Sería exagerado decir que éramos amigos, especialmente porque no sé si Edgardo tenía alguno.
Un tipo raro, callado hasta la introversión.
Si algoi recuerdo de él, más allá del relato que cito más abajo, son sus inexplicables silencios.
Tipo amigo de lecturas; no puedo evitar asociar su imagen con la de algún libro, invariablemente poco común, y nunca el mismo, que llevaba a todos lados.
Estaba casado, hasta donde sabía, y parecía feliz con su esposa; Dafne y sus dos hijos.
Aquel día, el único en que realmente estuve cerca de él, nos habíamos reunido en una parrilla para despedir el año.
Recuerdo que participó con entusiasmo poco habitual en la algarabía general. Cantó en el karaoke (bastante torpemente por cierto), bailó y creo que tomó de más...
Lo llevé en el auto con otros compañeros.
Faltaban ya pocas cuadras para llegar a su casa cuando, no sé muy bien por qué, decidió sincerarse conmigo.
Escuché en silencio su relato, él no pretendía más, y luego sin decir una palabra lo alcancé hasta el pequeño departamento donde vivía.
Después de las vacaciones lo busqué en vano, nunca más volví a saber de él.
Esto es lo que me contó:
Como sabrás me separé hace cosa de un año.
Es una situación nueva para mí, algo que creí que jamás iba a vivir.
Pero en fin, aquí estoy y he, hasta hoy, sobrevivido.
Amo a Dafne, no puedo decir mi ex, no me sale, más que a nada en el mundo.
A Dafne y a mis hijos, por supuesto. Uno no descubre lo pleno y feliz que es hasta que lo pierde.
Con ella nos conocimos de jóvenes.
Dos torpes enamorados, aprendimos juntos a recorrer la vida.
Ella era dulce, callada, modesta como una violeta y pura como el primer hálito del mundo. Sencilla, compañera y, por momentos, se perdía en sus intesos paisajes interiores.
Yo era fogoso y osado, tímido ante lo desconocido y soñador de utopías sociales. Complicado, hablador, siempre huía de mi mismo.
Descubrimos, lado a lado, lo complejo que era el mundo.
Yo soñaba demasiado.
Ella callaba con frecuencia.
Siempre estuvo a mi lado, en mis iras y en mis angustias. Silenciosa y presente, tanto que era fácil para mí olvidar que estaba allí.
Siempre la acompañé. Atendía sus menores deseos; la insinuación de un vestido bastaba para que se lo regalase, flores por que sí y sin esperarlas, canciones susurradas al teléfono, versos torpes y apasionados, los platos limpios y la comida a punto: mi corazón entregado por entero y ella, mi Dafne, única divinidad de mi solitario culto.
Yo seguía soñando.
Ella seguía a mi lado.
Construimos una pequeña casa. Tuvimos hijos. Fuimos mirados y hasta, por algunas parejas amigas, admirados.
Un día fue la rutina.
Otro día fue mi cada vez más asidua ira, mi frustración y mi violencia artera.
Soltaba su mano en gestos de generosidad, pero me asaltaba el temor y la aferraba nuevamente; tan fuerte que la lastimaba.
Con el tiempo intentamos caminos poco trillados que fueron desastrosos para nosotros.
Quise que ella eligiese, ella lo hizo, pero no a mí.
Mis flores, mis poemas, mis atenciones, mis aniversarios puntualmente recordados, mi corazón no valieron nada ante el desamor que la había ganado y ante un rostro, vulgar pero mucho más simple que el mío, que empezaba a ocupar sus tardes.
Cuando supe que ya no me amaba quise luchar contra ello; me equivoqué una vez más y luché contra Dafne... sólo conseguí alejarla.
Una mañana decidimos separarnos.
Ella siguió sola, con los chicos, con la promesa de un nuevo amor, con su trabajo y sus llantos en la noche.
Yo seguí solo, con visitas de cuando en cuando, con la fantasía de una mujer demasiado buena para mí, con mi trabajo y con mis sueños fragmentados.
No volvimos nunca a estar juntos.
De ella no puedo hablar, cada vez que la veo está más silenciosa.
De mi puedo decir que me volví duro y cruel. Que dejé ir lo que podría haber sido mi nuevo amor. Que jamás volveré a reír, excepto en noches como esta, cuando rompo ese espejo que me tortura todas las mañanas mostrándome las marcas de mi soledad.
Es una situación nueva para mí, algo que creí que jamás iba a vivir.
Pero en fin, aquí estoy y he, hasta hoy, sobrevivido.
Amo a Dafne, no puedo decir mi ex, no me sale, más que a nada en el mundo.
A Dafne y a mis hijos, por supuesto. Uno no descubre lo pleno y feliz que es hasta que lo pierde.
Con ella nos conocimos de jóvenes.
Dos torpes enamorados, aprendimos juntos a recorrer la vida.
Ella era dulce, callada, modesta como una violeta y pura como el primer hálito del mundo. Sencilla, compañera y, por momentos, se perdía en sus intesos paisajes interiores.
Yo era fogoso y osado, tímido ante lo desconocido y soñador de utopías sociales. Complicado, hablador, siempre huía de mi mismo.
Descubrimos, lado a lado, lo complejo que era el mundo.
Yo soñaba demasiado.
Ella callaba con frecuencia.
Siempre estuvo a mi lado, en mis iras y en mis angustias. Silenciosa y presente, tanto que era fácil para mí olvidar que estaba allí.
Siempre la acompañé. Atendía sus menores deseos; la insinuación de un vestido bastaba para que se lo regalase, flores por que sí y sin esperarlas, canciones susurradas al teléfono, versos torpes y apasionados, los platos limpios y la comida a punto: mi corazón entregado por entero y ella, mi Dafne, única divinidad de mi solitario culto.
Yo seguía soñando.
Ella seguía a mi lado.
Construimos una pequeña casa. Tuvimos hijos. Fuimos mirados y hasta, por algunas parejas amigas, admirados.
Un día fue la rutina.
Otro día fue mi cada vez más asidua ira, mi frustración y mi violencia artera.
Soltaba su mano en gestos de generosidad, pero me asaltaba el temor y la aferraba nuevamente; tan fuerte que la lastimaba.
Con el tiempo intentamos caminos poco trillados que fueron desastrosos para nosotros.
Quise que ella eligiese, ella lo hizo, pero no a mí.
Mis flores, mis poemas, mis atenciones, mis aniversarios puntualmente recordados, mi corazón no valieron nada ante el desamor que la había ganado y ante un rostro, vulgar pero mucho más simple que el mío, que empezaba a ocupar sus tardes.
Cuando supe que ya no me amaba quise luchar contra ello; me equivoqué una vez más y luché contra Dafne... sólo conseguí alejarla.
Una mañana decidimos separarnos.
Ella siguió sola, con los chicos, con la promesa de un nuevo amor, con su trabajo y sus llantos en la noche.
Yo seguí solo, con visitas de cuando en cuando, con la fantasía de una mujer demasiado buena para mí, con mi trabajo y con mis sueños fragmentados.
No volvimos nunca a estar juntos.
De ella no puedo hablar, cada vez que la veo está más silenciosa.
De mi puedo decir que me volví duro y cruel. Que dejé ir lo que podría haber sido mi nuevo amor. Que jamás volveré a reír, excepto en noches como esta, cuando rompo ese espejo que me tortura todas las mañanas mostrándome las marcas de mi soledad.
1 comentario:
que pena que decidiste dejarme ir... Pensé que todos estos meses y la posibilidad de tener un nuevo amor valían la pena que lucharas por mi y no te entregaras tan facilmente a esa oscuridad en la que inistís en sumirte...
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