Un chiste, idéntico a los que recibía acerca de De la Rúa, a los que reenviaba de Menem, a los que circulaban, con el nombre que quisieras, de cualquier político en cualquier, o casi, lugar del mundo...
Un gesto resignado, un comentario a medias cínico, a medias desesperanzado...
Un indignado análisis de café: "mirá como votaron estos p......... de XXXX, ahora que no se quejen"
Uno, cuatro, diez, cientos de variantes, en uno, tres, doce, centenas de países, territorios, dependencias, Estados Libres Asociados y demás.
Y me pongo a pesar en esta risa casi crispada de frustración.
Nos reímos de la corrupción de los políticos, así en bloque, nos mandamos ingeniosos mails o sms con "el último de…", nos quejamos de que todos son iguales. Y volvemos a nuestro trabajo, al día a día, a la ilusión de nuestro pequeño paraíso privado.
Cada tanto, como sucedió en la Argentina del 2001, nos indignamos. Llamamos al voto en blanco, o a Clemente ¿te acordás?, salimos a la calle en explosiones espasmódicas, gritamos (a veces con ambivalentes cacerolas en mano) "que se vayan todos", manifestamos con colores diversos (naranja, rosa, negro, verde...), nos ilusionamos con el cambio a la vuelta de la esquina.
Después...
Después nada, a seguir con la rutina.
Al trabajo, al estudio, a los menesteres de "ciudadanos privados", a la tele o a la compu…
Nada de eso está mal, por supuesto, pero todo eso colabora a que todo siga igual.
En una sociedad democrática hay una palabra que es clave, y sin la cual ella se vacía de sentido; esa palabra, lo habrás adivinado, es
participación
así, con minúscula, adrede, sin falsos protagonismos, apenas destacada en negrita
Votar cada cuatro (o cinco, o seis, o aun cada año) no es más que un triste remedo de democracia, un simulacro, un gesto arcaico de cuando nuestros “abuelos” del Tercer Estado se alzaron en armas, un reclamo de los primeros días del socialismo, un principio, valioso sí, pero sólo el inicio.
La democracia es participar en la vida política de manera cotidiana, asidua, insistente, casi.
¿Da trabajo?; claro.
¿Es incómoda?; un poco.
¿Es necesaria?; tal vez no, sobre todo si nos resignamos a elegir a un grupo de tipejos (y tipejas, porque en cuestión de género las mujeres no han sido tan diferentes como algunos queríamos creer, sino mirála a la Condoleza) para que hagan, en nuestro nombre, tremendas barbaridades, y depositemos en ellos, chivos emisarios de lujo, nuestras frustraciones… cosa que harán con gusto además…
Ojo, no postulo que nos convirtamos todos en políticos, si por tal entendemos alguien que hace de ello su profesión, no proclamo la necesidad de asambleas permanentes, ni soviets, ni mucho menos tribunales populares (¡aunque estaría bueno en algunos caso, no me lo niegues, che!). Mi propuesta es mucho más simple, mi reclamo de participación es modesto, minimalista si se quiere, sinérgico, si preferís que me exprese en términos de la ochentista Uno Mismo.
Participar.
En el club, en la vecinal, en la cooperadora escolar, en la parroquia o el culto si uno es religioso.
En las reuniones de copropietarios, en las asociaciones profesionales, en los sindicatos, en las movilizaciones, en la recogida de firmas o en el grupo ecologista de la zona.
En el partido que más coincida con nuestra visión de las cosas, aun si es un grupúsculo testimonial, en los debates y hasta en los foros de Internet.
No importa si se es de derecha, (rara avis en lo que a participación se refiere, pero todo es posible) de izquierda, verde, de centro, saduceo o anarquista.
No importa si nuestra voz suena débil, si nos sabemos balbuceantes, si no tenemos claro conocimiento de los mecanismos del poder.
No importa si la propaganda del cinismo, desmovilizadora en sí misma, nos dice que todo “se cocina” en los despachos oficiales. No importan las imágenes, repetidas hasta la saciedad por periodistas dizque “comprometidos” o por miniseries “realistas”, mostrando la, quizás, verdadera cara de la política; escondida en componendas y traiciones.
No importa porque, a riesgo de parecer ingenuo, creo firmemente que
Ø cada voz que se alza es
· un poco de poder que se recupera,
· un motivo menos para que “los que mandan” aleguen nuestro consentimiento,
· un pedacito de soberanía que recuperamos,
· un ejercicio de democracia que, no por despreciado, deja de tener su efecto.
Y porque, en todo caso, cuando no hacemos nada somos, al menos, cómplices de aquellos que pretenden erigirse en dueños de nuestras voluntades.
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