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domingo, julio 01, 2007

En un día de elecciones (en el cual se elige bien poco)



Hace tiempo quería escribir estas líneas.
Me detenían el temor a mi propia incapacidad de expresión unida a ideas aún no suficientemente maduradas.
Hoy, cuando en la provincia de Santa Fe se "celebran" elecciones primarias, me demoro mirando a los resignados votantes y, en una tarde gris, escribo más que nada para aclarar mis conceptos.

Elecciones, democracia, ideales.

Hace ya veinticuatro años que venimos votando. Para muchos de nosotros casi un hábito, para otros todavía una sorpresa renovada, una enojosa cuestión para los más. Las elecciones, es cierto, no despiertan demasiado entusiasmo; sabemos, o creemos saber, de sobra que los profesionales de la política (mal llamados políticos) se cuentan entre los bichos más astutos y taimados de la Creación, poco esperamos de ellos y menos que nos digan la verdad. El voto es, entonces, una obligación molesta, una mansa costumbre impuesta que nos autoriza, cada cierto número de años, a elegir nuestra pequeña caterva de dictadorzuelos para dejarlos hacer lo que les plazca con nuestra vida durante el tiempo que dure su mandato... amén, claro, de enriquecerse en el cargo.
Es triste.
Es lo que hay, diría alguno.
Peor era la dictadura se animaría a afirmar, democráticamente, un vecino al tiempo que los demás asienten pero, por lo bajo, piensan: "no tan peor". El anhelo por el orden, la "mano dura", la justicia expeditiva y demás lindezas está a la vuelta de la esquina.
Para todos; para ese viejo caracamán, para la emperingotada maestra, para el locuaz tachero, para mí y hasta para vos... sí, para vos, no me mires con esa cara, que alguna vez también te quejaste de los políticos de m... y mandaste a la p. q. t. p. a piqueteros, sindicalistas o a los vecinos de Nuevo Alberdi que cobraron cinco lucas por las inundaciones.
Pueblo facho, el nuestro, con veleidades socialistas, a veces, pero de un socialismo a la Bellamy, ordenado, limpito, rubio... y dirigido por el mejor de los políticos: ¡uno mismo, faltaba más!
¿Es todo tan así?
¿Carece de solución este amasijo de corrupción, prebendas y trampas electorales?
¿Es la destrucción de todo cuanto hay, empezando por los políticos profesionales, la mejor manera de acabar con el problema... y con los que lo causan?

Los muchachos (y chicas, si las hubiera) del PCR llaman a no votar y seguir (?) en el camino del argentinazo triunfante para, y cito; "imponer un gobierno de unidad popular"

Algunos amigos/as (y otros/as que no lo son tanto) consideran que todo está tan mal que habría que sembrar varias bombas estratégicas (empezando por las sedes de los actores sociales más "reformistas" y los locales electorales) para alcanzar el
casi místico resultado, después de tal paligenesia, de una renovación de la vida pública; no se sabe muy bien de qué manera.

Ciertas gentes, con las que comparto el lugar de trabajo, maldicen despreocupadamente a los políticos, los curas, los sindicalistas y los negros villeros haciendo gala de un ecléctico cinismo para, después, reproducir en pequeño (con sus alumnas y alumnos, por ejemplo) lo mismo que critican.

Yo mismo, last but not least, me conduelo de la existencia de un partido de izquierda al que no me de vergüenza votar... ¡y que al menos sepa redactar un texto!.

Las elecciones, con esa historia tan ignorada de luchas populares detrás, se han vuelto el símbolo y la razón de ser de una democracia con pocas ilusiones y, en el camino, se presentan como la ocasión suprema de exhibir la falta de ideales que caracterizan a estos primeros años del siglo XXI.

Una ilusión desilusionada.

El día sigue gris. La salida parece imposible.
¿Podemos escapar al dilema entre la democracia coja o la dictadura plena?
Tengo la intuición, cada vez más clara, de responder por la afirmativa. Sólo hay que redefinir nuestra noción de democracia... demasiado contaminada con la de otras formas de Estado.
Digo expresamente Estado y no gobierno porque la democracia tal como la concibo es mucho más que una forma de elegir autoridades.
La principal característica de un Estado Democrático es su incompletud, su negación desde el fundamento, de ser una respuesta a todas las demandas del ser humano en sociedad. Las autocracias, las monarquías y las aristocracias, por no hablar de las teocracias, se consideraban a sí mismas emanaciones de un orden cósmico predeterminado; el zar, el soberano, los nobles ejercían su poder por delegación de la mismísima divinidad (no importa mucho si este dios era llamado con otros nombres menos sonoros), eran los dueños del Estado, eran su fundamento último y su sola presencia otorgaba eficacia a los actos. Sin duda hay una gran distancia entre el rey de Francia que curaba a los escrofulosos con su simple toque y los ilustrados duques de Toscana en los comienzos de la Modernidad, pero la ilusión es la misma: hay un ser (o varios) designados para regir nuestra sociedad que encarnan en sí mismos todo el poder y la realidad del Estado (
L'État, c'est moi), estos personajes tienen el poder de cambiar nuestras vidas, de sus decisiones dependen la prosperidad o la miseria, la guerra o la paz, la subisistencia misma de la sociedad.
No ocurre, o no debería ocurrir, lo mismo en la Democracia.
Es menos ambiciosa, es menos totalizadora, es más modesta en sus aspiraciones.
Y sin embargo es completamente revolucionaria en sus consecuencias.
En lugar de uno, dos, tres, cientos de ilustrados gobernantes nos ofrece la magnífica representación de millones de soberanos cada uno de los cuales es, en potencia, el Estado.
No hay reyes con mágicos poderes, no hay dioses que sancionen un decreto por la eternidad, no hay curas milagrosas ni decisiones soberanas que hagan brotar espigas de trigo o caer el rayo vengador sobre la gleba. Nada de eso.
Hay miles de pequeños mandatarios, anónimos, grises, fríos si se quiere, ejerciendo una acotada fracción de poder emanada de millones de voluntades. No hay glamour, claro, pero tampoco tiranía.
Sucede, empero, que por vivir tantos siglos a la sombra de monarcas que pretendían ser dioses (y de un dios que gustaba de presentarse como Rey de Reyes) nos acostumbramos a la magia y creemos en la eficiacia "ex opere operate" del gobernante de turno. Él también, por su parte, se la cree y nos presenta el hecho de elegirlo como la posibilidad cierta de salvación (por eso es tan eficaz el recurso publicitario en la campaña electoral; apunta a nuestros sentimientos de religiosidad atávicos). Abramos los ojos, no hay tal.

La democracia es un sistema estatal donde la voluntad general determina la trayectoria política. Es un estado participativo, en niveles nunca colmados, siempre aspirando a un mayor reparto del poder (y por ende de la riqueza) donde todos y cada uno somos responsables de los actos políticos, donde todos y cada uno hacemos política en cada una de las decisiones cotidianas.


Un camino de libertad.

Ahora, con el camino despejado de inexistentes mesías, podemos contemplar las elecciones de otro modo.
Como una nueva oportunidad. Como un algo, incompleto, cojo si se quiere, pero una posibilidad de cambiar.
¿Cambiar qué? ¿La vida?
Si y no como diría Abelardo (no el de Piluso, claro).
En las elecciones se reafirma la opción por la democracia, aún por esta discapacitada democracia, aún por esta especie de fachada a la que le falta el techo y cuyo piso está cubierto de inmundicia, aún, si querés, por el menos malo de todos los malos posibles.
La elección entonces, para mí y no pretendo (vicio de maestrito diría Juan Karlos) sentar cátedra, el momento en que la democracia ejercita su diástole para usar una figura fisiológica, cuando se relajan por un momento las estructuras que parecen dadas de una vez y para siempre para dejar entrar la sangre, para permitir la oxigenación del músculo cardíaco, para, en fin, renovarse. En la elección volvemos a decirnos, a nosotros mismos, a los demás, a los políticos profesionales sobre todo, que nada es permanente, que todo se puede poner en cuestión, que no existen señores con derechos hereditarios, dueños de vidas y haciendas...
¿Es tan así? ¿es siempre así? ¿es así ahora?
No, por cierto.
La democracia nuestra está mediatizada por partidos, está cooptada por los empresarios (los grandes ausentes a la hora de repartir culpas), está desfigurada por lobbies y camarillas. Es un músculo cardíaco hipertrofiado, para seguir con la figura, pero uno no deja morir al corazón cuando sobreviene un infarto ¿verdad?.

El movimiento siguiente es la acción.
Votar y quedarse sentado esperando que el "representante" haga.
Votar y quejarse sentado de lo que el "representante" hizo o dejó de hacer.
No votar y lamentarse.
No votar y esperar, mágicamente, "que se alcen los oprimidos"
Son todas opciones que niegan el segundo momento de la democracia. Son, en el fondo y aunque provengan de partidos que se digan de izquierda, opciones fascistas... con un discuso parecido accedieron al poder el Führer y el Duce.
Votar y exigir que se cumplan los derechos.
Votar y salir a la calle.
Votar y luchar para abrir la democracia a una mayor participación.
Votar e intentar ser votado para cambiar las cosas.
Son todas opciones que refuerzan la democracia, son sístoles que impiden la esclerosis. Son, de movida, opciones de izquierda. Y son, por lo tanto, las que elijo para mí y para el pedacito de patria en que me toca vivir.

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