A raíz de un correo electrónico recibido, vuelvo a un viejo amor y desempolvo apuntes de mi buhardilla.
Un atento corresponsal me escribe acerca de su desilusión acerca del psicoanálisis al que considera viciado de nulidad, carente de base científica y prácticamente ineficaz como terapia. Curiosamente esa postura, que hoy no suscribo, me resulta sumamente atractiva y me lleva a ampliar mis indagaciones.
No haré aquí una defensa del psicoanálisis. No soy experto en el tema, como tampoco en psicología experimental. Tampoco me interesa romper una lanza en su favor, aunque debo decir que estoy tentado de hacerlo cuando leo críticas tan malintencionadas como las de Bunge o las del demasiado promocionado "libro negro". Mi interés, sin embargo, es más modesto aunque, también, más amplio.
Saber que sabemos.
Somos materia pensante, es decir, materia que se pregunta por sí misma, por su lugar en el Universo, por su origen y por su destino.
Somos seres lanzados a la vida con el interrogante a flor de labios: ¿por qué?
Mitos y religiones, filosofías y teologías intentaron dar respuesta a nuestras preguntas. Lo hicieron con los materiales que tenían a mano, fuertes unos, mellados otros, construyeron paso a paso, avance y retroceso, el camino del conocimiento.
Hubo uno de ellos, que no surgió de la noche a la mañana, sino como el producto de siglos de ensayo y error, de debate y polémica, que se ha revelado como el más valioso, el más seguro y, a la vez, el más productivo de todos; el conocimiento científico.
Vale pues, preguntarnos; ¿qué es la ciencia?
Una buena manera, quizás la única, de responder a esta cuestión es marcar un límite, una línea que nos permita decir: esto aquí es ciencia, aquello, allá, no lo es. Sin que, por otra parte, todo aquel saber que podamos considerar como "no científico" sea, de entrada, falso, engañoso o peligroso.
A los intentos de elaborar una contestación valedera a la pregunta planteada se le da le nombre de epistemología (del griego, claro, episteme: saber) y constituye una rama de la Filosofía.
No es, aunque lo parezca, una cuestión menor. Recuerdo una viñeta de la historieta Olaf, el vikingo, uno de los personajes decía que las enfermedades eran producidas por unos seres pequeñísimos, invisibles, que atacaban al ser humano, agregando, a continuación: "y se llaman 'hadas malignas".
En efecto, ante una explicación de tal o cual fenómeno, ¿cómo determinar si se trata de una conclusión valedera o si simplemente estamos ante una divagación más o menos fundada?
Y no es una cuestión menor, de ella depende que podamos curar una enfermedad basándonos en el estudio de los virus o por medio de ensalmos.
Es que el conocimiento científico, por muy inútilmente bello que pueda ser en muchos de los problemas que aborda, es también un conocimiento interesado: responde a la pregunta del por qué a la vez que busca como transformarlo. Transformarlo para mejor, al menos en la mayor parte de los casos!
Nacimiento de la Ciencia moderna.
Sin remontarnos a la Grecia Clásica o a culturas aún anteriores (expedición por demás provechosa pero ajena a este artículo) podemos establecer el nacimiento de la ciencia durante la modernidad.
Eran los años finales del siglo XV, en Europa (pero también en el Lejano Oriente) se daba un magnífico florecimiento de las fuerzas humanas de creación, los seres humanos se expandían por el mundo y antes que contemplarlo, buscaban dominarlo. En Asia este movimiento fue rápidamente abortado, pero en el extremo occidental del continente se convirtió en un proceso de expansión y unificación del alcance global.
En ese momento la ciencia comienza su batalla para determinarse y para establecer su lugar en contraposición al doble poder de la Iglesia y del Señor.
En los albores de la Modernidad la Ciencia se define, pues, por oposición. Su pretensión es la de constituir la mejor exponente de la Razón, prestigioso concepto que los griegos heredaron a la Cristiandad y al Islam con diversa suerte, por medio de la Crítica. Razón y Crítica que también pretendía poseer el adversario, Razón en tanto expresión del Logos divino, Crítica en cuanto era la regla contra la cual se juzgaban todos los actos. La legitimación de la Ciencia, entonces, va a realizarse en tanto es capaz de dar la mejor respuesta, calidad que está determinada por su eficacia. La Ciencia moderna, pues, al contrario de la clásica o la medieval, resultará aliada del saber hacer, del artesano, del productor.
Este encuentro del pensar y del hacer, de la reflexión con la acción, no es casual. Esta época asiste al nacimiento de la burguesía como sujeto económico y la Ciencia será la educadora de la nueva clase social.
Esta Ciencia tiene, pues, un primer criterio de demarcación: el experimento, que no es sino un saber hacer guiado. La experiencia, tradición empirista y, por tanto, materialista por detrás, es lo que determina si una explicación es o no científica.
La Ciencia moderna nace, entonces, como Ciencia burguesa.
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