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sábado, febrero 08, 2014

Una tarde en el Museo, parte dos.


II
Me dí vuelta murmurando una excusa en una lamentable caricatura de argentino, inglés y francés... Desolé, ye ne sé pá que estaba forbidden acá...
La mano pertenecía a una chica, rubia, menuda, con el trajecito azul del personal del museo. No tendría más de dieciocho años y, me tranquilizó, sonreía. Se llevó el índice a los labios y me indicó que guardara silencio. Comenzó a caminar por la galería y, sin saber por qué, la seguí. Supuse, supongo todavía, que era una estudiante realizando una pasantía. Creí, pero me equivocaba, que me llevaría con un superior para explicar mi inconducta...

Atravesamos salas donde cada vez había menos gente. El museo tiene algunas secciones en reparación y gruesas puertas marcan esos límites, mi guía las atravesó sin problemas, con un ligero empuje de manos, observé que sus dedos eran largos y finos, y yo la seguí. Cada tanto se daba vuelta, volvía a sonreír, de manera infantil, como si fuera un juego, y se detenía hasta que yo llegaba a su lado, luego retomaba su paso ágil, seguro.

Al final se detuvo en una sala despojada de todo adorno y carente de cuadros, esculturas o vitrinas. 










Las ventanas mostraban la lluvia sobre el Sena, la tarde que se deshacía en nubes rosadas, el brillo de
las luces sobre la “rive gauche”...


En la sala, austera y todo, había un sillón de alguno de esos estilos que no conozco, pongamos Luis XV, y la chica me indicó que me sentara.









Bueno, pensé, ahora viene el director del museo y me clava una flor de multa. ¿Aceptarán la tarjeta? Porque, rebusqué en la billetera, de efectivo no me quedan más que cinco euros... y en monedas de veinte centavos...


No vino nadie.
Pasó un largo rato, la piba me miraba con curiosidad y algo más que no podía percibir. Yo evitaba cruzarme con esa mirada, jugaba con el celular, miraba las molduras del sillón, sonreía y hasta intentaba decirle algo en alguna de las muchas lenguas que hablo... mal.
Ella nada. Su sonrisa era extraña, entre desvaída y ausente, me recordaba otra sonrisa que, tampoco, era capaz de recordar. 
 
Frustrado, hice un gesto como si fuera a incorporarme y cambié la sonrisa por una de mis dos expresiones de enojo, la correspondiente a: maestro retando a los alumnos, nivel uno.
Ella dejó de sonreír y se movió, como dejándome libre la puerta. Sin otro gesto era, sin embargo, una clara invitación; podía retirarme, si quería. Entonces me dí cuenta de que era ese “algo” que se sumaba a su curiosidad; me estaba midiendo, quería saber hasta donde era capaz de llegar, como si fuera una prueba para andá a saber qué...
Puse en stand by la cara de enojo y me acerqué a la piba, me aclaré la garganta como para dar comienzo a un discurso cuando ella, en un castellano casi sin acento, pero que me recordaba al italiano me dijo, con una voz suave y algo pretenciosa:




Nadie te creerá, pero eso no importa ¿verdad?
Comencé a decir que no sabía de que hablaba, que qué se proponían (no sé por qué usé el plural), que llamaría a la embajada o algunas otras frases que expresaran claramente mi, injustificada, indignación, cuando ella giró la cabeza hacia la puerta que se abría. Por el rabillo del ojo vi que hacía un gesto de aprobación, pero la figura que entraba me hizo olvidar cualquier otra consideración que no fuera la sorpresa.


¡Así que me trataste de mentiroso!, sí, Gustavo, a vos te hablo. 
¡Mentiroso! ¿En qué revolución estuvise, para decir esas cosas de mí?
 
El tipo, era un tipo, que entraba tendría poco menos de treinta años, apenas un esbozo de barba, un elegante bigote,el cabello revuelto y patillas de otra época. Tanto como su traje...y la galera que dejó sobre un escritorio.
A pesar de sus palabras (dichas en puro argentino), se reía y estaba claro que se burlaba, amigablemente, de mi sorpresa.

Me tendió la mano: Euyin Delacruá... encantado.


Continuará...

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