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viernes, enero 24, 2014

Historietas de tres ciudades. 1 Roma

Tres mil años, poco más, poco menos, tiene la vida urbana en Italia.
Esto quiere decir que hay gente apiñada en las ciudades de la península desde hace noventa generaciones, así, a ojo de buen cubero.
La cabaña fue reemplazada por la domus, por un palacio, por unas ruinas y por un nuevo palacio...así siglo tras siglo. Resultado; una especie de torta millefoglie urbana.
Esto quiere decir que uno camina y se encuentra con un edificio de valor histórico, que hay antiguos palazzi de paredes descascaradas que, en su interior, albergan lujosos muebles, cuadros de gran valor y preciosos recovecos apenas explorados, que por más que recorra, investigue y coteje cada lugar con la guía en la mano siempre, pero siempre, quedará algo para ver.
Una moderna avenida atraviesa la puerta de las murallas de Roma; por allí entró Aureliano, victorioso, después de derrotar a Zenobia de Palmira, más bella que Cleopatra. Doblando la esquina, un viejo palacio, propiedad de una familia cuya prosapia se remontaba a los días de Nerón, cedido tres siglos después al Papa por Constantino y convertido en la Archibasílica de Letrán; “cabeza de las iglesias de Roma y del mundo”, más importante, en jerarquía, que San Pedro del Vaticano. Enfrente un obelisco, robado, traído, de Egipto por el emperador Constancio y, cruzando la calle, nuestro hotel... justo por donde solía pasar el acueducto de Claudio cuyas arcadas se conservan entre dos tejados un poco más lejos.



Roma es inmensa pero no abruma.
Las ruinas hablan de una grandeza que se evoca con cierta dulce melancolía.
Los palacios, las iglesias, las callejuelas engañosas recuerdan que la astucia sobrevive a las armas.
Los museos, los tipos vestidos como legionarios para la foto y los diminutos automóviles. El nuevo subterráneo, las grises aguas del Tíber, el sol que brilla sobre la Fontana de Trevi, invadida por turistas y el músico callejero en la esquiva Piazza Navona. 




Las mujeres desfilando a la última moda por las calles, las colinas apenas perceptibles pero que se hacen sentir en las caminatas, los modernos romanos apresurados, pero prontos a dejarse tentar por un expresso.
 Los ubicuos curas y las sonrientes monjas, los turistas japoneses o chinos, los inmigrantes árabes y una pareja enamorada venida desde la lejana Rosario. Todo ello, y tanto más que no alcanzamos a percibir pero sentimos en el aire, nos aseguran que, treinta y tantos siglos después, esta ciudad sigue siendo eterna; eternamente joven.



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