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jueves, septiembre 04, 2008

Verídica historia de la ciudad de Rib.




La ciudad de Rib existe desde siempre.

Los pobladores suelen decir que no tuvo fundador, pero esto es sólo una manera de expresar lo que todos saben; Rib es parte esencial de ese rincón del mundo, allá, en las provincias de abajo, en la Tierra del Sur.

Rib se llama así debido a que está ubicada sobre las riberas del río.

Es cierto que tuvo, otrora, otros nombres; fue una comarca, un paraje a la vera del camino hacia las provincias de arriba, un amplio espacio vacío entre una cañada barrosa y un arroyo con pretensiones de río, fue, también, un santuario olvidado y una próspera colonia de mercaderes; y cada vez le daban un nuevo nombre. Seguía siendo Rib y esos apelativos pronto fueron olvidados, había uno, sin embargo, que siempre recordaba; era un dulce, un sencillo nombre de mujer.

Como una mujer Rib se dejaba amar y odiar con la misma facilidad.

Estaba edificada a orillas de un río tan ancho y tan manso que no lo llamaban río; sino el Agua Madre, porque a ella le debían su vida, porque cerca de ella se sentían felices y, sobre todo, porque era tan serena y suave que los acunaba como sólo una mamá puede hacerlo.

Rib se decía ciudad pero era pequeña; unas pocas casas sobre las barrancas, una plaza donde se reunían a tomar sol por las tardes y muchos árboles generosos de sombra y frutos. Y muchos, muchos suburbios que se abrían en abanico desde la calle central, cada suburbio era, por cierto, una reproducción en pequeño de toda la ciudad, casi como esos espejos que se reflejan en otros espejos.

Rib era vieja, más vieja que el tiempo, y era joven, como una niña que despierta a su juventud.

Rib, finalmente, estaba habitada por gentes sencillas y laboriosas; pescadores en las cañadas de la orilla, labradores en los campos cercanos, artesanos un poco por todos lados. Tres tabernas, una sencilla torre, más vieja que el tiempo y deshabitada, algunos comerciantes venidos quien sabe de dónde. Muchos chicos, muchas niñas, muchos viejitos de mirada pensativa y muchas abuelas que amasaban el pan y preparaban el mejor dulce de leche de toda la provincia.

Eran gentes venidas un poco de todas partes, arribeños de rostro color tierra y ojos de miel, paisanos de a caballo de las extensas pampas del sur, canoeros, aventureros de las selvas del noroeste, serranos de cantarina habla y gentes del otro lado de la cordillera de voces suaves y de pausados gestos. Había pasado, sin embargo, tanto tiempo desde aquellas llegadas que todos las habían olvidado, eran ribarinos (así les gustaba llamarse) y no había un lugar mejor para vivir que esas barrancas altas y terrosas al lado del Agua Madre.

Los primeros, como todos saben, fueron los Antiguos. Ellos descubrieron la belleza de la Tierra del Sur y la amaron por primera vez. Establecieron los tiempos e impusieron los nombres, los verdaderos nombres, de las cosas. Partieron hace mucho aunque, en realidad, siguen presentes para las gentes de ojos y corazón abiertos, y uno puede verlos en los caminos solitarios, en las sombras del follaje a mediodía, en el claro de luna.

Después de ellos, oyentes rebeldes de los Antiguos, llegaron las gentes de la tierra; los Abuelos y las Abuelas que bajaron desde las selvas del norte después de andar largas lunas buscando una casa. Muchos la encontraron aquí, entre la cañada y el arroyo, sobre la barranca y frente a las islas. Y se quedaron.

Eran de distintas familias; las gentes de las pampas y las gentes de los montes, cada una con su habla, cada una con sus pequeñas o grandes historias, cada una con sus secretos anhelos.

Cada uno que venía se enamoraba de la ciudad.

Y se sentía un ribarino de pleno derecho, y era capaz de cualquier cosa para defender los títulos y los, dudosos, privilegios de Rib. Alababan a sus mujeres, doncellas alegres y hermosas de cuerpos torneados y andar sugerente, se enorgullecían de sus libertades, se complacían en su inmenso río, el Agua Madre, a veces una cinta de plata, a veces un camino azulino.

Y no querían alejarse de allí.

Cada uno que llegaba maldecía a la ciudad.

Y murmuraba de sus calles, nunca rectas y bastante estropeadas, de sus comerciantes rapaces y mezquinos, de su eterna condena a no ser lo que soñaban, de la humedad, del calor, los mosquitos y la lluvia.

Pero no se iban.

No había rey en Rib, ni tampoco había nada que pudiera llamarse ley, cada cual vivía con sus familias, familias de muchos tíos, primos, sobrinos y más parientes de los que uno puede acordarse, o con las familias vecinas, y todos estaban a gusto con la presencia de los demás. Desde hacía más de mil años, o quizás menos pero en Rib nadie sabía llevar muy bien las cuentas, no había habido guerras, robos, muertes o destierros, muchos chismes sí, alguna que otra niña en brazos ajenos también, bromas pesadas, unas cuantas (a los paisanos de la pampa surera les encantan las bromas pesadas) y discusiones, demasiadas e interminables, pero todo se arreglaba en las fiestas, y en Rib nunca faltaban las excusas para las fiestas.

Sí, así era la vida en aquellos días lejanos, en la época del mundo que llaman el Cuarto Sol.

Entonces llegaron ellos.


Continuará...

2 comentarios:

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