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sábado, septiembre 06, 2008

Verídica historia de la ciudad de Rib. Segunda parte


...Sí, así era la vida en aquellos días lejanos, en la época del mundo que llaman el Cuarto Sol.
Entonces llegaron ellos.
Vinieron en balsas extrañas, henchidas de velas y crujientes al navegar, tan grandes como una casa, tan feas e inesperadas como una tormenta de la víspera del verano.
Los hombres menearon la cabeza al ver los navíos.
Las mujeres espiaron desde las ventanas aquellas amenazadoras barcas que, decían, ensuciaban el agua a su paso.
Los chicos y las chicas estaban, por el contrario, encantados con aquella esperanza de nuevas gentes y desconocidas aventuras.
Los barcos pasaban, uno a uno, río arriba hacia los salvajes países del norte. A veces se los veía volver, a veces llegaba la noticia de un naufragio, o algo peor, en los traicioneros recodos de aquella madre, ajena para los extranjeros.
Y pasaron los años. Los barcos pasaban, pero nunca se detenían, de vez en cuando los viajeros de paso contaban, ante el asombro de los habituales concurrentes de la Ración Generosa, de La Glorieta o de El Viejo Pescador (las tres posadas de Rib), acerca de aquellos exiliados, gentes con el mar en sus ojos, los cabellos como trigo o como noche, brazos fuertes y hablar incomprensible. De cómo habían levantado sus casa en los vírgenes claros del norte, o en las orillas de los indomables ríos occidentales y hasta se habían atrevido a subir hacia las tierras de arriba en busca de los Señores de la Piedra.
Pero muy pocos en Rib quienes los habían visto alguna vez. Y nadie creía en sus historias.
Un día, no obstante, ellos y ellas llegaron, era inevitable, por supuesto, pero las buenas gentes de Rib tenían las cosas muy en claro; vivían bien, vivían felices, contentos de como estaban las cosas y lo mejor que podía pasar era que siguieran como estaban.
El barco echó la pesada piedra que le servía de ancla a unas cuantas cuerdas de la orilla, Rib alguna vez tendría un puerto, pensaban todos, pero no por ahora,
Era la hora de la siesta.
Aquel día cambiaron las cosas.
Dicen que fue Don Doribio Guijarro quien los recibió, de ser así es seguro que al viejo arriero eso no debió gustarle nada pero, generoso como era, les habrá convidado con mates y, si era la época de lluvias, con esas sabrosas tortas fritas de su mujer; Doña Grisia. Sólo por eso, aseguran algunos, los extranjeros se quedaron en Rib.
Eran Exiliados del otro lado del mar; hombres en su mayoría, pero también venían silfos con ellos, y, dicen, unas personas parecidas a los karuyarí del norte, pero más rubias y sonrosadas. Usaban nombres sonoros y tenían sueños de grandes y nobles hazañas, pero el recodo del río los atrajo, el Agua Madre los llamaba con nombres que ellos y ellas jamás habían oído, pero que les llenaban el alma de nostalgia.
Levantaron sus casas en torno a la desdibujada plaza central; Plaza de Mayo, quisieron llamarla, en recuerdo de las fiestas primaverales de sus tierras septentrionales, pero pronto los ribarinos les aseguraron que para ellos los tiempos eran diferentes, y la llamaron la Plaza de Noviembre, y con este cambio de nombres los Exiliados renunciaron a su exilio y se volvieron, también ellos, sureros, gentes de esta parte del mundo.
Así, pues, en Rib habitaron las gentes de la tierra y las gentes venidas de fuera que se llaman qillca. Todo había cambiado, pero todo era igual, aunque ahora hubiese un palacio de piedra frente a la Plaza, se hablase una lengua mezclada entre la de los nativos y los exiliados y se viesen algunos cabellos rubios entre los ribarinos.
La ciudad prosperó con su nuevo puerto.

Hubo artesanos que se establecieron en ella para construir delicadas obras de maestría sólo comparable a la de los Antiguos.

Hubo comerciantes que traficaban con los lejanos Señores de la Piedra, con los Poderosos de Ultramar y hasta con los reyes boreales de más allá del cinturón del mundo.

Hubo guerreros que defendieron las tierras de los labradores.

Hubo grandes oradores que exigían mayores privilegios para la ciudad.

Hubo, en fin, una historia rica en sucesos, guerras y maravillosas creaciones de belleza trascendente.
No hubo, pese a todo, nunca un rey en Rib y los rectores, como ahora llamaban a los líderes locales, eran elegidos por sus iguales, los ciudadanos libres de Rib.
Así fue por largos años.
Entonces llegaron los días del imperio.


Una ciudad, ni tan lejana, ni tan cercana, extendió su hegemonía por toda la Tierra del Sur, se hizo llamar reina y proclamó la libertad para todos los habitantes del Sur... siempre que obedecieran sus dictados.
Aquella ciudad se llamaba Argyria y había sido construida por los Qillca que aún mantenían aquellos sueños de dominio traídos del otro lado del mar y de más allá del cinturón del mundo.

Era muy parecida a Rib, pero a la vez muy diferente, pero entre los ribarinos muchos la envidiaban y aspiraban a ser parte, siquiera, de su gloria. Entonces Rib se sujetó a su dominio y los ciudadanos libres se ufanaban de ser considerados argyrianos.


Con el tiempo Argyria llegó a sojuzgar a todas las tierras circundantes y aún más allá, hasta los países de los Señores de la Piedra. Antiguos, silfos, djinns y otras muchas gentes entre los pueblos que saben hablar, obedecían, o al menos no discutían, sus mandatos.
Argyria trajo paz a las tierras del sur, pero era una paz pesada y oscura, parecía la paz de los días de verano, nublados y opresivos, hasta que estalla el relámpago.


Rib creció entonces, sus calles fueron empedradas y se construyeron palacios a la vera del Agua Madre.

Hubo una plaza y hubo un gobernador, pero los ribarinos no habían cambiado; la plaza fue ocupada por los vecinos para intercambiar artesanías y noticias y el gobernador fue reemplazado por un concejo de padres.

Los argyrianos no intervinieron, porque Rib pagaba sus tributos, excepto en una ocasión, cuando los siervos (entonces había muchos siervos en el Imperio) se rebelaron y durante un año fueron los amos de Rib.

En aquella ocasión se combatió en las calles y los vecinos de Rib se dividieron, y muchos murieron en las mismas barricadas que los siervos cuando los legionarios qillca penetraron en la ciudad.
El sueño de libertad de los esclavos fue aplastado, pero no murió, y muchos ribarinos hablaban con orgullo de aquella ocasión cuando se enfrentaron, solos, al Imperio: la llamaban El Levantamiento.

Sin embargo nada dura para siempre y puede suceder, en ocasiones, que una heroica muerte honre una vida sin dignidad.

Continuará

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