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sábado, octubre 27, 2007

Juana, la Papisa







¡Una papisa!

¡Una mujer en el trono del Pescador!

¡Burla para los protestantes y rubor para los papistas!

¡Tema para Voltaire, para los autores de betsellers, para los amantes de los misterios históricos!

¡Deliciosa historia!

El Tarot la incorporó a sus figuras y los polemistas la usaron profusamente.

Hubo ensayos, diatribas, novelas y hasta algún filme.

Y antes, una leyenda...














La Papisa Juana


Se cuenta que hubo una mujer, de origen inglés pero nacida cerca de Maguncia (hoy en Alemania) que llegó a ser Papa, más bien, Papisa.

Allá por el 855, época dura de aristócratas bárbaros y clérigos rapaces, cuando los Papas eran el último resabio del orden imperial esta mujer extendió su dedo para recibir el Anillo del Pescador. Otros autores buscan otras fechas del mismo siglo y se refieren al sagaz y diplomático Juan VIII como el protagonista de nuestra historia.

Juana era, añaden para más sabor, hija de un monje procedente de la entonces mucho más ilustrada Inglaterra y creció en un ambiente de erudita religiosidad. Como en esos tiempos nadie, mucho más si no era noble, podía acceder de al saber si no era ingresando en la vida eclesiástica, la pequeña Juana no tuvo otra opción que el convento. A diferencia de sus contemporáneas, no obstante, no lo hizo en una orden femenina, donde la enseñanza era mínima por cierto, sino en alguna de las ramas de la prestigiosa familia benedictina y vestida como varón. El cronista Martín el Polaco, incapaz de creer que una mujer podía amar el saber por sí mismo, supone que, en realidad seguía a un amante. A mí me gusta más pensar que se había enamorado del conocimiento.

Iohannes Anglicus, tal el nombre del monje imberbe, destacó como copista y viajó por toda la Cristiandad. Estuvo en Constantinopla, donde conoció a otra mujer de armas tomar, la emperatriz Teodora (las fechas no coinciden, pero ¡que importa!), en Atenas, y allí aprendió medicina con el Rabino Isaac Israelí y en la corte del Emperador de Occidente Carlos, el Calvo para terminar su periplo tras las derruidas murallas romanas.

Su erudición, quizás su intuición femenina si tal cosa existe (como me consta) y su encanto (que podemos, románticamente, imaginar) le valieron un puesto importante en la Curia bajo el pontificado de León IV hasta llegar a ocuparse de los asuntos internacionales del Servus Servorum Dei.

Mano derecha del Pontífice, no le costó demasiado ser electa para sucederle (con el nombre de Benedicto III o bien de Juan VIII) y nadie dice que no cumpliera con eficiencia su tarea espiritual tanto como política.











Un día, sin embargo, mientras se dirigía por la calle de Querceti, cerca de la iglesia de San Clemente y del arruinado Coliseo, hacia Letrán, comenzó a sentir fuertes e inconfundibles dolores.













La Basílica de San Juan de Letrán, un antiguo palacio imperial






Sucedía que Juana se había enamorado del rubio embajador sajón (digo yo que era rubio, realmente no

lo sé) Lamberto y, cediendo a la pasión como dicen las telenovelas, había quedado embarazada. El parto, pues, le sobrevino en plena procesión y miles de fieles romanos contemplaron, con explicable asombro, como el Papa daba a luz a un hermoso varoncito… tal vez tan rubio como su papá.


El gentío enfurecido, dice Jean de Mailly, el propio trabajo de parto, asevera Martín, determinaron la muerte de la joven pontífice.

En cuanto al niño no he podido averiguar que fue de él. Sin embargo en el lugar se colocó una imagen de ambos; madre e hijo, y se grabó en mármol la siguiente inscripción: Petre, Pater Patrum, Papisse Prodito Partum (Pedro, Padre de los Padres, favoreció el parto de la Papisa) o P.P.P.P.P.P.

Por supuesto nunca más Papa alguno volvió a pasar por esta calle, camino de Letrán.

También desde entonces cada nuevo Papa electo debía sentarse en la "sella stercoraria" (sí, significa eso mismo que pensás), un asiento (se dice que de pórfido) con un agujero en el centro y someterse a la verificación táctil por medio de un eclesiástico encargado de ese (desagradable, pero nunca se sabe) menester. El ritual, agrega la leyenda, culminaba cuando el inspector ad hoc exclamaba: Duos habet et bene pendentes (Tiene dos, y cuelgan bien) que establecía claramente la, al menos sexual, virilidad del Pontífice.










¡¡¡Sí, los tiene bien puestos!!!

Varios hechos se unieron para dar origen a esta leyenda, muchos malos entendidos e inexactitudes (inaccuracy is a God, dijo alguien) colaboraron en su difusión y al menos un antiguo recuerdo sirvió para fijarla en la memoria colectiva de Occidente.

Sacerdotisas hubo en todos los cultos antiguos, sin embargo el judaísmo y el cristianismo proscribieron la participación femenina en la adoración a su celoso dios patriarcal. Hubo intentos y hubo desafíos, pero no prosperaron, aún entre los cristianos que se atrevieron a mantener, desnaturalizada y disfrazada, a la diosa madre...

El recuerdo y la posibilidad, empero, se mantuvieron. Podemos imaginarnos, en los albores de la Edad Media (ni tan oscura como pretendiera Gibbon, ni tan clara como la soñaran los románticos) los murmullos en los claustros, los debates en las escuelas, los cuentos rústicos (¡oh Chaucer!) en las posadas:

Hay, hubo, una Papisa.

Hay, hubo, una mujer que fue sacerdote y que llegó a la Cátedra de San Pedro.

Hay, hubo, alguien (alguna) que desafió los cánones, las reglas y los rígidos estamentos. No controlan todo, no siempre se salen con la suya los que nos proscriben. El poder también puede (debe) ser engañado.

Así hablarían, así se reirían por lo bajo. Poco importa si era o no verdad.

Es un hecho que la Papisa nunca existió. Las series de Papas, pese a ciertas inexactitudes y sucesiones debatidas, está claramente establecida; testimonios materiales como monedas y medallas corroboran el hecho. En 855, la fecha más probable, fueron Papas León IV, murió ese año, y Benedicto III, además del antipapa Anastasio, las pruebas son concluyentes. No hay lugar para la mujer... como tantas veces en la historia.

Es muy probable que la política del Papa Juan VIII (872 - 882), extremadamente conciliadora frente a la Iglesia Griega según los obtusos funcionarios occidentales, diese origen a la reputación de "feminidad", que ellos asociaban, ¡pobres!, a debilidad, del pontífice. Es posible, pero no hay pruebas directas, que lo llamasen Papisa Juana. Es casi indicial que en este episodio se originase la leyenda, sin percatarse de recoger viejos temas míticos.

También las acciones de la aristócrata romana Marozia pudieron haber sido el núcleo de la fábula. Esta mujer, hija y madre de Papas, era intrigante y audaz, eso dicen sus interesados biógrafos al menos, y durante una generación dispuso a su antojo del trono pontificio eligiendo y deponiendo a seis "Santos Padres" en veinticinco años... período llamado Pornocracia por el Cardenal Baronio en el no menos escandaloso siglo XVI. Quizás Marozia también hubiera merecido el epíteto de Papisa.

El episodio del parto en la calle de Querceti, cerca de San Clemente, parece deberse a una mala interpretación de una inscripción antigua: P. P. P. P. P. P no significaría Petre, Pater Patrum, Papisse Prodito Partum (Pedro, Padre de los Padres, favoreció el parto de la Papisa) sino Propria Pecunia Posuit Patri Patrum P. es decir P (nombre de un donante desconocido) ofrece de su propio dinero al Padre de los Padres (epíteto de los sacerdotes de Mitra). Idea no tan descabellada, y apuntada por Dollinger, autoridad en epigrafía romana, si se recuerda que en la olvidadiza Edad Media muchas inscripciones antiguas fueron reintepretadas de esta manera. Siendo que la calle en cuestión había dejado de usarse (estaba bloqueada) y que en ella había un fresco que mostraba a una Madonna con el Niño, no puede extrañar que todos esos indicios se conjugasen para dar origen a uno de los episodios más pintorescos de la leyenda.




El otro elemento, la comprobación de la virilidad del pontífice electo a través de la "sella stercoraria" nunca tuvo lugar, no es mencionado en ninguno de los precisos rituales que se conservan referidos al entronizamiento del Pontífice y parece deberse al uso que hicieron los papas de antiguos asientos sanitarios (o sea letrinas) romanos hechos de pórfido y vestigios del mobiliario imperial (recordemos que el Palacio de Letrán, aún hoy propiedad del Vaticano, era una de las residencias de los Césares). Una costumbre, digamos, bizarra que naturalmente daba pie a leyendas como la citada.

Digamos que no es algo muy "edificante" pensar que el Papa se sentaba en un retrete antiguo, de mármol rojo, claro, pero retrete al fin...

Sin embargo; ¡nadie le tocaba los testículos para verificar que era un varoncito!

Con todos estos detalles la historia ya estaba lista para pasar a los Cronicones, para ser copiada por los monjes, para la risa y para la diatriba. Las propias autoridades eclesiásticas la aceptaron y cuando Jan Hus, poco antes de ser enviado a la hoguera, la citó como prueba de la inmoralidad de la Curia Romana no fue refutado.

Hubo que esperar al siglo XVI para que se establecieran los hechos, y se conjeturase el origen de este cuento que, no obstante, aún hoy, sigue siendo citado de tarde en tarde en foros de Internet.

Nada, en principio, se opondría a que una mujer ocupase la Cátedra de Pedro. De hecho no es requisito la ordenación para ser Papa, el Espíritu Santo, según los fieles, es quién elige a aquel que será ungido sucesor de Pedro, y podría muy bien suceder que escogiese a una representante del género femenino y designarla para ser la Piedra de la Iglesia Católica... pero hasta ahora eso no ha sucedido. Lo cual es una lástima.

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