagan las luces y cae el telón. ¡Cómo me hubiera gustado que durase más! , pero no, no dura más, no dura para siempre… a poco de salir del cine me doy cuenta que es un alivio que no fuera más larga.
La muerte pone término a una comedia, una tragedia, un melodrama en casi todos los casos. Afortunadamente, para alivio del espectador y, en especial, del protagonista.
Hubo un tiempo de ilusiones cuando creía en premios o castigos. En ese perverso invento llamado Cielo, más aterrador que el Infierno si uno lo piensa un poco. No temía la condenación eterna, me habían mentido un dios amigo y casi compinche, no esperaba un cielo inmediato; prefería traerlo a la tierra en la forma de una nueva sociedad.
Hubo un día, a veces hay un día, en que me dí cuenta de que todo aquello era una bella mentira. Hermosa, adornada, repetida, creída, pero mentira al fin y al cabo.
Las pruebas que mi cartesiano cerebro requería las encontré más tarde.
Al comienzo fue sólo la certeza.
Ante el cadáver de quien había sido mi abuela, mi nona como gustaba llamarla, supe más allá de toda duda que se había ido para siempre. Que no la esperaba un monótono Cielo o un cruel Infierno. No había nada más. Ese cuerpo que me había acunado,  esas manos de caricias y recetas nunca reveladas, esos labios que pronunciaran palabras cargadas de sentimientos, esa persona que era mi nona no estaba más. Sólo permanecía en el recuerdo, discrepante, de sus familiares… y de manera fragmentaria, tenue, difuminada por el olvido. Descansaba sin sueños, había retornado al no ser.
Una sensación de paz, de plenitud, de alivio se apoderó de mí en ese instante.
Los últimos años de mi nona no habían sido felices. Supe, en ese momento, que ya no padecería más y me alegré por ella. Por ella que ya no era capaz de sentir, que se había desentendido de la fatiga de vivir.
La muerte me rozó de maneras doloras en estos últimos años.
Escucho a las personas confiar en dioses y santos para prevenirla, esperar un mundo etéreo después de ella, asegurarse que no es más que un pasaje a otros lugares mejores (a los cuales, sin embargo, no desean ir), conjurarla con rituales y palabras vacías.
Respeto esas creencias; hay una mínima posibilidad de que estén en lo cierto y, de todos modos, su fantasía es casi siempre inocua. Un gran casi si pensamos en aquellos que se inmolan esperando un paraíso transmundano.
Respeto y discrepo desde un silencio que sólo rompo de cuando en cuando.
Como ahora, por ejemplo, en estos días en que he pensado demasiado en la muerte, una vieja amiga cuyo aguijón, parafraseando a Pablo de Tarso, ya no me lastima.



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