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miércoles, enero 14, 2009

La kafiyyah y la kipá. Un intento de historia de Palestina e Israel



Olvidemos, pues aspiramos a la comprensión, las entrañables mitologías. Dejemos de lado a Josué y a David, a Mahoma y la Miraj, a Belén o al Gólgota.

No olvidemos, sin embargo, que para los que vivieron, viven y padecen, esta historia todo ello es tan real como el paisaje, el clima o los sucesos de ayer…

La historia que nos interesa comienza en el siglo XIX, como tantas ligadas al nacionalismo, esa enfermedad infantil de la Humanidad.

El primer escenario es Palestina, un mero nombre geográfico por entonces. Parte del Imperio Otomano, o Turco, un estado tan frágil que era conocido como "el enfermo", débil puerta entre el Mediterráneo y los campos petrolíferos recién descubiertos en Irán, acceso vital a las regiones del Medio y Lejano Oriente. Allí, en medio de la corrupción y la desidia de las autoridades del imperio, viven, y a veces conviven, árabes, drusos, judíos y armenios. Se distinguen antes por su religión que por su nacionalidad y son sus líderes, llámense ulemas, obispos o rabinos, los que los representan ante el absentista estado otomano El Imperio se tambalea y las potencias europeas juegan a debilitarlo cada día más, pero cuidándose de hacerlo caer; una pieza más en el Gran Juego como se llamaba por entonces a las relaciones exteriores. Algunos jóvenes, lúcidos, se preguntan cómo hacer para liberarse del despotismo del Sultán; más que musulmanes gustan llamarse árabes, pues entre ellos también hay cristianos, comienzan a mirar con orgullo su historia y reivindican la tolerancia de los primeros califas, la gloria de Damasco y el esplendor de Bagdad.

Nos movemos ahora hacia Europa. La luz de la civilización, aún con pocos traumas que resolver, brilla en todo su esplendor. Francia y Gran Bretaña se disputan la hegemonía en el continente y el mundo (lejos de allí los Estados Unidos miran y aprenden) explorando, registrando, buscando materias primas, mercados, restos arqueológicos y un toque de exotismo para lo que en unos años llamarán el imperialismo. Las potencias de segundo orden; Alemania, Italia, Austria Hungría, envidian a estos grandes estados nación, los imitan, exploran el mundo y pretenden quedarse con porciones del mundo que ellos aún no han reclamado.

Europa se ufana de haber dejado atrás la religión, pero sigue definiéndose por su cristianismo, y los judíos viven permanentemente bajo sospecha. Ellos también, en gran medida, se han asimilado a la cultura cosmopolita del “fin de siglo”, se consideran europeos y desprecian las tradiciones del gueto. Basta, con todo, que aparezca un emergente para que salga a relucir el anti judaísmo de los cristianos europeos y comience la persecución. Como a Dreyfus, el oficial francés acusado de espionaje sólo por ser de origen judío…

En esta Europa próspera no todos han alcanzado la dicha. La inmensa mayoría de los trabajadores padece condiciones inhumanas de explotación y para quienes se oponen a esta situación hay un solo camino; se llama socialismo.

El tercer escenario nos lleva a un tiempo histórico intermedio entre el medio evo otomano y la modernidad europea; el vasto Imperio Ruso. Primitivo y avanzado al mismo tiempo, donde conviven los príncipes y los siervos recién liberados, donde el Zar todavía es el “Padrecito” y los monjes determinan la vida de las comunidades campesinas. Aquí también conviven diferentes pueblos, pero los judíos, son los más diferentes de todos. De tanto en tanto el alcohol, la desidia, el interés o la prédica desata brutales persecuciones que hasta darán nombre a todo atentado anti judío: pogrom.

Las comunidades judías de Rusia y el este europeo están menos libres de la religión que sus hermanas occidentales, pero son más numerosas, activas y cuentan con marcas de identidad muy fuertes, aquellas que surgen del peligro compartido, del acoso permanente, de la terquedad y la resignación.

Son tiempos de movimientos de pueblos. Millones cruzan los océanos para iniciar nuevas vidas en tierras lejanas. La colonización de espacios vírgenes, no se menciona demasiado a los nativos no europeos, enciende la imaginación. Empezar todo de nuevo bajo las babélicas torres de Nueva York, en las interminables llanuras de Argentina o en el fértil litoral del Brasil es una opción más atractiva, y menos arriesgada, que la lucha que proponen los socialistas. Es, también, la aventura, la sensación de participar en algo más grande que uno mismo, el desafío y el lanzarse en manos del destino en una ebriedad casi de juego con una lucidez casi de misión.

En ese ambiente, nacionalismo, socialismo, colonización y juegos políticos es donde surge el sionismo. Lo funda un periodista inteligente y poco sutil, condición indispensable para el ejercicio de la profesión, y se traza una misión que cualquier otro consideraría imposible; construir un estado para el pueblo judío. Como no sabía que era imposible terminaría lográndolo.

No haremos aquí la historia de Theodor Herlz, el periodista devenido en constructor de utopías, ni del sionismo que, minoritario al comienzo, se hizo respetar por su tenacidad y claridad de objetivos. Mencionaremos, sí, que muchos sionistas consideran que el pensamiento socialista es perfectamente compatible con su objetivo; no aspiran a un estado judío regido por la vieja ley de Moisés, sino a un estado laico, conformado por obreros y campesinos, que recoja en sí lo mejor de las esperanzas de los profetas hebreos, la justicia, la paz y la libertad serán los valores de la modernidad que creerán ver anticipados en las palabras de Isaías o Jeremías. Y no se contentan con profesar estas ideas, pretenden hacerlas realidad; de manera que en lugar de emigrar a América prefieren establecerse en los inhóspitos eriales del borde del desierto, allí en la añorada Palestina. Sus granjas colectivas, kibutzim, surgen como pequeños oasis ante la suspicacia y sorpresa de sus vecinos árabes. Toda la organización aprendida en la Europa burguesa, todas la hipótesis esbozadas por los teóricos socialistas, toda la tenacidad de quien se juega la vida son puestas en juego allí y dan nacimiento a un nuevo tipo de judío; el colono.

La guerra, largamente anticipada, estalla al fin en 1914. El mundo nunca volverá a ser el mismo. De las ruinas humeantes de cuatro años de batallas mundiales surge el primer estado socialista, la Unión Soviética, y caen antiguos imperios; entre ellos el Otomano.

Franceses e ingleses, vencedores, acuden a repartirse los despojos del Sultán. Siria queda para los vivaces hijos de la Francia, Palestina, a uno y otro lado del Jordán, para los imperturbables súbditos de su Graciosa Majestad Británica. Son los tiempos del “Mandato” y aquí comenzará la segunda parte de nuestra historia.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

interesante...sos profe de historia? por lo de docente...pero en verdad me parece que deberias tener encarnadura,jugartela un poco mas...creo...es una sencilla y humilde opinion ...por lo demas ok ayuda a comprender...me explico?lo que me gustaria es compender esas otras guerras silenciosas que hay por ahi
un abrazo
lidia

Gus dijo...

Tengo una opinión e intento volcarla, ahora lo que no puedo es descolgarme con el simplista malos versus buenos. De todos modos no está terminado, aún...
No soy profe de historia, soy docente de primaria, pero me fascina la Historia.
Gracias por tus comentarios, me ayudan a pensar...

Gus dijo...

Tengo una opinión e intento volcarla, ahora lo que no puedo es descolgarme con el simplista malos versus buenos. De todos modos no está terminado, aún...
No soy profe de historia, soy docente de primaria, pero me fascina la Historia.
Gracias por tus comentarios, me ayudan a pensar...

Gus dijo...

Tengo una opinión e intento volcarla, ahora lo que no puedo es descolgarme con el simplista malos versus buenos. De todos modos no está terminado, aún...
No soy profe de historia, soy docente de primaria, pero me fascina la Historia.
Gracias por tus comentarios, me ayudan a pensar...