Belén disfrutaba su torta de manzana cuando lo vio.
Miró de reojo hacia él y no dijo nada.
El joven, sonriendo, se sentó en una mesa cercana, justo detrás de un vidrio que separa en dos al local.
Belén, disimulando ante su papá, absorto en la lectura del diario, le devolvió la sonrisa. Con delicadeza, él levantó un vasito plástico y brindó con la niña de apenas once años que tan bien conocía. Ella saboreó gustosa un trozo más bien grande de la torta, era un gesto que él recordaba muy bien de años por venir y puso una cómica expresión que Belén, por supuesto, todavía no podía reconocer; pero que la hizo contener la risa y, es cierto, atragantarse un poco.
Unieron un instante los ojos, tan parecidos, tan grandes y tan llenos de ternura.
Belén ya sabía quien era aunque, como se podrá imaginar, aún no lo conocía. Miró a su papá, que tomaba distraído un sorbo de café casi frío, y estuvo a punto de contarle todo; pero decidió guardar el secreto.
Un secreto para ella sola, para abrigarla en días de invierno y dejarse llevar en siestas por venir.
Detrás del vidrio la figura de aquel muchacho, dieciocho o tal vez veinte años de satisfecha vida, se desvanecía lentamente.
Belén dibujó una perfecta O (mayúscula, se dijo) con sus labios cuando él desapareció del todo. Ella sabía que no lo volvería a ver así hasta dentro de unos treinta años, más o menos.
Y no le dijo a su papá que, desde muy lejos, su futuro hijo había pasado para saludarlos.
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