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martes, febrero 11, 2014

Una tarde en el Museo, parte tres... y última.

III
¿Delacroix?, repetí alelado (hacía rato que quería usar esa palabra), ¿Eugene Delacroix, el pintor?
Asintió.
Mentiroso, mentiroso porque no estuve en las barricadas de los Tres Gloriosos pero me pinté igual, guiado por la Libertad, linda mina por otra parte, y me guiñó el ojo. Vos te las das de escritor, o sea, de mentiroso profesional, y andás buscando la paja en el ojo ajeno... Y se largó una carcajada que pareció resonar por toda la habitación.

La piba seguía sonriendo, ¡esa sonrisa!, ¿dónde había visto yo esa sonrisa?, pero ahora más divertida que atenta a mis reacciones.
No entiendo, dije, ¿esto es una broma?, ¿un espectáculo montado para los turistas?, ¿la mala copia de una película de Hollywood?
Ni la piba, ni Eugenio, respondieron.
La puerta volvió a abrirse y entraron, en tropel, una multitud de minas en bolas, digo de mujeres con escasa ropa, tan teatral era aquel despliegue que las reconocí de inmediato; Las Sabinas, dije.
Ellas sonrieron y se pusieron en pose frente a la ventana. En eso, apresurado, entró un tipo de rostro serio, con un lápiz en la mano derecha.
David, me susurró Delacroix.
¿El peluquero?, pregunté tontamente; todavía recordaba las vidrieras que había visto con mi compañera.
Mais, no!, protestó, el pintor...
David dio algunas indicaciones, trazó unos bocetos y se fue a completar su trabajo a un cuarto vecino. De inmediato las chicas se relajaron, unas se vistieron, hacía frío, otras se pusieran a jugar con otros chicos, un par comenzó a charlar animadamente (señalaban a una tercera en un claro indicio, más allá de los tiempos y lugares, de chisme) y algunas empezaron a tejer.



Me extrañó que personajes clásicos se comportaran de esa manera pero, cuando iba a comentarlo con Eugenio o con la piba, entró un joven dios. Impresionante, mayestático, con paso elástico y mirada olímpica. Era griego, sin dudas, pero lucía un extraño atavío egipcio.

Al verme sintió curiosidad y me hizo señas de que me acercara. Me aproximé con comprensible temor, medía casi dos metros, mientras él me hacía un gesto de calma. Me preguntó por mí, por mi patria, mis costumbres... circunstancias que el lector conoce o que no tienen por qué interesarle. Por su parte me dijo que era un griego de Asia, que era esclavo del Emperador (¿pero no lo somos todos?, agregó) y que había tenido la desdicha de ser bien parecido. El gobernante del mundo, continuó, se había enamorado de él y desde entonces su vida había sido un paraíso y un infierno (¿no lo son todas, acaso?). Había momentos, me dijo, en que no podía imaginar la vida sin él, sin su Adriano, momentos en que tanto amor era insoportable. Y una noche, en el Nilo, él, Antinoo, griego y hermoso, decidió que nunca envejecería, o que no se expondría a perder ese amor, o que no podía continuar al lado de un ser tan voluble y poderoso. Las aguas del río curaron todos sus males... para siempre.
Hubiese querido seguir hablando con él, pero otros más entraban a la sala.




Mujeres, niños, guerreros, artesanos, ceramistas, pintores, campesinos, mercaderes, sacerdotisas, pescadores, esclavas, pastores...
Ningún rey, ningún dios auténtico, ningún “personaje célebre de la Historia Universal”, salvo uno o dos con historias tan tristes como la de Antinoo.
Se lo comenté a Delacroix quien se encogió de hombros. Al fin y al cabo él sí volvía a la vida y era demasiado burgués para preocuparse por otros. Cada uno en lo suyo... pareció decir y se fue a conversar con Ingres y Leonardo.
La pibita, la joven que me había guiado, fue quien habló.



¿Sorprendido?
¿Pensaste que las pinturas, esculturas y todo eso volverían a la vida?
No, estimado, no es así. Ellas tienen su propia inmortalidad; mudas, estáticas, idénticas a sí mismas, siempre. Es su destino, ni un premio, ni un castigo.
¿Entonces no eran reales..?, comencé.
¡Claro que sí!
Tan reales como las modelos que David eligió para sus cuadros, o los sentimientos profundos que hicieron que Antinoo siguiese habitando ese cuerpo de mármol, o el amor que pusieron quienes hicieron los miles de objetos, muertos, que están en estas salas. Ellos, ellas, las personas son quienes permanecen.
Miré entonces a mi alrededor.
El Museo estaba lleno de gente, turistas, hubiera dicho un observador superficial.
Una mirada más atenta, una mirada reposada, descubría otra cosa.

Egipcios de la primera dinastía, o antes quizás, con su faldellín y sus cabezas rapadas, cocinando ante una chimenea rococó.
Sumerios de cabello negro enseñando sus tablillas de barro a rudos guerreros asirios.
Levantinos abigarrados, circunspectos camelleros que conocieron a Bahira y a Mohammed, dignos funcionarios bizantinos, curanderas de las montañas de Cilicia, cruzados, asesinos de Alamut y mercaderes de Brujas endosándose letras de cambio de los templarios.
Un sacerdote de Tikal mostrándole sus cuentas a Hipatía de Alejandría. El quipucamayoc de Tiahuanaco relatando una historia a un joven esclavo yoruba...

Obreros del París revolucionario, tejedores de Silesia y leñadores de Renania discutiendo en un apasionado mitín al pie de la, inmóvil, pintura de Luis XIV. Tres alemanes, uno de ellos fumaba prodigiosamente, los escuchaban con atención.
Eran ellas y ellos. Los artesanos, los que guisaron la cena del victorioso, las que vendaron las heridas del hoplita derrotado, los que figuraron en el desfile de la victoria, los números de las crónicas, los hacedores.
Ellas y ellos los escogidos, los que recuperaban el Museo que era suyo por derecho de creación.
Y se acercaban.
Y hablábamos en un lengua hecha de sueños y deseos y frustraciones y pequeños triunfos.
Y si los turistas japoneses o los nuevos rico rusos se extasiaban ante los clásicos, este proletario sudamericano tenía el raro privilegio de conversar, mano a mano, con los verdaderos personajes históricos. Aquellos que los libros no recuerdan.

Beatriz, dijo alguien y entonces reconocí a la chica, se hace tarde. El viajero debe volver y, además, Dante y Virgilio te esperan...
Ella asintió, con esa sonrisa que Leonardo hubiera querido captar, y me tomó de la mano.

Me despedí de un maestro de escuela que deploraba la política educativa de Ptolomeo y alcé por última vez a un niño de Judea muerto en el siglo I ante la indiferencia de su dios.
Me alejé llevado por Beatriz.
Caminé por los pasadizos subterráneos.
Ella me dio un suave beso en la mejilla y desapareció.













Trepé el parapeto y parpadeé, perplejo, ante la luz; a mi lado una pareja se prodigaba caricias que fingí no ver.
La noche había llegado.
Dejé el Louvre por calles de nombre desconocido, que brillaban bajo la persistente llovizna.
Después de caminar sin rumbo me dirigí a un pequeño restaurante argentino, donde me esperaban una buena amiga, su esposo y mi compañera. Cenamos unas riquísimas empanadas.

¿Qué tal el museo?, me preguntaron.
Me perdí, dije...


1 comentario:

Cristian dijo...

Como soy un amante del arte trato de ir a distintos museos para poder apreciar el trabajo de artistas reconocidos de todas partes del mundo. Me gustaría poder conseguir pasajes a paris para poder ir al Louvre que es uno de los museos mas reconocidos