El General Medina, el atezado héroe de la Guerra Civil, volvía a su cuartel cuando paró en La Posta de las Tres Hermanas.
El maestro de posta tenía una hija única, linda como el entrevero, que pasó la noche con el General. Él partió por la mañana dejando sólo promesas y uno de sus raídos uniformes.
Esa noche ella soñó amores imposibles y se dejó tomar por un deseado y rubio ángel.
Pasaron dieciséis años.
Una mañana se presentó ante el General, ahora Ministro, un muchacho de piel blanca luciendo un descolorido uniforme pasado de moda.
El mozo quería conseguir.
El milico deseaba evocar.
Se miraron con desconfianza pero, al fin, terminaron abrazados. Hubo, dicen algunos, una cierta vergüenza en ambos y se separaron con brusquedad.
El recién llegado fue adoptado por Medina, que no tenía otros hijos pero sí demasiados sobrinos, y pronto se hizo conocido en la Capital. Se volvió jefe de partido, en virtud de su apellido y de su empuje.
Una tarde partió de la casa familiar luciendo inmerecidos entorchados y se internó en el Desierto del Oeste.
Regresó después de muchas mañanas, al frente de tropas victoriosas y saludó con altanería al viejo militar, protagonista de guerras poco gloriosas. Dicen que volvieron a abrazarse por última vez.
El joven y rubio general Medina se presentó como candidato a la Presidencia, a la cual el viejo y morocho Medina había aspirado dieciséis años atrás sin poder lograr su deseo.
La misma noche en que el joven fue elegido se escuchó un pistoletazo en la vieja residencia de los Medina.
Su hijo le brindó los honores del caso e hizo enterrar su cuerpo en el cementerio donde reposaban los ilustres del país.
Luego, tomó el poder.
No fue, reconozcamos, el peor gobernante de la República.
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